30 de septiembre de 2024

COLORES

 


A muchos de los que me lean no les gustan nada los negros, las personas negras que ocupan la mayor parte del mundo. Tampoco les gustan los de color trigueño, ni los chinos, ni los japoneses, ni los oriundos de Australia, ni nadie que sea diferente a los seres humanos blancos, rubios, de ojos azules y de tez blanquita.
Lo más sensato para su supervivencia sería que se fueran acostumbrando a ver las calles llenas de colores, de personas guapas, estupendas, atléticas, jóvenes y con ganas de reír y de entregar su juventud a nuestro servicio.
Los inmigrantes que llegan a España por tierra, mar y aire son nuestro futuro. Nosotros nos hemos apalominado, nos hemos dormido creyendo que somos superiores a otros, y pensando que sin color la vida la manejábamos con soltura. Pues no. Cerramos escuelas, negocios, abandonamos campos, dejamos a los ancianos morir solos en sus pueblos, no hay trabajadores para fabricar submarinos, no hay personas que nos barran las calles, ni cirujanos, oncólogos, dermatólogos, internistas, oculistas… en los hospitales. No hay nadie en la policía, necesitamos pescadores en el mar, mineros, cocineros, camareros, vendedores de seguros puerta a puerta, mecánicos, informáticos, fabricantes de galletas y distribuidores de pañales. Todo eso que necesitamos lo tenemos encerrado en los centros de acogida de España, mal alimentados, sin formación, sin acreditaciones para poder andar por la calle, sin preguntarles siquiera qué saben o quieren hacer.
Las escuelas que se cierran se podrían mantener abiertas con esos menores detenidos como delincuentes por ser valientes. Los abuelos que se quedan solos se encargarían de darles de comer, de enseñarles a vivir, de decirles que estudien para tener un futuro. Los pueblos tendrían a gente caminando por la calle y los vecinos se resistirían a su presencia hasta que descubran que son iguales, que no existen las razas en la humanidad, que sólo el color de piel nos diferencia.
¿Qué estamos haciendo? ¿Estamos locos? ¿Hasta dónde puede llegar nuestra estupidez? ¿Cómo es posible que mantengamos esa enorme fuente de vida presa y provocándoles la violencia que genera el hambre, la incomprensión y la soledad?
Ya sé que los que mandan dicen que todo es más complicado de lo que el corazón dicta, que poner en práctica medidas sensatas se transforma en “efecto llamada” y, ¿es tan malo llamar a quien quiera trabajar para que lo haga? ¿Es tan malo recibir a quien huye de la guerra, las violaciones, la humillación y la miseria? Claro que el problema es el color de los que vienen. No nos acostumbramos a la mezcla. Nos creemos lo que nos cuentan y no intentamos vivir con ellos, que son lo mejor que nos podría pasar a esta sociedad aburrida, engreída, exigente, maleducada y sin principios que estamos alimentando. Son listos, supervivientes, capaces de dejarse la vida por sus familias, a las que abandonan para mejorarlas con su esfuerzo, sonríen sin cesar, no conocen la tristeza cuando llegan a tierra firme y sólo piden que los quieras.
Tenemos medios, espacios, trabajo a paletadas, campos para trabajar, fábricas que mantener y necesidad de personas que nos cambien la tristeza por generosidad sin límites.
Se tienen que acostumbrar. El futuro va a ser de colores.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el día 10 de septiembre de 2024.


