LA ALDABA
el comecocos de todos los días
31 de marzo de 2025
LAS CUENTAS
21 de marzo de 2025
EL CAMPEONATO
3 de marzo de 2025
ATAQUES DE SÍ MISMO
17 de febrero de 2025
EL BRUTO
Me fascina Mafalda y su pandilla. Adoro entre todos ellos a Manolito, el loco que saca punta a los lápices metiendo los dedos entre la mina y la madera, machaca los clavos con el mango del martillo y desprecia a los que no entiende porque los encuentra sobrepasados.
En mi infancia tenía una pandilla que luchaba siempre contra los brutos del barrio, los que abofeteaban sin piedad, tiraban piedras a los pequeños y nos robaban a manos llenas los tesoros que escondíamos en los descampados, en agujeros más que notorios, cavados con las manos en terregales rojizos que ni el agua ablandaba.
Esos brutos prosperaron con el paso de los años dedicándose a negocios de poco fuste, siempre presionando, siempre acobardando, sin saber llegar a acuerdos, sin posibilidad de hablar, ni saber muy bien qué es lo que perseguían, además de dinero de oscura procedencia. Cuando me hablaban de sus correrías pensaba que al menos eran fieles a sus principios y, aunque volvieron de La Legión tatuados, patiabiertos, musculados, sin frío en invierno y casi sin pelo, a lo lejos se sabían que daban miedo, porque ellos habían cambiado a la vida, y no al revés.
Pasados los años, y en otros ámbitos de supuesta distinción, los brutos estaban ahí. Delincuentes de guante blanco, extorsionadores, dueños de compañías con miles de empleados sometidos a reglas inaceptables, contratadores de beneficios exclusivamente para ellos, señores que modificaban por su placer los horarios de los aviones, compradores de voluntades femeninas para satisfacer sus bajos instintos, maltratadores físicos e intelectuales cuando detectan que sus parejas les superan en atractivo e inteligencia, negociantes sin piedad con las vidas de los que ni conocen y habitualmente los que dejan a deber el pan en el comercio, la botella de leche en la gasolinera, el periódico en el kiosco o roban una manzana al salir, porque todo lo pequeño, lo que da de comer a los demás, les pertenece, y creen que no deben pagar por ello. Los he conocido y he estado a su lado, y les aseguro que no hablo por hablar.
Las circunstancias que se cruzaron en mi vida, elegidas por mí y sin imposición alguna, me han hecho compartir espacios de trabajo con brutos, emocionalmente incapaces, analfabetos, engreídos y confiados en su poder físico, en la fuerza de su voz a gritos, en los cargos que detentaban, creyendo que mandar en lo gastado es algo honorable y que infunde respeto, algo que confunden con el miedo ajeno o el desprecio del que no les teme. Estos personajes absurdos, tambaleantes en medio de decisiones imposibles, convencidos de que su fuerza es la debilidad de los demás, son esos pobres hombres enfermos de odio y rencor, cuando se enteran de que, los que creen dominados, tienen abierta una cuenta corriente con las mismas condiciones que ellos, aunque el saldo sea distinto. De estos brutos los hay a miles en la administración, la empresa, la política y, en general, el mundo de la burocracia.
Los brutos piensan que van a salvar el mundo, que van a modificar los hábitos, que van a solucionar los problemas, y no saben que el verdadero problema son ellos, y que no los necesitamos para seguir viviendo tranquilos.
Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 17 de febrero de 2025.
4 de febrero de 2025
LA LOCURA
Hace muchísimos años en un mercado de Londres, en Camdem Passage, compré una cabeza de porcelana que tenía dibujado el laberinto del cerebro y acotadas las zonas a través de las que nuestras reacciones físicas y emocionales se manifiestan externamente.
Me pareció un hallazgo, porque no estaba yo muy avezada en los porqués de la razón humana (sigo sin estarlo), pero creí poder entender y aceptar que todo lo que ocurre lo administra el cerebro, y si yo aprendía con esa pieza bella en qué parte de ese cerebro sufría algún daño por mis comportamientos, la cosa se iría aclarando, y acaso, solucionando.
