Siendo niña gané un concurso convocado por El Corte Inglés, y el premio era una bicicleta. Tenía que ir a Madrid con mis padres a recogerla, pero el asunto se fue alargando por motivos distintos: fechas, modos de ir, imposibilidad de entregármela físicamente, complicaciones supuestas para traerla a casa (yo estaba dispuesta pedalear el puerto de Miravete sin aspavientos), y tras muchas reclamaciones, me mandaron por transportes un par de patines perfectamente embalados y con una tarjeta de felicitación por el logro conseguido. Me quedé sin bicicleta.
Seguía con la perra de tener una, y pesada que soy frente a las adversidades, conseguí que mi padre comprara una para todos, y así fue como vimos aparecer la bicicleta en nuestra casa de verano en Valladolid cabalgada por nuestro progenitor, que pedaleaba sin resuello para asombrarnos. Nos dejó pasmados. Aquel vehículo era negro, de ruedas inmensas, sin barra central, frenos de hierro, un trasportín trasero y, como era normal entonces, nada de cambios, piñones distintos, ni marchas, ni nada que se le pareciera a lo que ahora se estila. Era un sueño. La justa correspondencia a la insistencia agotadora de tener una bicicleta, que me daba igual compartir con mis hermanos, y que la disfrutamos como si fuera grácil, fácil de manejar y hecha a la medida de todos. Allí fortalecimos piernas, brazos, glúteos, cuello, pecho y nos recuperamos de las más tremendas heridas en las rodillas que nunca hemos tenido. No recuerdo su final, pero parece que la estoy viendo apoyada con un pedal en el porche de la casa, como si un Ferrari me estuviera esperando a la puerta.
Después quise comprarme una porque tenía dinero para ello. Me ilusionaba una de marca italiana que tenían mis primos, y por más que lo intenté, la cosa se quedó en una BH roja que ahora hacen furor, pero no era lo que yo quería. Sí le di uso. Corría más que la negra y pesaba menos. Hacíamos carreras y nos metíamos por todas partes, llegando a formar parte casi de nuestra anatomía, porque no nos bajábamos de ella, la limpiaba con devoción, la protegía de los extraños, y llegué a cambiarle las empuñaduras por otras un poco más rumbosas que me hicieron callos en las manos. En fin, que lo que brilla no siempre es lo mejor. Pasó de mano en mano, de casa en casa y hasta hace poco la he tenido colgada del techo del desván. Ahora que escribo sobe ella, me doy cuenta de que le he perdido la pista.
Luego me dio por andar por los campos para hacer ejercicio, y me compré una Orbea. Anduve con ella arriba y abajo, cuando el calor no apretaba y las fuerzas respondían. Llegué a arriesgarme entre el tráfico y, no sin cierto pavor, circulé una o dos veces entre los coches mientras el corazón se me salía del pecho y veía cómo me recogía la ambulancia de turno. Abandoné la aventura urbanita y seguí por el campo, donde todo me resulta más reconocible. Pasó un tiempo, y la regalé.
No tengo bicicleta estática. No la quiero. Pienso de ellas que la vida se para, que no hay fuerzas para seguir, que hay que pedalear sin moverse y que los paisajes no cambian. Si cambio de opinión, igual me presento a otro concurso, a ver si gano una de las que se mueven, y me la entregan.
Matilde Muro Castillo
Artículo publicado en el diario HOY de Baadajoz el 18 de agosto de 2025
2 comentarios:
Tal cual, magnífico
Me ha gustado mucho. También tuve una bici roja. Para mí era una moto de campo.
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