15 de septiembre de 2024

CARTAS



Hace muchísimos años pasé meses recorriendo Siria, y el entonces magnífico museo de Damasco me topé con la tablilla de Ugarit, esa inscripción sobre un hueso que se dice que es el origen de la escritura.
La tarea me llevó de un lugar a otro, a cuál más fascinante para los que desde la infancia hemos perseguido cualquier manifestación escrita, y vi, toqué, fotografié y nunca olvidé la biblioteca de la ciudad Dura Europos, conservada desde el abandono del lugar como si fueran a abrir la puerta la mañana siguiente. Cubiertas del polvo de los siglos, allí estaban alineadas las tablillas de barro con caracteres cuneiformes que el arqueólogo que me las enseñó me describía con una agilidad que parecía fantasiosa. La hilera que abordó recogía las cartas que la reina del momento escribía al rey de otro territorio solicitándole información, amenazando con invadirlo o lamentando el fallecimiento de alguien cercano. Dura Europos fue fundada el año 300 d.C. y convivían más de diez lenguas en medio de calles hoy devoradas por el desierto.
Los romanos escribían cartas sin parar. Los soldados mandaban misivas a las familias en las que les reprochaban que no les contestaran con la debida prontitud, o que no les contaran nada interesante y se limitaran a pedirles cuentas de la soldada que cobraban y que entendían, la familia, que deberían repartir con más generosidad entre los que se quedaban en casa.
He tenido en mis manos cartas que Isabel la Católica envió al Rey Fernando solicitándole ropas que estaban guardadas en los arcones de Burgos, ya que pasaba por Trujillo camino de Granada y quería cambiarse de atuendo.
Carmen Bravo Villasante me dejó ver los originales de las cartas de amor que se cruzaron Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán, antes de que Carmen las hiciera públicas, y fue emocionante contemplar en esas “pasionales” cómo dos genios de nuestra literatura caían rendidos a los sentimientos.
Las cartas que las madrinas de guerra escribían a los soldados en el frente durante la Guerra Civil española son los únicos ejemplos hermosos de los que se puede hablar cuando nos referimos a semejante atrocidad de nuestra historia.
La historia se repite sin cesar y hay elementos de la misma que forman parte de ella porque la estructura de nuestro ser se desmoronaría sin su existencia. Las cartas son uno de esos elementos imprescindibles para intentar comunicarnos, hacer saber cuáles son nuestras pretensiones, tratar de engañarnos con cierta habilidad o pretender hacer llegar sensaciones que, de otra forma, nadie conocería.
Recibí sorprendida la carta de Pedro Sánchez, suficientemente comentada. Úrsula von der Leyen va a escribirnos una carta a todos los europeos para que
 sepamos de qué se trata algo que pretende hacer.
Dicen que Trump ha querido escribir algo a los americanos, pero tenía demasiadas dudas ortográficas.
Putin ha olvidado escribir y sólo se orienta ante el papel en blanco si amenaza, y es probable que quisiera copiar las atroces que Lenin escribió a su pueblo.
Aunque piensen que no están de moda, como dijo Sebag:  “no las abandonen. Sin ellas nuestra vida es pasajera, y menos profunda”.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 16 de septiembre de 2024.


 

2 de septiembre de 2024

NO ENTIENDO

 