Esa cabeza la conocen todos ustedes. No es nada extraño verla como objeto decorativo de espacios de medicina, tanto la académica como las denominadas prácticas esotéricas, la frenología, o cualquier otro tipo de lugar que busca la curación por métodos más o menos reconocidos. La fábrica de cerámica de La Cartuja de Sevilla hizo un modelo de estos de tamaño natural y de una belleza tremenda, de precio elevado para mis posibilidades, pero que nunca he olvidado, porque aquello sí que era un “piezón”, de esos que nunca borras del pensamiento, que te mantienen avivado el lóbulo de la memoria o el del deseo, que no sabría ahora diagnosticar cuál de los dos.
Yo conservo la británica después de tantos años, y reconozco que últimamente la contemplo con devoción, pretendo memorizar dónde están anclados los mecanismos cerebrales, para poder decir que a tal o cual se le ha secado el lóbulo este o el otro, a la vista de las decisiones que toman, o de la manifiesta incapacidad de sus masas húmedas de color gris de transmitir conocimientos o de recibirlos.
En el maravilloso libro de Rosa Montero El peligro de estar cuerda, se hace un recorrido por la bibliografía que trata de aclarar qué es estar equilibrado, qué papel juega el miedo, dónde nos asimos ante la oscuridad, qué reprochamos al ajeno sin motivo, porqué la culpa propia desaparece de nuestra conciencia con más rapidez que la asunción de la pena propia, qué esperamos de nosotros mismos sin conocernos en profundidad.
Cómo los sabios que en el mundo hay tratan de responder a esas preguntas que alguien quiso dibujar en una cabeza de cerámica y trazar fronteras entre la memoria y la creatividad, la literatura y el conocimiento, los secretos y el trauma, el ego frente a la amistad, y así hasta decidir que en los lóbulos traseros izquierdos se alojan posiblemente las explicaciones a la evolución desde nuestros ancestros los monos, y que nos queda mucho por aprender. Aquí quería llegar. ¿Cómo es posible que estemos caminando a velocidades inusuales hacia una locura generalizada?, ¿dónde alojo en mi cabeza la razón, la empatía y las ganas de seguir hacia adelante borrando las líneas que son fronteras en el cerebro? ¿De qué ha servido tanto esfuerzo, sacrificio y ganas de paz?, ¿cómo es posible que esta locura nos invada y no hagamos nada?
Vuelvo a mirar la cabeza y en el lóbulo trasero izquierdo, aparece un espacio inmenso que no han sabido rellenar y que han cubierto con una interrogación.
Ahí está la respuesta: no sabemos nada.
Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 3 de febrero de 2025
20 de enero de 2025
CAMBIOS
Saben mis lectores de la pasión que siento por las ruinas. Pasear por territorios que en su momento fueron ocupados por seres humanos y ahora están vacíos de habitantes constantes, y son contemplados como algo que fue y ya no es por los turistas, me mantiene viva la duda del ¿por qué?, ¿a qué se debió el abandono?, ¿cómo es posible que salieran corriendo sin dejar rastro?, ¿pensarían volver?...
Pasear por las ruinas de Éfeso en Turquía, sentada frente al armazón indescriptible de la biblioteca de Celso; frente a las ruinas del Machu Pichu; los templos del Tell El Amarna en Egipto; los rascacielos de Shibam de Yemen; el desierto del Thar en India; Belchite, Caudilla, Turruncún, estos tres últimos en España… hay tanto abandonado que produce emoción, que no sabría elegir, y de repente me he dado cuenta de que vivo en un lugar abocado a ese destino.
Vivo en la España vaciada, o la que se está vaciando, que es lo mismo. Vivo en un lugar hermoso como pocos, pero que día a día está siendo abandonado a su suerte, donde la supuesta industrialización futura se ha cebado con el paisaje y pretende arruinar la única forma de vida conocida, que es lo que ampulosamente se denomina como “sector primario”, que no es otra cosa que la agricultura y la ganadería, que hasta ahora es la única actividad conocida para darnos de comer sin distinción de razas, clase social, géneros o religión.
He empleado gran parte de mi vida en viajar a esos lugares que antes mencioné, a fotografiarlos, a buscar lo que hubo, o imaginarlo. Me he preguntado sin cesar qué provocó el vacío que ahora muestran y resulta que lo tengo ante mis ojos: las poblaciones se mueven en busca de eternidad, de un futuro más o menos cierto, y el paisaje, las costumbres, la belleza de sus monumentos y su historia, les importa poco o nada, frente a la necesidad de no morir de hambre o abandono espiritual.
