29 de junio de 2025

EL PASO DEL TIEMPO

 


He tenido unos veranos de infancia memorables. Mis hermanos, con los que los pasaba, probablemente no los recuerden como yo, porque las emociones se reparten de forma desigual y los recuerdos anidan en lugares distintos, no ya del cerebro, que se sabe que es nuestro motor, sino en otros sentidos que se avivan cuando el impulso se repite y despierta las sensaciones adormecidas por falta de uso.
Cuando nos dejaban, íbamos a la era a media mañana a subir a los trillos y dar vueltas sin parar tirados por las mulas y los caballos, siempre bajo la atenta mirada de los pastores, porque no dominábamos bien las riendas y los animales se resentían del manejo violento.
Otras veces organizábamos excursiones, a las cuatro de la tarde, que consistían en ir a través de la pradera a un remolino de árboles a unos doscientos metros de distancia de nuestra casa veraniega. Mi madre nos hacía bocadillos, ponía un tomate, un melocotón y agua a cada uno. Llegados a destino, merendábamos a las cinco, inspeccionábamos el lugar como si fuéramos aventureros de alto riesgo, y a las seis estábamos en casa para meternos en la piscina de mis tíos hasta las nueve de la noche, cuando las llamadas apremiantes nos hacían salir tiritando de frío y arrugados como pasas. Ducha caliente obligatoria, pijama, cena y a dormir sin saber nada de lo que ocurriera en ese tiempo hasta que nos llamaban de nuevo con el desayuno puesto.
Mi madre nos enseñó a plantar árboles alrededor de la casa. Mi padre nos enseñó a abonar, a trazar líneas rectas para sembrar con orden, a mantener el césped, a identificar especies, y a colgar cuadros de la pared, porque la gran afición de mi madre era cambiarlos constantemente de lugar. Ella nunca consideró necesario poner tacos de fijación, él manejaba todo tipo de herramientas y sometía a las escarpias colocadas a pruebas de resistencia antes de colgar el cuadro que, a los aprendices y a mi madre, desesperaban.
Aprendimos a estar sin zapatos durante tres meses pisando toda clase de suelos y tierras. Montábamos en bicicleta de cuatro en cuatro, recogíamos fruta y en ocasiones nos llevaban a coger garbanzos “porque era entretenido”; rehacíamos trozos de paredes de piedra caídos; subíamos y bajábamos cerros acompañados de ellos y no nos faltaba el resuello; ayudábamos a reparar el riego por goteo cuando las ratas (o vaya usted a saber qué animal) mordía los tubos; íbamos al pueblo de al lado una vez al mes a comprar pastelillos industriales a una fábrica innovadora de la zona y, de repente, se acababa el verano, no había nada que recoger para el siguiente porque de lo vivido entonces no era nada necesario para lo que nos aguardaba en el invierno.
 El verano ahora es trabajoso. Trasladarse de lugar supone hacer una mudanza. Lo de aquí va para allá, y vuelve. A las cuatro de la tarde se aviva el fuego del cielo, ir solos a doscientos metros no se puede, la piscina de los tíos es de ellos y de nadie más, las bicicletas de uno en uno, las eras no existen, descalzos ni soñar, y poner escarpias en la pared o plantar árboles no es cosa de familia: es de campamentos. En días como éste en los que recuerdo cosas, me doy cuenta de que el tiempo pasa implacable.

Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el Diario HOY de Badajoz el 23 de junio de 2025.


10 de junio de 2025

ESTRUCTURAL

 


