Llevo unos días tomando café a trompicones y en medio del mal humor de mis acompañantes habituales, porque todo anda desbordado.
Han aparecido veraneantes en la ciudad que pasean en medio de un sol insoportable, porque han cortado los árboles como consecuencia de la renovación municipal de las últimas elecciones, y estos inocentes que creen en las fotografías que ven de años anteriores, no encuentran refugio ni pegados a los edificios. Tampoco hay agua en las fuentes y las piedras abrasan. Me dan ganas de abrir la puerta y dejarles que descansen en el portal de mi casa, donde la temperatura no sube de diecinueve grados, pero vete tú a saber cómo se pondrían, y de dónde sacaría las ganas de decirles que se fueran de nuevo al infierno.
Hace muchísimos años los pueblos tenían árboles. Eran acacias que tenían unas flores blancas que nos comíamos en pandilla, o moreras que pelábamos para dar de comer a nuestros gusanos de seda criados en las cajas de zapatos Gorila, sin resultado alguno que no fuera lo del capullo amarillo, que no sabíamos qué hacer con él. Había tierra en la calle. Encontrábamos lombrices y buscábamos sin resultado el grillo cansino que no nos dejaba hablar en voz baja. Las hormigas eran plaga. Imposible dejar la pastilla de chocolate y el pan en el suelo. ¿De dónde salían esos ejércitos organizados que arrastraban el botín de la merienda cono si fuera de ellos? Los perros merodeaban a nuestro alrededor sin amos conocidos y los espantábamos a manotazos, y los animalitos desaparecían con el rabo entre las patas creyendo que les anunciábamos la enésima paliza. Respetábamos las horas de la digestión antes de repetir la entrada en la piscina después de comer. Jugábamos a las cartas sin gana y nos peleábamos por lo más tonto porque el calor no nos dejaba razonar. Eso era el verano infantil cuando había árboles en las calles y nos dejaban campar por los alrededores de las casas, mientras los padres tenían las ventanas abiertas de par en par para localizar la voz de las criaturas y no perderles la pista.
Llegado el verano a estas alturas, mi familia emigraba a tierras más frescas y era la aventura del año, llena de emociones, trabajos y reparaciones en la casa que había estado abandonada todo el invierno, y reencuentros con primos que no nos gustaban, o que se transformaban en amigos íntimos por razón del paso del tiempo.
En medio de este progreso que nos hemos proporcionado cortando árboles por doquier, y saliendo a la calle porque las casas no reúnen condiciones de habitabilidad, excepto si triplicas el coste del recibo de la luz, el verano se ha transformado en una suerte de emigración masiva sin rumbo, sin conocimiento de dónde vamos a parar, o de las sorpresas con las que nos podemos encontrar, como las colas interminables, la falta de atención en los servicios públicos, el cierre masivo de restaurantes y bares, la falta de previsión ante las avalanchas de personas que piden agua, y no digamos ya si pretendemos que nuestros hijos se mojen en fuentes públicas, sepan qué es una lombriz, vean perros sueltos o distingan una morera de una acacia.
Mucho orden, mucha disciplina y mucho aburrimiento. Yo hace mucho que no veraneo.
Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el día 22 de julio de 2024.
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