España está partida en dos: la llena y la vacía, y no parece que la cosa tenga remedio. La llena reclama comportamientos a la vacía que son imposibles de satisfacer. Quieren los desbordados descansar en el abandono los fines de semana, con los mismos servicios que dejan de lado en su barrio de bares abiertos día y noche, pero sólo dos días a la semana, y mientras tanto, los abandonados deben permanecer en actividad constante esperando las limosnas de los domingueros, comportarse con rapidez de gran ciudad, disponer de parking, atenciones esenciales de primer orden y actitud alegre ante su presencia de ricos que reparten lo que les sobra.
No es posible seguir viviendo así. La España llena estará cada vez más llena y el abandono se extenderá implacablemente sobre el inmenso territorio sembrado de artefactos que dan luz a otros, calor a los de norte y diamantes sintéticos a los que quieran mandar fotografías desde pueblos abandonados a sus parientes del otro continente, que harán cola para venir a recorrer nuestro patrimonio vacío, y se preguntarán cómo pudo ser que esta belleza inmensa y apabullante que es nuestra tierra, se abandonara.
6 de enero de 2025
REYES MAGOS
La fecha me ha puesto fácil el tema. Las crónicas del desfile de anoche, y antes, por las calles de nuestros lugares de residencia de las cabalgatas, o las innovaciones aportadas por el miedo a la lluvia excesiva, pueblan las páginas de los periódicos, y todos queremos que sea verdad, que la magia se produzca y, sin saber cómo, los sueños se hagan realidad.
Siempre recordaremos las noches insomnes, los ruidos que escuchábamos cuando los camellos trepaban por las escaleras, el batir de papeles arrugados en la sala de estar, las conversaciones entre SS.MM. para determinar qué le dejaban a quién de entre todo ese lío de cartas que habían recibido. Esos sonidos no se pueden olvidar, porque nos paralizaban en la cama y, aunque siempre había un hermano valiente que se levantaba a tratar de ver qué estaba ocurriendo, cuando volvía al dormitorio lo hacía confuso, y no sabía explicar muy bien qué había pasado en medio de un susto mortal cuando su padre lo recogió del suelo y le dijo: “a la cama, que si sigues despierto los Reyes no vienen”. No entendía nada, porque estaba seguro de que los Reyes estaban ahí y que los había visto, pero sin saber muy bien qué había visto. La ansiedad podía con la vitalidad y caíamos todos rotos hasta el amanecer.
Sigue pasando lo mismo. Las carreras, la búsqueda, los escondrijos, la ilusión, la locura, el descontrol del gasto, el afán de hacer felices a los que aún saben serlo, la bondad de los personajes que aún nadie ha envilecido en las redes sociales (me refiero a SS.MM.) lo suficiente como para hacerlos desaparecer, los vales de devolución, el descubrimiento de saber que me han regalado algo que no yo sabía que necesitaba y que me ha hecho feliz, la cara de emoción del pequeño que mira fijamente al camión de bomberos que enciende las luces si él lo mueve, el abuelo que todo lo ordena y se pasa la mañana plegando los papeles de regalo para no volverlos a utilizar jamás, la adolescente que se ha metido en su habitación con todos los regalos porque ninguno es justo lo que quería y no vuelve a salir hasta la mañana de los cambios, la ocurrencia del que le ha pedido un tambor a los que regalan y se lo han traído… lo normal se repite siglo tras siglo.
De mi infancia recuerdo que SS.MM. trajeron una casita de muñecas para compartir con mis hermanas, un muñeco regordete precioso y vestido como un príncipe, con un biberón que no se agotaba jamás, y unos patines de cuatro ruedas de hierro atados con correas de cuero, que a todos mis hermanos les encantaron y, como teníamos espacio para patinar en el local de debajo de la casa en la que vivíamos, los compartíamos y aprendí a patinar con un solo patín, sin llegar nunca a saber hacerlo con los dos, porque como era la mayor, tenía que dar ejemplo. No recuerdo que me haya humillado tal cosa jamás, porque lo que sí recuerdo es que, aprendiendo a patinar de ese modo, nunca me he caído. Es lo que tiene ser generoso.
Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 6 de enero de 2025.