El anuncio de la desaparición de muchos pueblos en Extremadura corre parejo a la misma tendencia de despoblación del ámbito rural que sufren casi todas las regiones de España, más o menos ocultado por las autoridades, que lo consideran un fracaso de la política que llevan a cabo.
Esta situación de desajustes se puede trasladar a cualquiera de los ámbitos de nuestra vida actual. España recibe noventa millones de personas al año que vienen a tomar el sol, comer, beber y descansar a su manera, porque se matan trotando por las plazas de las ciudades bajo un sol desconocido, pero resulta que no hay personal de servicio para tanta gente, porque los del servicio también quieren descansar cuando lo hacen los que vienen en tropel.
La población española ha crecido en diez millones de personas en muy poco espacio de tiempo, pero aquí los niños no nacen. Vienen los que tienen la vida resuelta a comprar pisos, sumarse a la juerga o el descanso, y no pagar impuestos que no sean los derivados de su asueto. Es decir, no producen nada.
A esos diez millones de personas hay que proporcionarles vivienda, servicios, administración y gestión de la cosa pública, pero no hay funcionarios. Las oficinas de todo tipo siguen manteniendo la petición de cita previa pase lo que pase. Los teléfonos de la cita previa no se descuelgan, las páginas web ministeriales están atascadas o caídas sin levantarse, los administrados están desnortados y nadie responde.
España se vacía por todas partes, y se rellena con visitantes. Es un factor estructural que hay que tener en cuenta porque nuestra vida no es la de antes. Hemos cambiado y queremos seguir disfrutando de nuestras costumbres, de las horas de comer, de las de descanso, de la cervecita con los amigos y las tardes enteras de parloteo, pero no es posible ya. 
Nos resistimos a cambiar, porque es duro, pero habrá que hacerlo para sobrevivir. La invasión de turistas, y la pretensión de que ese sector siga creciendo porque forma parte de nuestra economía más que ningún otro, no se puede hacer sin cambiar.
Las costas no dan más de sí. La España interior no está preparada para recibir tanto como quieren, los cruceros de miles de personas cada dos horas asolan las ciudades en las que atracan, los habitantes de los lugares que se ponen de moda salen a calle con pancartas diciendo que no quieren tanto progreso, pero las costuras siguen reventando por los costados.
O la política se hace cargo de este cambio que nos está siendo impuesto, o reventaremos porque no podemos atender a quien nos visita bajo el reclamo de la excelencia.
¿Cómo se pueden abandonar pueblos con un patrimonio histórico incalculable, paisajes que emocionan, costumbres irrepetibles e historia memorable? ¿Por qué no abrimos las puertas de las casas cerradas por abandono? ¿Cómo no se invierte en “repoblar de personas” esos tesoros que van a desparecer? No entiendo nada. 
Hoy he recibido de mi servidor de correo electrónico una notificación diciendo que “cambia de política” y a continuación 67 páginas con un texto ininteligible acerca de mi privacidad, de la que saben todo. Pues es lo mismo que vivo día a día: cada vez más presionada por políticas estructurales que no entiendo.

MATILDE MURO CASTILLO.
Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 9 de junio de 2025




26 de mayo de 2025

GOYA EN BADAJOZ

 


Una de las emociones más grandes de mi vida fue visitar el Museo del Prado siendo muy pequeña y colocarme frente a frente a las pinturas de Goya. La obra de Goya ha sido desplazada en El Prado varias veces, supongo que por demandas de la conservación, las modas, los nuevos gustos de los nuevos organizadores o, como ocurre en los supermercados, para que paseemos por sitios distintos a los de siempre para ver la enorme oferta del museo, que verdaderamente sobrecoge.
Siempre Goya me fascinó. La familia de Carlos IV, los retratos de la duquesa de Alba, el de su amigo Jovellanos, el maravilloso de Godoy, los paisajes de Madrid, las pinturas negras, los frescos de San Antonio de la Florida, el precioso paisaje pequeño que alberga el Monasterio de Guadalupe, la obra inmensa y variada de la Casa de Alba, sus cartas publicadas por la Fundación Fernando el Católico de Zaragoza… han supuesto un esfuerzo constante de búsqueda por aprender del maestro, seguir sus pasos, comprender cuáles eran las motivaciones de su cambio de carácter reflejado detrás de la obra de arte y esa inspiración constante en la que todo lo que pasaba a su alrededor le afectaba, lo quería contar y dejar para la posteridad. La rapidez del trazo, la perfección de las transparencias, los detalles pequeños de los juguetes de los príncipes, los perros peinados y adornados igual que la propietaria, las condecoraciones, el plumaje de los sombreros militares, los brillos de las espadas, los tejidos de las camisas ensangrentadas, las miradas aterradas de los caballos en batalla. Goya en suma, la vida misma plasmada en miles de lienzos maestros que dejaron escrita la historia de España mientras él vivió.
Ahora está su legado en Badajoz. Es un sueño. Pensar que lo he visto en casa, cerca, en Extremadura, marcando las pautas del siglo XX, explicando cómo los que le siguieron hicieron lo que él ya había hecho, aplicando todas las formas de la expresión del arte desde el grabado, como él hizo, a la fotografía, que no conoció, es verdaderamente un sueño.
He visto la exposición del Museo de Bellas Artes de Badajoz dos veces. Voy a verla más hasta que se levante el 29 de junio, porque la enseñanza de Don Francisco es eterna. 
El dolor de la guerra manifestado por Capa en sus fotografías de la Guerra Civil parece la continuidad de los desastres de Goya, y así nos lo muestra el Museo. Los tullidos de Botero frente a los Pedigüeños de otro de sus grabados de los desastres, una obra de Amalia Avia y otra de Cristóbal Toral frente a la familia de Carlos IV… en definitiva, un sinfín de emociones que sólo el arte puede proporcionar.
El catálogo es espléndido, los textos nos ponen al tanto del enorme esfuerzo realizado para traer semejante exposición a Badajoz, y nadie debería perdérsela, porque merece la pena reflexionar acerca de lo poco que cambiamos con el paso del tiempo, de cómo seguimos siendo viles, cómo nos gusta la guerra, ver gente morir incomprensiblemente, y aplaudir a caudillos irracionales. No cambiamos, no cambiaremos, pero el arte es imprescindible para evitar que nos extingamos por nuestros propios medios.

Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 26 de mayo de 2025




12 de mayo de 2025

LOS LIBROS

 



El viernes pasado se ha inaugurado en Badajoz la XLIV edición de la Feria del Libro. Aportando un esfuerzo económico encomiable, así como una entrega física e intelectual de todos los participantes en ella desde el Ayuntamiento (gracias a raudales a Elena, que no conoce el descanso, y menos aún el sosiego), se ha abierto al público la exhibición de los sueños de cientos de autores que, entre páginas impresas, cuentan sus pensamientos y hacen gala de elucubraciones fantásticas.
Los libros tienen un poder curativo indudable. A los que nos gustan no nos cansamos de hacer proselitismo acerca de sus bondades, de lo que atesoran, de lo que nos permiten viajar sin mover un pie, de lo que ayudan, lo que enseñan y lo necesarios que son en nuestras vidas.
Los que los atesoramos en cantidades poco lógicas, no entendemos la preocupación que despiertan en los familiares con los que convivimos al no saber qué hacer con ellos cuando desparezcamos, dejando colocada en estantes esa inmensa hoguera que se puede crear, dedicándoles una última voluntad de decidir por cuál empieza la quema. Nos da lo mismo, porque no nos vamos a enterar. Los libros son para vivirlos, compartirlos sin abrir, tenerlos porque dan calorcito y enfrían malas ideas, y alimentan mucho más de lo que exigen.
No es necesario tener bibliotecas encuadernadas en piel, ni cantorales en casa, ni incunables, ni nada que se suponga que tiene un valor económico que va a dejar ricos a los descendientes. No. Los acumuladores de libros, elegantemente denominados bibliófilos, somos otra cosa. Nuestros libros son los que se exponen en la feria, los que están a su alcance, los que nos abren los ojos y cuentan cómo van las cosas en el momento en el que han sido escritos. No persigue el objeto otra razón de valor, y ese chisme que hace las delicias de los que buscan entretenimiento, conocimiento o explicaciones, vale lo que cada uno quiere adjudicarle.
En mi vida hay libros inolvidables, que no tienen valor económico alguno, pero que forman parte de mí. "Alicia en el país de las maravillas", "El Enamorado de la Osa Mayor", "Las memorias de Adriano", "Lecturas a poniente", "Paula", "Le dedico mi silencio", "El honor perdido de Katharina Blum", "Cuentos orientales"…. y podría no callar, acabar la columna con títulos, uno tras otro, que se esconden entre sí, porque es verdad que los espacios encogen ante presencias constantes de advenedizos.
En la feria del libro de este año la Unión de Bibliófilos Extremeños homenajea a Alejandro Pachón y su amor por lo impreso. No le importó nunca el valor material de lo guardado, atesoró lo efímero, lo que los demás tiramos sin empacho pero que, de forma imperceptible, envuelve, como si fuéramos pescados sin vida, nuestro día a día. Sabiendo el valor de las cosas aparentemente inútiles, las guardó por si alguna vez eran necesarias, y ahora, cuando él ha fallecido, resultan hermosas, imprescindibles y desatan la curiosidad de los que se quieran detener a mirar tebeos, carteles de cine, cómics, libros de texto escritos por él, y a lo mejor deciden que lo impreso sirve, arropa, acompaña y nos hace recuperar la memoria que creíamos perdida.
Gracias Pepa, gracias Alejandro, gracias Martín Carrasco


Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 12 de mayo de 2025.


5 de mayo de 2025

MI PROFESORA

 

Hoy cumple noventa años mi profesora. Esa persona que de repente aparece en tu vida para hacerla mejor, para hacerte algo que ni tú mismo sabes de qué se trata, pero que no tiene nada malo. Todo lo recuerdas de sus enseñanzas es bueno, aprovechable, divertido, inolvidable, emocionante de compartir e insustituible.

