4 de septiembre de 2025

EL SILENCIO

 



La España vaciada que se llena en verano, se transforma
en un verdadero infierno.

Sigo sin entender las razones que llevan a los turistas a visitarnos, a los nacionales a descubrir nuevos lugares, y a los del lugar a moverse como pollos sin cabeza de un lado al otro.
La búsqueda de lugares para descansar de la rutina habitual, se ha transformado en una tarea imposible. Si empezamos por los fines de semana, en los que los lugares de segundas viviendas se pueblan, es imposible el sosiego por los ruidos que se generan de forma gratuita y sin respeto a los otros de la misma especie. 
El vecino del chalet de al lado aprovecha la madrugada para cortar el césped que ha crecido durante la semana que ha pasado en la capital ganándose los cuartos y amargándose. Va al chalet a disfrutar de no se sabe qué, pero a no dejar dormir al resto.
Los servicios de limpieza municipales se emplean a fondo los fines de semana. Hombres vestidos de forma rara, provistos de máquinas con cañones de aire, arrinconan las hojas que caen de los árboles en medio de un ruido infernal que ellos se protegen con cascos aislantes de sonido, sin importarles lo más mínimo la vecindad.
Los camiones de la basura desconocen los horarios de descanso. Sus máquinas trituradoras se enseñorean en todo momento, para que cuando llegue la cuota de la basura nadie pueda decir que allí no se recoge nada. Se recoge todo sin piedad y sin clasificar. No digamos ya cuando vacían de madrugada las bombas verdes de los cristales en medio de un ruido atronador y dejando la calzada sembrada de cascotes rotos que amenazan la integridad del viandante.
Los ayuntamientos no tienen empacho en utilizar los lugares públicos para cualquier ocurrencia, siempre alimentada por atronadores altavoces de músicas insoportables que hacen temblar los cristales aislantes, antibalas, reforzados y antitodo que los vecinos han puesto para buscar silencio. Poco a poco los cristales y el aislamiento se desmoronan sin solución, porque la música envuelve las borracheras callejeras, la ingesta de opiáceos en las calles y las juergas mal entendidas que siembran de basura lo que es de todos, y que hacen necesaria la presencia de los camiones trituradores a cualquier hora.
Las iglesias quieren que los fieles vayan a toque de campana infinito a sus novenas, para conseguir lo que con actos ejemplarizantes no son capaces de lograr. Las campanas atosigan, enrarecen los ambientes y enfurecen a los visitantes, que no saben qué está pasando ante el escándalo ambiental.
Para sostener la economía local y dotar de fuerza a los emprendedores de pacotilla, se autoriza todo lo que haga ruido. Se permite el cambio de uso de edificios históricos para alojar bodas, banquetes y bautizos con un ruido infernal y un destrozo patrimonial sin control. Se bendicen sin dilación las infracciones urbanísticas. Se usa la vía pública como propia con el uso indeterminado de vallas que cortan el paso en medio de pitadas constantes ante los cortes de tráfico aleatorios.
Puedo seguir sin parar de quejarme de la falta de silencio. Es el bien más preciado que tiene nuestra España abandonada, y también están acabando con él.
Si alguien me escucha, si puede oírme, por favor, protéjanos de este horror que nos acorrala y maltrata.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el día 1 de septiembre de 2025.


LA BICICLETA

 


Siendo niña gané un concurso convocado por El Corte Inglés, y el premio era una bicicleta. Tenía que ir a Madrid con mis padres a recogerla, pero el asunto se fue alargando por motivos distintos: fechas, modos de ir, imposibilidad de entregármela físicamente, complicaciones supuestas para traerla a casa (yo estaba dispuesta pedalear el puerto de Miravete sin aspavientos), y tras muchas reclamaciones, me mandaron por transportes un par de patines perfectamente embalados y con una tarjeta de felicitación por el logro conseguido. Me quedé sin bicicleta.
Seguía con la perra de tener una, y pesada que soy frente a las adversidades, conseguí que mi padre comprara una para todos, y así fue como vimos aparecer la bicicleta en nuestra casa de verano en Valladolid cabalgada por nuestro progenitor, que pedaleaba sin resuello para asombrarnos. Nos dejó pasmados. Aquel vehículo era negro, de ruedas inmensas, sin barra central, frenos de hierro, un trasportín trasero y, como era normal entonces, nada de cambios, piñones distintos, ni marchas, ni nada que se le pareciera a lo que ahora se estila. Era un sueño. La justa correspondencia a la insistencia agotadora de tener una bicicleta, que me daba igual compartir con mis hermanos, y que la disfrutamos como si fuera grácil, fácil de manejar y hecha a la medida de todos. Allí fortalecimos piernas, brazos, glúteos, cuello, pecho y nos recuperamos de las más tremendas heridas en las rodillas que nunca hemos tenido. No recuerdo su final, pero parece que la estoy viendo apoyada con un pedal en el porche de la casa, como si un Ferrari me estuviera esperando a la puerta.
Después quise comprarme una porque tenía dinero para ello. Me ilusionaba una de marca italiana que tenían mis primos, y por más que lo intenté, la cosa se quedó en una BH roja que ahora hacen furor, pero no era lo que yo quería. Sí le di uso. Corría más que la negra y pesaba menos. Hacíamos carreras y nos metíamos por todas partes, llegando a formar parte casi de nuestra anatomía, porque no nos bajábamos de ella, la limpiaba con devoción, la protegía de los extraños, y llegué a cambiarle las empuñaduras por otras un poco más rumbosas que me hicieron callos en las manos. En fin, que lo que brilla no siempre es lo mejor. Pasó de mano en mano, de casa en casa y hasta hace poco la he tenido colgada del techo del desván. Ahora que escribo sobe ella, me doy cuenta de que le he perdido la pista.
Luego me dio por andar por los campos para hacer ejercicio, y me compré una Orbea. Anduve con ella arriba y abajo, cuando el calor no apretaba y las fuerzas respondían. Llegué a arriesgarme entre el tráfico y, no sin cierto pavor, circulé una o dos veces entre los coches mientras el corazón se me salía del pecho y veía cómo me recogía la ambulancia de turno. Abandoné la aventura urbanita y seguí por el campo, donde todo me resulta más reconocible. Pasó un tiempo, y la regalé.
No tengo bicicleta estática. No la quiero. Pienso de ellas que la vida se para, que no hay fuerzas para seguir, que hay que pedalear sin moverse y que los paisajes no cambian. Si cambio de opinión, igual me presento a otro concurso, a ver si gano una de las que se mueven, y me la entregan.

Matilde Muro Castillo
Artículo publicado en el diario HOY de Baadajoz el 18 de agosto de 2025