Vivo cosas a diario que no entiendo. A lo mejor si lo entiendo, pero me resultan comportamientos extraños que no soy capaz de ajustar a la educación recibida, a los modos que deberían ser habituales, o a lo que se entiende como normalidad en la convivencia cívica.
Por ejemplo, no comprendo cómo las colas en las cajas de los supermercados son el lugar elegido por muchas parejas para meterse mano, besarse como si se fueran a ver por última vez, aprovechar para manosearse los culos recíprocamente, y hacerse mil carantoñas antes de sacar la tarjeta de crédito y dar paso al siguiente en la cola para pagar, como ellos, pero más inquieto ante una incipiente sensación de soledad porque a ese siguiente, nadie le besa ni le mete mano.
No sé qué escozor permanente tienen en los genitales los hombres que, vestidos con pantaloncillos que son para hacer deporte exclusivamente o para bañarse, deciden salir de esa guisa de paseo y sus cositas ocultas se rebelan, se descolocan y pican, y ellos, que han perdido la vergüenza cuando eligieron el modelito, se rascan y acomodan en el hueco de la redecilla sus valiosos atributos en presencia de cualquiera que se cruce en el camino. Me resulta pavoroso, aunque la frecuencia con la que se pronuncia la escena quiera decir que es normal.
Niñatas de trece años les montan a sus madres numeritos escandalosos porque la progenitora se niega a pagarles operaciones de aumento de pecho, las que pagan no quieren que vayan desnudas por la calle enseñando lo que aún no tienen, y quieren que no orinen en cualquier lugar de la vía pública. Es maltrato, dicen las menores, y las mayores se enrocan en sus creencias y bien gusto, aún a riesgo de perder la patria potestad porque al juez de turno aún no le ha caído un hijo semejante. Claro que, si como vecina interviene alguien, le cae la del pulpo en el wahtsapp del colegio.
Jovencitos imberbes disfrazados de futbolistas y rapados como miembros de maras sudamericanas, pasean con botes de bebidas estimulantes ante policías municipales que no pueden hacer nada porque prevenir la violencia que genera su simple presencia no está aún contemplado, hay que esperar a que enseñen la navaja, alguien les haga una fotografía arrojando piedras a un escaparate, o la niña que quiere que le operen las tetas le denuncie por violación.
Todo esto se debe envolver en el apartado de costumbres que han de ser aceptadas y reguladas con leyes que impiden poner nombre a los sujetos, apellido a los padres, motes a los abuelos y reírse de las mascotas, porque hay leyes que protegen la mala educación, el comportamiento soez y el abandono del buen gusto a cambio de escupitajos en los campos de fútbol, gestos ofensivos, insultos irrepetibles y sospechas infundadas que rayan en el delito.
En nombre de todo este desorden, se producen acontecimientos como el que he vivido: en la puerta de mi casa hay un coche abandonado hace más de un año. He querido comunicarlo a la autoridad pertinente, pero me han dicho que ni son autoridad ni pueden hacer nada, porque no tienen acceso a los datos ya que se trata de un objeto privado. No lo entiendo.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el día 2 de septiembre de 2024.


19 de agosto de 2024

EL APARTAMENTO

 

Hace más de treinta años compramos un apartamento en primera línea de playa. Nadie a nuestro alrededor en una quinta planta sin ascensor. Nos despertaba el sol al amanecer y volvíamos a casa de noche viendo cómo la luna se reflejaba en la bahía.

Fijamos el veraneo en ese destino de por vida. Viaje trabajoso, a las siete horas empezaba el olor a humedad que venía desde lejos, y al final de la luz llegábamos al portal y, sin esfuerzo alguno, subíamos las maletas y el resto de la mudanza veraniega. Empezaban treinta días de playa, mar, compras en las tiendas de los alrededores, bajando y subiendo los cinco pisos como si fuera un premio ir y venir de la panadería, carnicería, la lonja del puerto, los olvidos de las cremas para el sol, toallas y más toallas, y cualquier capricho del adulto que mandaba bajo la sombrilla.

El mar se transformaba en nuestro elemento durante un mes. Horas intensas bajo un sol de justicia. No había paseos por la playa. Nos sentábamos a la sombra y allí nos daban las horas mirando cómo los niños entraban y salían del agua, escarbaban en la arena como si no hubiera un mañana, amontonaban piedras, ramas, algas y se codeaban con las medusas de tú a tú sin recibir muchas heridas.

Había días en los que el mar se embravecía relativamente, y los revolcones eran más frecuentes, los pequeños tragaban más agua de lo deseado y nos íbamos a comer temprano: ellos con la tripa llena y nosotros agotados de la lucha con las olas, sin ser especialmente duchos en el tema de la natación y el salvamento infantil, pero ser padres salva cualquier imprevisto a fuerza de juventud, atención impertérrita y ganas.

Fueron pasando los años y alguno de los chicos dejó de venir porque había campamentos, luego amigos, y más tarde enamoramientos que nos dejó solos a los dos al frente del apartamento en el quinto. 

