30 de abril de 2020

EL PUESTO




Salimos a las cinco de la mañana en la furgoneta, como todos los sábados, camino del sur. Había que recorrer cuatrocientos kilómetros para llegar a instalar el puesto y que estuviera abierto a las diez de la mañana, cuando empezaba el mercadillo, que permanecía en funcionamiento hasta las tres de la tarde, hora en la que volvíamos a recoger de nuevo la mercancía y, de vuelta a casa. Otros cuatrocientos kilómetros, con la espalda rota de cargar y descargar, colocar hierros, toldos, cierres y pelear con el viento de la costa, que tiene su cosa.
            No era un buen día. Paco había dormido mal y me tocó conducir, además de cargar los hierros, que se los habíamos prestado a mi primo el Andrés, porque le habían robado la furgoneta y cuando la encontraron, sólo le faltaba los hierros, y toda la ropa seguía allí, como si no les interesara a los ladrones, hijos de su madre.
            Ese mercado de la semana nos interesaba, porque allí la gente no miraba el dinero. Si les gustaban nuestras cosas, dale que dale a tarjeta de crédito y en paz. Sí es verdad que había mucha señora un poquito exigente. Que si la costurita no está bien acabada, que si esa puntillita marroncita la tengo en rosita, que si ese pantaloncito para el nieto lo tengo en azulito. Es verdad que allí todo se hablaba en chiquitito, y mira que me dan coraje a mí las cosas pequeñitas, pero es lo que tiene. Parece que el precio va en la relación con el tamaño de la venta, y se aguanta uno con el chiquitito, porque no hay más remedio que sobrevivir de lo pequeño, y a fuerza de mucho pequeño, pasar a lo grande.
            Paramos a tomar un café ahí donde siempre Paco recoge a su primo Sebastián. Es el que nos ayuda a montar los hierros y luego a desmontar. Es verdad que el tío se pasa la mañana tumbado dentro de la furgoneta, que dice él que vigilando, pero no abre el ojo, porque cuando voy y vengo a recoger cositas, él ni se mueve.
            El Sebastián nos cuesta un dinero. Paco dice que nada, pero digo yo que a cada poco viene que con una cervecita, que si se va un minutito a ver a un conocido, que si necesita unas moneditas para echar a la máquina del bar, que si hay que darle algo porque agarre el toldo con las pinzas, que si … un desgaste tonto que Paco emplea en tener a uno para que levante los brazos, mientras él sigue con las manos en los bolsillos.
            Vendemos ropa. Buenísima. Fuimos una vez a los almacenes de una empresa de Italia, cuando tuvimos que ir a buscar a la Cheli, que se nos escapó con uno de la mafia o no sé qué, y allí tiraban la ropa por la madrugada antes de quemarla. Llenamos la furgoneta y con lo que vendíamos a cada parada que hacíamos, nos pagamos el viaje y nos trajimos a la Cheli de vuelta a casa. Eso sí. Se escapó a las dos semanas, cuando se nos acabó la ropa y su padre y yo fuimos a los almacenes de los chinos a por más ropa para vender. Entonces Paco dijo que la dejáramos. Que ya no tenía arreglo. Que aquello iba a ser como ella quisiera, y que si se iba de la casa, pues esa era la pena que nos había tocado vivir, y que la íbamos a tener así para siempre, pero sin andar por esos caminos castigando la furgoneta, gastando dinero y buscando sin saber dónde a esa muchacha, que nos había salido andarina. Así lo entendimos y así estamos. Yo miro por arriba y. por abajo a todas las horas. Si tocan a la puerta pienso que es ella. Si veo a alguien con el pelo de colores, me voy a ella a mirarle la cara. Si veo esos zapatos que le gustan, se los compro. Si alguien dice mama, miro. Si alguno me pregunta por ella, todavía lloro y digo que no sé dónde está. Paco tenía razón, es la pena que nos ha tocado vivir.
