25 de julio de 2024

VERANOS

 



Llevo unos días tomando café a trompicones y en medio del mal humor de mis acompañantes habituales, porque todo anda desbordado.
Han aparecido veraneantes en la ciudad que pasean en medio de un sol insoportable, porque han cortado los árboles como consecuencia de la renovación municipal de las últimas elecciones, y estos inocentes que creen en las fotografías que ven de años anteriores, no encuentran refugio ni pegados a los edificios. Tampoco hay agua en las fuentes y las piedras abrasan. Me dan ganas de abrir la puerta y dejarles que descansen en el portal de mi casa, donde la temperatura no sube de diecinueve grados, pero vete tú a saber cómo se pondrían, y de dónde sacaría las ganas de decirles que se fueran de nuevo al infierno.
Hace muchísimos años los pueblos tenían árboles. Eran acacias que tenían unas flores blancas que nos comíamos en pandilla, o moreras que pelábamos para dar de comer a nuestros gusanos de seda criados en las cajas de zapatos Gorila, sin resultado alguno que no fuera lo del capullo amarillo, que no sabíamos qué hacer con él. Había tierra en la calle. Encontrábamos lombrices y buscábamos sin resultado el grillo cansino que no nos dejaba hablar en voz baja. Las hormigas eran plaga. Imposible dejar la pastilla de chocolate y el pan en el suelo. ¿De dónde salían esos ejércitos organizados que arrastraban el botín de la merienda cono si fuera de ellos? Los perros merodeaban a nuestro alrededor sin amos conocidos y los espantábamos a manotazos, y los animalitos desaparecían con el rabo entre las patas creyendo que les anunciábamos la enésima paliza. Respetábamos las horas de la digestión antes de repetir la entrada en la piscina después de comer. Jugábamos a las cartas sin gana y nos peleábamos por lo más tonto porque el calor no nos dejaba razonar. Eso era el verano infantil cuando había árboles en las calles y nos dejaban campar por los alrededores de las casas, mientras los padres tenían las ventanas abiertas de par en par para localizar la voz de las criaturas y no perderles la pista.
Llegado el verano a estas alturas, mi familia emigraba a tierras más frescas y era la aventura del año, llena de emociones, trabajos y reparaciones en la casa que había estado abandonada todo el invierno, y reencuentros con primos que no nos gustaban, o que se transformaban en amigos íntimos por razón del paso del tiempo. 
En medio de este progreso que nos hemos proporcionado cortando árboles por doquier, y saliendo a la calle porque las casas no reúnen condiciones de habitabilidad, excepto si triplicas el coste del recibo de la luz, el verano se ha transformado en una suerte de emigración masiva sin rumbo, sin conocimiento de dónde vamos a parar, o de las sorpresas con las que nos podemos encontrar, como las colas interminables, la falta de atención en los servicios públicos, el cierre masivo de restaurantes y bares, la falta de previsión ante las avalanchas de personas que piden agua, y no digamos ya si pretendemos que nuestros hijos se mojen en fuentes públicas, sepan qué es una lombriz, vean perros sueltos o distingan una morera de una acacia.
Mucho orden, mucha disciplina y mucho aburrimiento. Yo hace mucho que no veraneo.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el día 22 de julio de 2024.




8 de julio de 2024

SITIOS VACÍOS

 


Durante muchos años, cuando viajaba sin ser sospechosa de nada, como ocurre ahora con cualquier viajero, me daba por recorrer ruinas. Ciudades y lugares abandonados de los que me costaba entender cómo era posible que Palmira hubiera sido sustituida por sus habitantes por el poblacho que está a pocos kilómetros de distancia. Cómo es comprensible que los nuevos habitantes de Mérida hayan enterrado lo que ahora, con un esfuerzo económico inconmesurable, se desentierra. Qué fenómeno del clima hizo abandonar Éfeso. Qué razones poderosas se adueñaron de los habitantes de Cartago, con su puerto de mar y todo, para olvidarlo a su destino … y así hasta hacerme mayor y seguir con la obsesión de los sitios vacíos, pero sin coger aviones ni resultar sospechosa por moverme fuera de las fronteras que me acogen.

Recorro lugares que se han quedado sin habitantes y que nos brindan imágenes brutales de soledad, porque los que ahora visito no tienen esa presencia romana de columnas de caliza labradas, templos a medio caer, foros que aún conservan vegetación, o bibliotecas a las que sólo les faltan los libros, como la de Celso en Éfeso.

Estos nuevos lugares son más cercanos. Me hacen creer que eso será lo que yo deje a mi paso por la vida: iglesias cerradas a cal y canto sin revestimiento interior de ningún tipo. Las riquezas emigraron con los habitantes. (Ya sabemos del afán protector de la iglesia católica con sus propiedades). Casas de puertas de castaño cerradas, con las ventanas abiertas por las que se cuelan las pocas alimañas que se enseñorean por esos territorios. Hay sitios en los que la mesa se ha quedado puesta: platos de porcelana blanca con bordes azules, una jarra de barro llena de telarañas, navajas en el cajón abierto, candados sin llave, leña cortada apilada en la chimenea cubierta de cenizas y carbones y el mismo olor de abandono que todo lo preside, porque estos lugares han perdido el aroma a vida. Sólo la vegetación que prolifera sin orden ni cuidado proporciona un perfume desordenado que no permite identificar a nadie que pudiera haberse demorado en el abandono.

¿Qué ha ocurrido en esos lugares? El progreso es la explicación con la que me encuentro y creo, como en otras ocasiones, que la palabra está siendo mal utilizada. No entiendo que la vida pueda mejorar en medio del tumulto exacerbado de multitudes que no tienen costumbres propias, huelen todos a lo mismo, comen lo que les dan sin más exigencia, deambulan sin saber por dónde, porque han perdido el hábito de caminar y cambian la vida de siempre por el avance económico, la riqueza que quita libertad, el ruido que anula el silencio y la manada, que siempre manda sobre la individualidad.

Es verdad que soy yo la equivocada, que cuando todos huyen hacia lo que entienden que es mejor, sus motivos tendrán. Cuando abandonan los lugares mágicos que luego yo visito, a lo mejor pretenden salvar su vida, o se rinden al mejor postor por espacios que molestan habitados, u obedecen a terribles anuncios de invasiones guerreras que, antes o después, pueden acabar con todo.

En España hay cada vez más lugares visitables que no tienen habitantes. Aquí las razones del abandono son políticas. Es más fácil manejar a la masa que a los lugareños arraigados a la tierra, y si te abandonan, sólo queda mantener el cementerio con las puertas engrasadas, para cuando te llegue la hora.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 8 de julio de 2024.

Fotografía: María Vega de Seoane.