Nos han construido un bloque de quince plantas enfrente y no vemos salir el sol, pero seguimos oliendo a mar. A lo largo de los años la playa ha sido colonizada y son tantas las cosas que se prohíben, que nos alegramos mucho de no ser responsables de los niños, que ya no lo son, porque tendríamos que estudiar en alguna academia antes de enfrentarnos a un mes de libertad como era lo de antes.

Ahora, como los chicos no nos acompañan, no vamos tanto a por comida para guisar: comemos en el bar de siempre el menú diario, pero sí vamos mucho a las tiendas bricolaje. Mi marido era guardia civil y muy hábil con las herramientas y cuando llegamos al apartamento lo primero que hacemos es pintar las ventanas, reponer los toldos que se han podrido, engrasar los anclajes de las puertas de los armarios, cambiar los grifos que se atascan con la cal del agua, y revisar las pastillas antihumedad que se agotan todos los años mucho antes de que volvamos a pasar el mes de vacaciones obligatorias.

No subimos y bajamos las cinco plantas con la misma facilidad y hay que turnarse. Si uno baja el otro está atento a los olvidos y, como manejamos bien el móvil, le recordamos al que se ha ido lo que no va puesto en la lista. Eso sí, un día a la semana nos vamos juntos a pasear por las aceras del puerto, donde han pintado dos carriles para que no choquemos unos contra otros y evitar que nos atropellen los carritos eléctricos de los que tienen dificultades para andar.

Todos los años veraneamos.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 19 de agosto de 2024.


8 de agosto de 2024

LA INTELIGENCIA

 


Ando a golpes con los conceptos de inteligencia artificial. Se me ocurren las cosas más peregrinas para encargarlas como por arte de magia a ese pozo infinito del saber, que parece que es de lo que se trata, manejado por pérfidos maleantes que buscan sólo el fin del mundo (sin ellos dentro, pero sin decir dónde van a parar).
Es muy posible que escribiendo estas líneas me meta en un lío fenomenal, porque no sé nada de este nuevo hallazgo y lo más seguro es que, si alguien me lee, piense para sí mismo que los que llenamos las páginas de los medios nos dedicamos a eso: a llenar páginas sin más, sin razonamiento alguno, y sin conocimiento de lo que nos atrevemos a opinar o a expresar saberes que no poseemos.
He intentado manejar un programa de esos de creación con el que le das una pista y se lanza como loco a contarte cosas, pero no me sirve. El trabajo de limpieza de esa creación no natural es muy grande. Las imprecisiones son terribles, y las confusiones demasiadas como para que pasen desapercibidas. Ese pozo infinito del saber tiene lío. Como el nivel de conocimientos y cultura de los habitantes medios de este planeta no es muy elevado, a la mayoría nos puede servir. Desde luego me ha impresionado cuando, en medio del vacío más absoluto ante la necesidad de afrontar el tema del que les estoy escribiendo, me sugirió que lo hiciera sobre ese mismo método que estaba empleando, y me pareció una presunción, pero lo acepté como reto, apagué el programa y aquí estoy con mis medios y la cabeza loca.
Cuando Alfred Nobel descubrió la dinamita, se aterrorizó ante el uso que empezaba a darse del explosivo por parte de los que lo manejaban, pero no por el invento en sí, que alargó con su uso racional la vida de los trabajadores, ayudó a construir edificios para millones de personas, ayudó en la minería, y aunque se le tachó de “mercader de la muerte”, su intención nunca fue la de matar, sino corregir los efectos de la nitroglicerina líquida que había matado a su hermano pequeño. 
Se me ha ocurrido pensar que este nuevo invento de la inteligencia artificial, que ha generado tanta controversia por la peligrosidad que, se supone, puede generar en el mundo creativo y, sobre todo, en la credibilidad de la realidad que nos circunda manejada por los medios de comunicación y sobre todo por los gobiernos enfrentados a muerte unos con otros, tiene que ser administrado con el mismo cuidado que la dinamita. Sabemos de qué se trata, de la peligrosidad que dicen que supone y de las fuentes de las que se alimenta. El aspecto con el que se presentan los resultados de esta herramienta es burdo de momento. Sí es verdad que compone canciones sin partituras previas, crea personajes que hasta su primera aparición nunca existieron, elabora textos con un simple mandato, se inventa noticias creíbles y propaga falsedades sin empacho, pero no hemos de olvidar que todo esto sale de las fuentes de conocimiento que previamente hemos alimentado entre todos los que nunca pudimos imaginar que con sólo apretar una tecla desnudábamos el alma y regalábamos botecitos de nitroglicerina líquida que, con un pequeño movimiento sin control, nos explota y se lleva la mano que lo sujetaba.
El control es sólo nuestro en origen. No echemos la culpa a nadie. Pensemos qué regalamos y a quién.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 5 de agosto de 2024.