            A esta señora que se acerca al puesto la atiendo yo. Es muy fina. Le gustan las cositas buenas y se las voy a vender a muy buen precio para mí. Diga señora. Estoy aquí todos los sábados esperándola. ¿La familia bien? Tengo hoy unas camisetitas que nos hemos traído de Francia, de unos que se llaman el petite o no sé qué, que son preciosas para sus nietos. Estarán mayorcitos, porque hacía mucho que no venía usted por aquí. ¡Vaya! No sabía lo de su marido. Le acompaño en el sentimiento, pero la vida nos lleva a todos por caminos que no conocemos. ¿Ve usted? Ahora puede pasar aquí un ratito conmigo sin que su marido esté ahí sentado mirando cómo compra. ¡Vaya que si me acuerdo! No es que quiera yo decir ni si, ni no. Pero hay que ver la lata del hombre. Pobrecito. Sería muy bueno, no le digo yo que no, pero a usted no la dejaba, lo que se dice respirar: que si ya, que si has terminado, que qué miras ahora, que qué me preguntas, que no sé nada, que si nos vamos, que si te has dado cuenta de la hora que es, que si esto cuánto va a durar … Virgen de la Escondida, ¡qué pesadez de hombre! Usted es una santa y se habrá quedado descansando. Ya comprendo que no me quiera decir nada, pero se lo digo yo que la veía todos los sábados con esa carga y pensaba para mí, que no era yo sola la que tenía que arrastrar a una persona buena, no digo yo que no, pero que podía ser menos pesado. Gracias por su compra. Ahí tiene el resguardo de la tarjeta. Ya sabe que me puede devolver todo lo que quiera. Adiós señora.
            Sebastián se acerca y me dice que yo no debo cobrar con la tarjeta, que los de hacienda se enteran de todo y que luego me van a pedir cuentas. ¡Anda! calla muchacho, ¿qué sabrás tú de lo que puedo o no puedo hacer? Tú lo que tienes que hacer es ayudarme a colocar la furgoneta, que has estado tumbado en los sacos de los manteles y mira como los has puesto. Déjate de los dineros, que esos son cosa mía, que si tu primo es el que tiene que llevar las cuentas, estábamos los tres en la cárcel hacía mucho tiempo.
            Buenas tardes señora, otra clienta que atiendo yo. Perdone un momento que le voy a decir al Sebastián que vaya con mi marido a recoger la comida al puerto.
            Aquí me tiene para lo que guste. Si. Tengo unas novedades estupendas. Los de Zara casa se han aburrido de unos manteles, y me los han vendido a mí. No, defectuosos para nada. Son que se han aburrido de ellos. A esa gente les pasa con frecuencia. Cuando se aburren de las cosas que tienen, nos llaman a nosotros, que somos unos clientes estupendos y nos lo dan a precio. No, al peso no. A precio, vamos, que nos hacen buen avío y tan amigos. Estoy segura de que usted no los puede encontrar en otro sitio que no sea este. Yo soy muy amiga de la hija del de Zara y me llama cuando su padre ya se ha aburrido de las cosas de la tienda. Me dice Rosi vente que mi padre dice que hay que cambiar la tienda y aquí tiene usted lo que ve, a unos precios que no los encuentra en ningún sitio. Todas las medidas. Si, redondos, cuadrados y alargados. Las servilletas van aparte y no son del conjunto, pero ahora ya sabe usted que las servilletas es moda que sean diferentes del mantel. Como quiera, hasta el sábado. Se trae las medidas apuntadas y yo le busco. Gracias, le daré recuerdos de su parte a mi amiga Zara.
            No, no señora, lo siento. Vendo ropa de la mejor. Sí, cosas de casa también, pero macetas no, y no crea que no me gustan, pero mi marido dice que no es rentable. El dice que se mueren muchas y que hay que trabajarlas, y ya sabe lo que pasa, si por mí fuera, tenía esto como un jardín. Es verdad que la ropa se me da muy bien y tengo cosas lindas, pero ya ve. Mi patio es una preciosidad. Si usted pasa un día por mi pueblo, yo se lo enseño y nos tomamos allí un café. Tengo una casa muy linda y eso que ahora está muy sola porque mi niña se ha ido, ya ve usted. Adiós, mucho gusto.
            Paco y Sebastián vinieron con la paella y allí, cuando habían metido la ropa en la furgoneta y sólo quedaban los hierros y el toldo, se sentaron a comer como si fueran los amos de la explanada. Ella comió y ellos se dedicaron a retirar los hierros y los toldos y a ponerlos en la furgoneta.
            Se marchó a tomar un café donde ellos habían pasado la mañana tomando cervezas, y dándole vueltas a la cabeza pensó que era verdad, que ella era una reina y que vivía bien, que tenía sus penas, que el Paco era un burro, que Sebastián le costaba sus dineros, pero que ella hacía lo que le daba la gana, y ¿quién sabe si ella es amiga o no de la señora Zara?.

