28 de diciembre de 2020
RESUMEN
14 de diciembre de 2020
LA MALA EDUCACIÓN
3 de diciembre de 2020
EL PERIODISTA
Caminaba por el pueblo y no había nadie, pero nadie. Ni perros sueltos sin rumbo. Algún gato saltaba hacia la reja que protegía una ventana cerrada, y poco más. Asombrosos geranios florecidos en balcones sin vida de persianas cerradas, y un viento desolador que paseaba entre las calles a su santo albedrío barriendo restos de hojas, papeles rotos y rebujos de pelos sin origen definido.
Por mucha información que quisiera obtener, la cosa se le estaba poniendo difícil. Iba en busca del sospechoso del robo de la almazara, que le habían dicho que se había refugiado en casa de los padres, unos hortelanos mayores, dedicados al trabajo de sol a sol y ahorrando hasta la extenuación para conseguir una vejez tranquila y, a ser posible, dejarle al hijo algo con dignidad que no le hiciera trabajar como ellos lo habían hecho.
Mira qué cosa más terrible. El muchacho había sido muy buen estudiante en la escuela, se había ido al instituto a la ciudad, luego no quiso la universidad y se fue a hacer capataz agrícola a la formación profesional, y ahí perdió el rumbo.
Conoció a un maestro que había sido alcalde del pueblo y que había salido tarifando de las ocupaciones políticas por meter la mano en el cajón del pan, pero ese alcalde era un hombre simpático, querido en su partido, con don de gentes y la capacidad de conseguir lo que se proponía, aunque a veces no lo hacía por los caminos legales, aunque hay que reconocer que sabía poco de legalidades porque entró de alcalde por un sorteo entre los que aplaudían al Remigio, que fue el alcalde de antes que dijo que dejaba la alcaldía porque llevaba ya sesenta años en ella y ahora le exigían aprender a leer y contar con rapidez. El muchacho admiraba a ese hombre más que a su padre y se presentó a alcalde y ganó. Lo hizo mal por desconocimiento, y se fue a ser maestro de capataces y conoció al chaval de los dueños de la almazara, al que no enseñó nada bueno.
El periodista había encontrado toda la información en el cuartel de la Guardia Civil, a la entrada de la población, donde se encontró con la mujer del sargento que mandaba en el destacamento, y le puso al día de los antecedentes familiares. Dijo que había visto al chico entrar en casa de los padres hacía dos días, y que seguro que no había salido todavía, y que estaba segura de que él era el que había robado en la almazara, porque era un chico al que se le había dado de todo por los padres, y que todo empezaba ya a quedársele pequeño.
Son las cosas que pasan cuando a los hijos no se les pone freno, dijo la mujer al periodista. Yo se lo digo a mi marido muchas veces, continuó el relato. Si tenemos que darles todo, vamos servidos, porque entonces seremos nosotros los que nos quedamos sin nada y aún no sé en nombre de qué tenemos que ser los pobres, además de ser los que trabajamos, continuó el relato la señora del sargento. Yo lo veía venir, porque ese chaval siempre ha hecho lo que ha querido. Es buen chico, no digo yo que no, pero de puertas adentro nunca se sabe qué está pasando. Cuando a un hijo le das, das y das, acabas recibiendo tú, pero disgustos. Estará usted de acuerdo conmigo.
En medio de esos razonamientos, el periodista consideró que lo mejor era recabar información de fuentes originales, y tratar de entrevistar a los padres o al propio supuesto ladrón para aclarar las cosas antes de que la Guardia Civil diera con él y lo pusiera a disposición de su Señoría.
Nadie en las calles, el bar cerrado, la iglesia cerrada, el estanco cerrado… difícil.
Al fondo, al pronto, una luz rosa mortecina parpadeaba. Se acercó y había una mujer china detrás de un mostrador viendo en un teléfono móvil una serie de televisión china.
Le explicó el motivo de su visita y le preguntó acerca de la cuestión, por si ella sabía algo. La señora le dijo que sí, que conocía todo lo que había ocurrido pero que no podía contar nada.
Ante aquella respuesta, el periodista se inquietó y contuvo la respiración. ¿Puede decirme entonces quién puede contarme lo ocurrido que no sea usted? Claro, le dijo la mujer. Mi esposo, pero no está aquí. Mi esposo ha ido a comprar a Madrid y hasta que no vuelva no puede contarle nada. Vuelve esta noche tarde. Si quiere puede esperar viendo la televisión conmigo.