25 de julio de 2024

VERANOS

 



Llevo unos días tomando café a trompicones y en medio del mal humor de mis acompañantes habituales, porque todo anda desbordado.
Han aparecido veraneantes en la ciudad que pasean en medio de un sol insoportable, porque han cortado los árboles como consecuencia de la renovación municipal de las últimas elecciones, y estos inocentes que creen en las fotografías que ven de años anteriores, no encuentran refugio ni pegados a los edificios. Tampoco hay agua en las fuentes y las piedras abrasan. Me dan ganas de abrir la puerta y dejarles que descansen en el portal de mi casa, donde la temperatura no sube de diecinueve grados, pero vete tú a saber cómo se pondrían, y de dónde sacaría las ganas de decirles que se fueran de nuevo al infierno.
Hace muchísimos años los pueblos tenían árboles. Eran acacias que tenían unas flores blancas que nos comíamos en pandilla, o moreras que pelábamos para dar de comer a nuestros gusanos de seda criados en las cajas de zapatos Gorila, sin resultado alguno que no fuera lo del capullo amarillo, que no sabíamos qué hacer con él. Había tierra en la calle. Encontrábamos lombrices y buscábamos sin resultado el grillo cansino que no nos dejaba hablar en voz baja. Las hormigas eran plaga. Imposible dejar la pastilla de chocolate y el pan en el suelo. ¿De dónde salían esos ejércitos organizados que arrastraban el botín de la merienda cono si fuera de ellos? Los perros merodeaban a nuestro alrededor sin amos conocidos y los espantábamos a manotazos, y los animalitos desaparecían con el rabo entre las patas creyendo que les anunciábamos la enésima paliza. Respetábamos las horas de la digestión antes de repetir la entrada en la piscina después de comer. Jugábamos a las cartas sin gana y nos peleábamos por lo más tonto porque el calor no nos dejaba razonar. Eso era el verano infantil cuando había árboles en las calles y nos dejaban campar por los alrededores de las casas, mientras los padres tenían las ventanas abiertas de par en par para localizar la voz de las criaturas y no perderles la pista.
Llegado el verano a estas alturas, mi familia emigraba a tierras más frescas y era la aventura del año, llena de emociones, trabajos y reparaciones en la casa que había estado abandonada todo el invierno, y reencuentros con primos que no nos gustaban, o que se transformaban en amigos íntimos por razón del paso del tiempo. 
En medio de este progreso que nos hemos proporcionado cortando árboles por doquier, y saliendo a la calle porque las casas no reúnen condiciones de habitabilidad, excepto si triplicas el coste del recibo de la luz, el verano se ha transformado en una suerte de emigración masiva sin rumbo, sin conocimiento de dónde vamos a parar, o de las sorpresas con las que nos podemos encontrar, como las colas interminables, la falta de atención en los servicios públicos, el cierre masivo de restaurantes y bares, la falta de previsión ante las avalanchas de personas que piden agua, y no digamos ya si pretendemos que nuestros hijos se mojen en fuentes públicas, sepan qué es una lombriz, vean perros sueltos o distingan una morera de una acacia.
Mucho orden, mucha disciplina y mucho aburrimiento. Yo hace mucho que no veraneo.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el día 22 de julio de 2024.