Matilde Muro Castillo.

29 de abril de 2020

EL RETRATO

Moneda de Reino Unido: Todo lo que Necesitas Saber (2020)
Foto de internet.

Bankside de Londres, Tate Modern, allí se celebra todos los años una exposición maravillosa de la obra de creadores británicos (atención al dato, sólo británicos), que solicitan exponer, después de pasar una criba demoniaca, la obra que ellos (los autores), determinen que es la mejor de la producción anual. Esa obra puede ser vendida al público asistente al precio que determine el autor, o la Tate Modern se queda con ella al precio marcado.
         Allí va Robert a solicitar la exposición de su último retrato de familia. Un grupo de once personas en su salón de la casa de campo de Humber, acompañados por los perros de la familia y dejando entreabierta la puerta por la que asoma la cofia de su fiel Rowena, la filipina que hablaba inglés mejor que ellos, y era además el sostén de aquella casa hermosa, poblada de personajes, que sólo al golpe de vista del maravilloso retrato, eran protagonistas de una novela sin fin.
         Presenta la solicitud, explica las dimensiones del cuadro, la enmarcación, la forma de transporte y el precio de venta. Acompaña una fotografía de la obra y causa pasmo entre los asistentes aquella representación íntima de la campiña inglesa y la belleza suelta de los trazos de Robert, que se descubre como un exquisito pintor que merece, indudablemente, estar en la exposición anual.
         El cuadro mide cuatro metros de largo por tres metros de ancho. No importa. El jurado previo le concede la sala principal y en el momento de la inauguración, a la que suele acudir algún miembro de la casa real, será el orgullo del año, dejando en silencio a los otros artistas que se debaten entre el minimalismo o la voluptuosidad de formas femeninas medio desnudas o desnudas del todo, cuando se trata de las masculinas. Son cientos las obras que se exponen, pero como la de Robert, hay que reconocer que ninguna.
         Él le pone a la pieza el precio de un millón de libras, que al parecer es lo que el propietario de la casa, e integrante del conjunto familiar, había decidido pagarle.
         Se inaugura la muestra un lluvioso día de septiembre, cuando en Londres la luz natural empieza a decaer a partir de las diez de la mañana, y dada la fama del evento y la casi segura presencia de alguien de la casa real, la Tate Modern estaba llena de asistentes, provistos de cuadernillos con lapiceros que regalaban a la entrada, el catálogo perfectamente editado y la lista de precios de lo expuesto. El bullicio era tremendo. Se saludaban unos y otros, chocaban las alas de las pamelas intentando besarse las señoras y caían los guantes al suelo tratando de saludarse los señores. Se intercambiaban tarjetas de visita, se citaban para futuros eventos o posibles celebraciones campestres en sus correspondientes fincas e, inevitablemente, se hacía el silencio al llegar a la sala principal presidida por el cuadro de Robert, que permanecía de pie, a la izquierda del lienzo, vestido con un traje de twed y chaleco de seda al tono, corbata verde y zapatos beige de cordones. Afeitado como si no tuviera barba, los ojos verdes iluminados por los focos, y serio, además de nervioso, pero con la complacencia de saber que, pasara lo que pasara, de allí salía millonario.
         Llegó como un elefante en cacharrería el dueño de una fábrica de wisky que parecía el probador de todas las marcas, acreditadas o no, de tal bebida. El tipo era multimillonario, porque además se había hecho con una fábrica de cristal en la que se diseñó la copa Glencairn, que recibió el premio de Su Majestad al mejor diseño empresarial para la degustación de wisky, y se había forrado aún más.
