Durante muchos años, cuando viajaba sin ser sospechosa de nada, como ocurre ahora con cualquier viajero, me daba por recorrer ruinas. Ciudades y lugares abandonados de los que me costaba entender cómo era posible que Palmira hubiera sido sustituida por sus habitantes por el poblacho que está a pocos kilómetros de distancia. Cómo es comprensible que los nuevos habitantes de Mérida hayan enterrado lo que ahora, con un esfuerzo económico inconmesurable, se desentierra. Qué fenómeno del clima hizo abandonar Éfeso. Qué razones poderosas se adueñaron de los habitantes de Cartago, con su puerto de mar y todo, para olvidarlo a su destino … y así hasta hacerme mayor y seguir con la obsesión de los sitios vacíos, pero sin coger aviones ni resultar sospechosa por moverme fuera de las fronteras que me acogen.
Recorro lugares que se han quedado sin habitantes y que nos brindan imágenes brutales de soledad, porque los que ahora visito no tienen esa presencia romana de columnas de caliza labradas, templos a medio caer, foros que aún conservan vegetación, o bibliotecas a las que sólo les faltan los libros, como la de Celso en Éfeso.
Estos nuevos lugares son más cercanos. Me hacen creer que eso será lo que yo deje a mi paso por la vida: iglesias cerradas a cal y canto sin revestimiento interior de ningún tipo. Las riquezas emigraron con los habitantes. (Ya sabemos del afán protector de la iglesia católica con sus propiedades). Casas de puertas de castaño cerradas, con las ventanas abiertas por las que se cuelan las pocas alimañas que se enseñorean por esos territorios. Hay sitios en los que la mesa se ha quedado puesta: platos de porcelana blanca con bordes azules, una jarra de barro llena de telarañas, navajas en el cajón abierto, candados sin llave, leña cortada apilada en la chimenea cubierta de cenizas y carbones y el mismo olor de abandono que todo lo preside, porque estos lugares han perdido el aroma a vida. Sólo la vegetación que prolifera sin orden ni cuidado proporciona un perfume desordenado que no permite identificar a nadie que pudiera haberse demorado en el abandono.
¿Qué ha ocurrido en esos lugares? El progreso es la explicación con la que me encuentro y creo, como en otras ocasiones, que la palabra está siendo mal utilizada. No entiendo que la vida pueda mejorar en medio del tumulto exacerbado de multitudes que no tienen costumbres propias, huelen todos a lo mismo, comen lo que les dan sin más exigencia, deambulan sin saber por dónde, porque han perdido el hábito de caminar y cambian la vida de siempre por el avance económico, la riqueza que quita libertad, el ruido que anula el silencio y la manada, que siempre manda sobre la individualidad.
Es verdad que soy yo la equivocada, que cuando todos huyen hacia lo que entienden que es mejor, sus motivos tendrán. Cuando abandonan los lugares mágicos que luego yo visito, a lo mejor pretenden salvar su vida, o se rinden al mejor postor por espacios que molestan habitados, u obedecen a terribles anuncios de invasiones guerreras que, antes o después, pueden acabar con todo.
En España hay cada vez más lugares visitables que no tienen habitantes. Aquí las razones del abandono son políticas. Es más fácil manejar a la masa que a los lugareños arraigados a la tierra, y si te abandonan, sólo queda mantener el cementerio con las puertas engrasadas, para cuando te llegue la hora.
Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 8 de julio de 2024.
Fotografía: María Vega de Seoane.
6 comentarios:
QUE BUENA ALDABA
Magnífico
Buenísimo, querida Matilde. Sin ambages te lo digo, como sin filtro te mando mi abrazo.
Joaco Santaella
Y, por cierto, cómo se agradece que también sin filtro aparezcan aquí los comentarios tal cual se escriben y al instante.
Reflexiones propias de una vida muy inteligente y llena de vivencias apasionadas.
Tan verdad Matilde querida. Lore
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