8 de julio de 2024

SITIOS VACÍOS

 


Durante muchos años, cuando viajaba sin ser sospechosa de nada, como ocurre ahora con cualquier viajero, me daba por recorrer ruinas. Ciudades y lugares abandonados de los que me costaba entender cómo era posible que Palmira hubiera sido sustituida por sus habitantes por el poblacho que está a pocos kilómetros de distancia. Cómo es comprensible que los nuevos habitantes de Mérida hayan enterrado lo que ahora, con un esfuerzo económico inconmesurable, se desentierra. Qué fenómeno del clima hizo abandonar Éfeso. Qué razones poderosas se adueñaron de los habitantes de Cartago, con su puerto de mar y todo, para olvidarlo a su destino … y así hasta hacerme mayor y seguir con la obsesión de los sitios vacíos, pero sin coger aviones ni resultar sospechosa por moverme fuera de las fronteras que me acogen.

Recorro lugares que se han quedado sin habitantes y que nos brindan imágenes brutales de soledad, porque los que ahora visito no tienen esa presencia romana de columnas de caliza labradas, templos a medio caer, foros que aún conservan vegetación, o bibliotecas a las que sólo les faltan los libros, como la de Celso en Éfeso.

Estos nuevos lugares son más cercanos. Me hacen creer que eso será lo que yo deje a mi paso por la vida: iglesias cerradas a cal y canto sin revestimiento interior de ningún tipo. Las riquezas emigraron con los habitantes. (Ya sabemos del afán protector de la iglesia católica con sus propiedades). Casas de puertas de castaño cerradas, con las ventanas abiertas por las que se cuelan las pocas alimañas que se enseñorean por esos territorios. Hay sitios en los que la mesa se ha quedado puesta: platos de porcelana blanca con bordes azules, una jarra de barro llena de telarañas, navajas en el cajón abierto, candados sin llave, leña cortada apilada en la chimenea cubierta de cenizas y carbones y el mismo olor de abandono que todo lo preside, porque estos lugares han perdido el aroma a vida. Sólo la vegetación que prolifera sin orden ni cuidado proporciona un perfume desordenado que no permite identificar a nadie que pudiera haberse demorado en el abandono.

¿Qué ha ocurrido en esos lugares? El progreso es la explicación con la que me encuentro y creo, como en otras ocasiones, que la palabra está siendo mal utilizada. No entiendo que la vida pueda mejorar en medio del tumulto exacerbado de multitudes que no tienen costumbres propias, huelen todos a lo mismo, comen lo que les dan sin más exigencia, deambulan sin saber por dónde, porque han perdido el hábito de caminar y cambian la vida de siempre por el avance económico, la riqueza que quita libertad, el ruido que anula el silencio y la manada, que siempre manda sobre la individualidad.

Es verdad que soy yo la equivocada, que cuando todos huyen hacia lo que entienden que es mejor, sus motivos tendrán. Cuando abandonan los lugares mágicos que luego yo visito, a lo mejor pretenden salvar su vida, o se rinden al mejor postor por espacios que molestan habitados, u obedecen a terribles anuncios de invasiones guerreras que, antes o después, pueden acabar con todo.

En España hay cada vez más lugares visitables que no tienen habitantes. Aquí las razones del abandono son políticas. Es más fácil manejar a la masa que a los lugareños arraigados a la tierra, y si te abandonan, sólo queda mantener el cementerio con las puertas engrasadas, para cuando te llegue la hora.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 8 de julio de 2024.

Fotografía: María Vega de Seoane.