Mi profesora ha sido, en todos los aspectos de mi vida de estudiante, y luego de enredadora, María Jesús Berlana Fernández. Me enseñó lo importante que es la literatura para reconducir la imaginación, lo imprescindible del cine para aprender de otros mundos en movimiento, atesorar los diálogos y repetir las réplicas y contrarréplicas de “Lo que el viento se llevó”, que ella recibía en cartas escritas por su hermano a un convento en Estados Unidos, donde aprendió de la libertad que decidió disfrutar y enseñar a disfrutar a sus alumnos con posterioridad, sin ataduras que no fueran la rectitud, el respeto a los demás, el conocimiento y la diversión en todo.

Me enseñó a jugar a las cartas, en una timba en su casa, de la que me reservo los integrantes.

Me enseñó a conocer Londres. Viajamos juntas y ella lo conocía por las películas (de nuevo el cine), y caminamos por la ciudad en aquel aniversario de la reina Isabel (me parece que era el veinticinco), como si viviéramos allí, porque ella tenía memorizadas las calles, tiendas y restaurantes como si fuera un taxista londinense.

Viajamos por España también, y disfrutamos de los tesoros escondidos, se explayaba en el amor al arte, porque tiene profundos conocimientos de la historia y lee sin cesar para prender y seguir enseñando (ahora dice que enseña para adentro).

Me dejó durante tres años que diera una clase de las suyas en el colegio en el que yo había estudiado, para que viera cómo se sufre enseñando, y que es verdad que cuando llega junio, casi todos los profesores están roncos, agotados y con ganas de llorar de cansancio infinito. Me dejó aprender sin molestarme, sin acosarme, sin decirme nada que no fuera útil.

Fue amiga de mi familia. Una más en las meriendas que de vez en cuando mi madre organizaba en casa con amigos comunes y nos inundaba con dulces que mi madre elaboraba, todos alabábamos y nadie éramos capaces de reproducir. Conversaba con mi padre de los temas más peregrinos y se divertía sin parar.

Al pasar los años yo me he alejado. Ella sigue ahí sin dejarme. Lee mis columnas, me pone mensajes, y yo le prometo una y otra vez que voy a verla, que me pasaré con ella lo que sea necesario, que le llevaré dulces o lo que se me ocurra, pero nunca lo cumplo. No he salido lo fiel que ella es y merece. No me he comportado con ella como debiera, y por eso esta columna a destiempo en mi cadencia en el periódico, el día de su cumpleaños, para decirle lo importante que ha sido en mi vida, y que sigue siéndolo, porque está a mi lado, y aunque me diga que ha vivido demasiado, nunca será lo suficiente para los que tanto te debemos María Jesús, y tanto te queremos.

Felicidades cumpleañera.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en e diario HOY de Badajoz el día 5 de mayo de 2025.



29 de abril de 2025

MI PAISAJE

 

He ido al mar a comprobar si sigue tan cansino, ola tras ola, sin dejar de hacer ruido, con una humedad imposible de aguantar y con un hambre voraz por destruir todo lo que se pone a su paso. Sigue igual. Es incombustible. Es una pesadilla que se limita a invadir playas, arañar rocas inmensas y hundir barcos cuando se creen que pueden con él. 

Esta es mi visión de ese espacio inmenso que genera emociones incontenibles, que arrastra multitudes que se agolpan en un chiringuito para aplaudir cuando se pone el sol a diario, desata la imaginación de creadores de novelas, músicas, modas e ingenios generadores de energía. Millones de personas se agolpan en sus bordes para pasar días infernales, codo con codo, y sin intimidad para descansar. Las playas son repuestas artificialmente cuando se enfurece y se lleva la arena vaya usted a saber dónde, y el negocio crece cada vez más cerca de sus fauces que, sin piedad, se lo lleva en una bocanada. A pesar de todo estas evidencias, el mar embruja a muchas personas. Encuentran en él motivos de enamoramiento, de caminata diaria, de su razón de existir porque dicen que son su presencia se sienten mal, de inversión para la vejez comprando apartamentos que se llenan de moho en invierno y el descanso lo dedican a limpiar. Es fuente de alimentación, pero ahí no entro porque me gusta el pescado y el trabajo que el mar proporciona a los pescadores no puede ser más duro y hermoso al tiempo, pero ese mar que he ido a ver, me decepciona.