Lo siento, no sé hablar chino y no lo entendería. Pasearé por el pueblo y luego vuelvo. Voy a intentar ver al muchacho de la almazara a ver si me cuenta algo.
La señora china se colocó de nuevo los auriculares, como si con ella no fuera la cosa, y siguió enfrascada en el drama que escupía su móvil, cargado de violencia atroz y palabras imposibles de reproducir.
El periodista llamó a la puerta de los dueños de la almazara y solicitó hablar con ellos. No hubo problema. Le relataron la horrible existencia que llevaban con el hijo que se había transformado en un salvaje, que sólo les gritaba, daba el dinero que le daba la gana, porque se había adueñado de todo, y negociaba con la almazara según le convenía. Mezclaba aceites, no lavaba las mantas, no etiquetaba como debía de ser, pagaba sin control y dejaba a deber a quien le convenía y, lo peor de todo, había sido su amistad con el chino, el del almacén ese de todo a cien, que se había hecho socio suyo y en la furgoneta del chino repartían todo el aceite que era de otros a precios de escándalo.
El hijo había aprendido mucho en esa escuela, y el chino le había puesto los medios para hacer dinero para los dos. Ellos estaban acobardados porque el hijo tenía coche, una moto con un casco que brillaba y unas ganas locas de montar un local nuevo donde vender pizzas.
La verdad de todo es, le dijo la madre al periodista, que la noche que el chino y el muchacho se fueron a Madrid, el padre, aquí mi marido, ha ido a la almazara y la ha desmontado entera, ha cogido los cables, las piezas, los rodillos, las listas de los clientes de toda la vida, vamos, todo lo que pudo, y lo ha guardado donde el muchacho no sabe, porque no queremos que haga más el loco.
Si usted quiere lo cuenta, señor periodista, porque yo ya no puedo más. El que ha quitado todo de la almazara ha sido el padre, mi marido, porque era suyo. Lo que otros hablen, es cosa de la mujer del sargento de la Guardia Civil, que le gusta mucho darle al pico, porque siempre ha tenido envidia de lo listo que es mi muchacho.
El periodista cerró la libreta, se levantó de la silla, y se alejó como vino por la calle central, con la única esperanza de que el olor a humo se lo llevara el viento desapacible que seguía barriendo el suelo. Pero se fue feliz. Borró una mentira de los titulares y supo que, lejos de la ciudad, había cosas interesantes que le daban la vida.
Matilde Muro Castillo.
(Publicado en la revista Comarca de Trujillo del mes de Octubre 2020)
MI TESORO
DIVORCIO
16 de noviembre de 2020
UNESCO
13 de noviembre de 2020
EL PERRO LOCO
2 de noviembre de 2020
DIFUNTOS
Hace treinta años empecé a recorrer Extremadura de cabo a rabo, y sin descanso. Me acompañaban mis sobrinos Ángel y Adriana cuando sus colegios lo permitían y les enseñaba en los viajes cómo se hacía una guía de turismo especial, la que se publicó para la Expo de Sevilla y apareció como 'Extremadura: la guía'. Dicen que fue presentada en el pabellón del Enclave 92, me remitieron por correo un ejemplar y nada más supe de aquella publicación, que a veces ojeo, y de la que formé parte de su equipo redactor.
A los niños de entonces les enseñé que para conocer los pueblos hay que visitar los mercados, la iglesia y el cementerio, y cuando nos íbamos acercando a una población Ángel me pedía parar en el cementerio. Adriana tenía miedo sin saber porqué, y le gustaban más los mercados y a mí me fascinaban siempre las iglesias extremeñas, habitualmente contenedores de un patrimonio insólito, riquísimo y desconocido.
Si hoy pudiéramos ir de viaje los tres, sin tener miedo a lo que nos rodea y no conocemos, parábamos seguro en el cementerio de turno. Ángel correría como un poseso entre las sepulturas del suelo buscando lo raro, el avión de metal que está clavado en la tumba del joven que se estrelló sin otro motivo que el servicio militar en aviación, las pulseras que cuelgan de la efigie del ángel desolado que abraza la lápida del difunto adinerado, las coronas de metal de quita y pon, que las familias atesoran y exhibían antes el día de los difuntos sobre las lápidas de los deudos, las fotografías deslavazadas por el exceso de luz y que Ángel creía que eran los fantasmas que allí reposaban. Adriana me leería en voz alta los epitafios y me preguntaría porqué los señores se enterraban con sus «fieles», porqué hay letras pegadas con pegamento y otras hendidas en el granito, porqué a unos les hacían fotos y a otros no, qué quiere decir deudos, ¿debían dinero cuando se morían?... y entre muertos hubiéramos pasado el día, como corresponde.
