En mi infancia el verano empezaba el día de San Juan. Era el santo de mi padre y ya no teníamos colegio. Vivíamos en Cáceres en un piso que estaba sobre el horno de leña de una panadería y el invierno era estupendo, pero llegadas las fechas estivales el suelo de la casa quemaba, además de las temperaturas que, ahora nos dicen, eran olas de calor permanente. Llegado el día emprendíamos la emigración hacia Valladolid donde el invierno es insoportable y el verano más que amable.
Ese día de San Juan lo celebrábamos subidos en el coche los seis hermanos, madre, padre, algún que otro animal de compañía y el equipaje para tres meses de toda la tropa. No sé cuántas eran las horas de viaje. No había autovías ni nada parecido. Mi madre había hecho tortillas, croquetas, filetes empanados, y parábamos en Cantagallo, un lugar maravilloso a pie de carretera, que tenía piscina y nos dejaban comer y bañarnos, mientras los hermanos que se habían mareado al subir el puerto de Béjar, recuperaban el aliento y perdían el color cerúleo del mal rato de la travesía.
Como era fiesta, nos compraban helados y polos. Nos dejaban beber refrescos de gas y emprendíamos el viaje renovados, sabiendo que sólo nos quedaba otro tanto de camino, que mi madre se empeñaba en relajar con canciones en voz baja a coro, porque a mi padre los gritos infantiles le sacaban de quicio, y perdía la atención a la carretera amenazándonos de todo con el volante entre las manos.
Llegados a destino, tres meses por delante sin zapatos, en bañador desde el amanecer, aprendiendo a construir cabañas con zumaques, cazar ranas, hacer carreras, patinar sólo con un pie, usar bicicletas ajenas, urdir peleas entre primos, aprender a jugar al pin pon sobre puertas desechadas encima de burrillas de carpinteros, interpretar obras de teatro familiares, siestas siempre indeseadas, digestiones demasiado largas para volver a bañarnos, cuidado de huertos, plantar jardines, mover tierra de un lugar a otro, excursiones fascinantes de quinientos metros de distancia, poca televisión en blanco y negro, algún día excitante de ida a la ciudad donde nos volvían a poner los zapatos y nos reconciliábamos con la civilización yendo al cine en tropel: catorce primos de la misma edad a ver lo último y queriendo comer el bocadillo que nos habían preparado, antes de entrar.
Recuerdo esos veranos como una aventura única, lo mismo que les pasa a casi todos los que me lean, y me he permitido contarles esta realidad pasada para tratar de aliviar la carga pesada del veranito que nos están dando los candidatos a todo, en medio del desgobierno en el que este país está sumido, trufado de odios, insultos, amenazas de ruina inminente, catástrofes inminentes e invasiones de todo tipo.
No sé si ese viaje de catorce horas desde Cáceres a Valladolid de hace más de cincuenta años es la imagen de lo que nos va a costar llegar a disfrutar de algo bueno cuando este sufrimiento electoral pase. Lo que es seguro es que, o cambian mucho las cosas, o aquellos veranos seguirán siendo un recuerdo imborrable, frente a lo que nos queda por pasar.
Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 26 de junio de 2023.
5 comentarios:
Descrito en detalle y no puedo confraternizar más
Aunque unos años más tarde y unas cuantas horas menos, me resuena mucho lo que describes. Prefiero leerte un millón de millones veces más que escuchar o leer el esperpento de la actualidad política de nuestro país. Gracias querida Matilde, y feliz verano. Voy a verte muy pronto 😘
Genial
. Una vez más genial . Yo hubiese sido una de las que me mareaba …. Gracias . Que ratito tan Bueno he pasado…he viajado en el tiempo.
Gracias Matilde, que tengas buen verano. Un abrazo fuerte
Que bonito!
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