Volví conduciendo por carreteras de interior y cuanto más me adentraba en la tierra firme, en los bosques de encinas y alcornoques, en las inmensas praderas que ahora están de un verde agobiante, regadas por riachuelos repentinos después de un invierno glorioso, riachuelos que pasan bajo puentes que nunca se sabía por qué ni para qué estaban ahí y tenían pinta de seculares, empecé a tranquilizarme. Paré a coger flores de la cuneta, me di una vuelta entre manzanillas en flor, chaparros, madroños florecidos, encinas con hojas nuevas, setas imposibles de clasificar, hierbabuena, piedras brillantes, caminos descarnados por el agua, y escuché el silencio.

Este es mi paisaje. Esta es mi vida de verdad. No necesito nada más que el silencio, que la hierba crezca sin ruido, que el agua no se precipite porque la tierra siempre la necesita, que los animales encuentren refugio y no se asomen a mirar. Necesito estos paisajes serenos, que cambian de color en horas porque el sol arrasa con todo, pero vuelve a crecer por su cuenta. 

Cuando me he acercado a la medio civilización en la que vivo, estaba más tranquila. Se me había pasado el desasosiego del mar y, aunque sé que vienen días duros de calor, de tardes interminables de sesteo y quejas porque deja de llover, este paisaje del que disfrutamos los que aquí vivimos no tiene explicación posible. Hay que olerlo, caminar por él, dejarse perder entre veredas y ver sin aplausos cómo el sol sale a diario y se pone detrás de las torres que lo vigilan.

Matilde Muro Castillo

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el día 28 de abril de 2025.



14 de abril de 2025

PASEAR

 





Dicen los médicos que andar es salud. Cansa, pero alarga la vida y mejora las condiciones de supervivencia a fuerza de respirar hondo y largas siestas tras el desplazamiento. Es bueno seguir ese consejo.
Prefiero pasear. Andar ya me supone un esfuerzo añadido al que me he rendido. Caminé con desatino hace unos años por razones de un manifiesto deterioro físico sobrevenido, pero resuelto el percance, he optado por el paseo con el que quiere colgarse de mi brazo e iniciar la marcha en medio de una charla intrascendente, saludando a diestro y siniestro a los conocidos con los que te cruzas, parándonos de forma procesional a cada poco mientras nos contamos las cuitas de antes, de cómo hemos envejecido, de lo difícil que se está poniendo todo, de la poda inmisericorde de los árboles del parque y de la cantidad de perros que pueblan las calles.
Paseo también sola. Hago recorridos habituales. Repaso los escaparates en los se pegan las esquelas y los carteles de toros, que cada vez son más pequeños y feos. Trato de arrancar las pegatinas que no forman parte de mi colección, sorteo los baches de las aceras y, siempre despacio, maquino ocurrencias que la mayor parte de las veces no se plasman en realidades, pero luego, cinco pasos más allá, se me ocurre creer que alguna vez sucederán.
Paseo por entre los estantes de la biblioteca de casa, y eso es mi perdición. No puedo evitar echar mano una y otra vez a los volúmenes que se amontonan en líneas de tres en fondo la mayor parte de las veces, y descubrir que hay piezas que en su día me emocionaron y hoy, en el reencuentro del paseo, vuelven a generar un sentimiento de felicidad, de hallazgo de tesoros escondidos, como el que debió tener Howard Carter al abrir la puerta de la tumba de Tutankamón, porque ese libro está al lado de otro también olvidado, pero que por razón de mi orden especial de los anaqueles, se amontonan acompañándose y evitando separarlos  con el único argumento del amor con el que en su día los compré, leí y atesoré.
Hace muchos años habilité un espacio de mi casa para pasear arrancando malas hierbas, cavando rosales, podando frutales o abriéndome hueco para sentarme a leer. Es mi jardín. Ahí paseo sin cesar. Me produce sosiego, me canso, obedezco a los médicos haciendo ejercicio subiendo y bajando escaleras, se me ocurren cosas, le hablo a mi  madre, que ya no está, veo gatos de otros a los que mis perros mantienen a raya, sueño con no volver a tener vecinos a los que la hiedra les molesta, y elimino cualquier atisbo de molestia verde, propia de quien entiende las relaciones vecinales como enfrentamientos eternos, haciendo de la vegetación el enemigo a batir.
Siempre queda algo por hacer en ese espacio mágico que huele bien, me protege del ruido, me acoge sin protestar, donde siento que no molesto y me devuelve vida año tras año, mientras paseo en primavera, viendo cómo brotan los árboles, engordan los arbustos, florecen los frutales que luego sirven de alimento a los pájaros, y espero sin muchas expectativas, tener alguna vez un limonero de luna, que me dé limones. Por mucho que pasee, no lo consigo. Pasear es la razón por la que no ando.

Matilde Muro Castillo

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 14 de abril de 2025.