Cuando el tiempo pasó, los niños aprendieron el valor del recuerdo, lo importante que resulta el adecentamiento de los cementerios, escribir sobre las losas, decir lo que se ha querido al muerto o silenciar entre fechas los desmanes en vida del que allí yace, o la vida insulsa que ha llevado, que no ha generado siquiera un recuerdo amable de los que aquí dejó. Cómo los vivos hacen de la muerte una fiesta eterna, es el sentir del pueblo gitano, que adorna sus espíritus como lo hacían los egipcios: entre oro y oropeles que en el momento deslumbran, y al paso del tiempo hay que buscar entre las arenas del desierto y la fiesta se repite con el hallazgo.
Este recuerdo me lo permito hoy mientras paseábamos entre recuerdos ajenos, entre seres que poblaron la tierra cuando nosotros, pero sin conocerlos. Solo lamentamos su desaparición porque no estamos educados en ello, y la muerte es pérdida.
De mis muertos no hablo, porque no tengo. Los que no están aquí, deambulan siempre vivos entre los huecos de mi corazón.
https://www.hoy.es/extremadura/difuntos-20201102000847-ntvo.html
20 de octubre de 2020
5 de octubre de 2020
DETALLES
He conocido, por casualidad, las consecuencias de los detalles que no atendemos porque nos cansan.
Llamo a un teléfono que aparece en una web y cuando pregunto por el destinatario que figura en la información, me responde una señora y dice que por favor dejemos de llamar de una vez. Por favor, insiste, déjenme descansar. No puedo más, no puedo vivir con esto. No conozco a esa persona, no sé quién es, no puedo arreglarlo, pero no puedo estar sin teléfono. Tengo hijos fuera y me llaman cuando salen y cuando llegan. Tengo hermanos mayores que no saben de móviles y hablan por este teléfono. Me llaman desde primeras horas de la madrugada hasta el anochecer. No puedo más.
De verdad que angustiaba. Me puse en su pellejo y creo que me habría cambiado hasta de país y, a pesar de su queja lastimosa, de que me contó su vida, es verdad que ella no podía hacer nada. No disponía de los medios para cambiar esa información de internet porque no tenía ordenador, no sabía quién había hecho esa página, no conocía los titulares del negocio y el único teléfono que aparecía era el suyo, al que no podía llamar porque estaba siempre comunicando cuando lo intentaba.
Ese simple detalle le estaba arruinando la existencia.
El acerado de la calle más transitada de una ciudad, tiene dos o tres baldosas mal alineadas. Resulta casi imposible no tropezar en ellas si transitas por el lugar, y se han producido numerosas caídas. Es una tontería, ya lo sé, pero no se puede arreglar porque es imperceptible. No se mueven las baldosas, no se han desprendido del suelo, no parecen rotas ni mal colocadas, pero ese detalle tira al suelo al que camina creyendo que la senda es uniforme.
Se ha llamado a los técnicos, se dice que algo está mal, que es una nimiedad, pero que las personas, los niños y quien transite sin necesidad de estar mal de los andares, se va al suelo. No se puede arreglar. No hay nada mal, es un detalle minúsculo que no justifica el esfuerzo del gasto, pero que a más de uno le ha arruinado la existencia.
Las tapas de los cubos de la basura que hay que levantar con las manos para depositar las bolsas son de tal tamaño y envergadura que hace falta fuerza para sujetarlas en lo alto y evitar que te aprisionen los brazos cuando cierran. Es una tontería, un detalle estúpido, pero hace que las bolsas se queden en el suelo, o los usuarios tengan reparos en llevar los excrementos a su sitio, porque corren riesgo de romperse los brazos. Se quejan las autoridades de que no se hacen debidamente los trabajos de educación cívica, pero a veces esos detalles de los cubos de la basura en los que no entran los cartones aunque los patees, no puedes con las tapas porque son desproporcionadas, o no sabes qué poner en los amarillos esos de la mala suerte, te amargan la existencia.
Detalles que a nadie importan, que es absurdo mencionarlos con la que está cayendo, pero son esas las gotas que desbordan los vasos.
https://www.hoy.es/extremadura/detalles-20201005002843-ntvo.html