         Como buen irlandés era tacaño, y como campesino triunfador sin estudios, un maleducado que consideraba que sólo el dinero podría acarrearle el éxito en ambientes que desconocía.
         No saludaba, y su esposa, una mujer de una belleza indescriptible que se casó con él por problemas económicos de su familia, iba detrás tratando de soslayar las meteduras de pata del sujeto, disculpando las impertinencias, sujetándole la mano cuando apretaba demasiado, o evitando que se detuviera ante personas a las que ella sabía, les resultaba insoportable.
         Le repetía constantemente que no sabía qué hacían allí, y ella le dijo que tenía ilusión por comprar un cuadro de paisajes irlandeses para el despacho de él. Ante la pretensión de adornar sus estancias, cedió y con la lista de precios en la mano, repasó las cifras y, como todo estaba por encima de las quinientas libras, aquello le parecía un desmán, para un trapo pintado con una tabla alrededor, pero si tú quieres, compramos éste, señalando el precio y nada más.
         Cuando se aproximaron a la obra, se trataba de una línea negra que atravesaba diagonalmente el lienzo y en otro lugar del cuadro había un punto rojo.
         Aquello desató la ira del comprador, y como trató de pedirle explicaciones al artista, que milagrosamente estaba conversando con un colega en la sala de al lado, ella pudo reconducir la furia y hacerle pasear por las estancias viendo los cuadros, que no mirando, para decidir qué iba a comprar.        
         Lógicamente los paisajes eran lo que le llamaba la atención, porque era de ideas fijas, y nada que tuviera otro motivo, podría ser objeto de compra.
         En el recorrido llegaron a la sala principal, y allí estaba el cuadro de Robert.
         Ella quedó atrapada por esa escena. Nunca había visto nada igual. Nunca hubiera creído que alguien podría hacer algo tan hermoso, tan fresco y natural, tan increíblemente real. Los niños leyendo en el sofá, jugando con Play Station, hablando por teléfonos móviles, los perros echados en la alfombra, el padre sacando libros de la librería, la madre sentada frente a la chimenea, el jardín pleno de flores detrás de los ventanales de cristales biselados en cuadrículas, por las que la luz tenue ilumina de repente la puerta por la que asoma la sirvienta… algo indescriptible de verdad.
         Quiero un cuadro así, le dijo ella al marido. Y él, que se encontraba henchido de poder en medio de aquel tropel de gente elegante, convencido de que era el rey, porque le apuntaban como el inventor de la copa de wisky, le dijo que muy bien, que de acuerdo.
-       ¿Cuánto cuesta?
-       Un millón de libras señor.
 Le respondió Robert desde la esquina en la que aún estaba apostado, como esos guardias de casaca roja que vigilan la entrada de la Torre de Londres, sin moverse, sin gesticular y con la única misión de dar la bienvenida a los visitantes.
-       ¿Qué? ¿Un millón de libras? ¿Está seguro?
-        Si. Lo he pintado yo, y yo le he puesto el precio. Cuesta un millón de libras.
-       No hijo, no. Usted no tiene ni idea de lo que cuesta ganar un millón de libras.
-       Si. Pintar este cuadro.
Entonces, el caballero furibundo, se dirigió a su mujer y le dijo: no hay cuadro.
Ella quería, pasara lo que pasara, una obra de él. Y apartó a su esposo a un lateral. Le pidió que no formara un escándalo, que si no había cuadro, no pasaba nada, pero que ella quería que ese pintor le hiciera a él un retrato. Que necesitaba ver a todas horas el cuadro que ese pintor había ejecutado, que la obra de ese pintor quería verla en su casa, y que si llegaban a un acuerdo, podría hacer que, aunque fuera sólo un pequeño paisaje, unas flores, un bodegón… se lo compraran.
         Cedió el gañán y empezaron las negociaciones. Que si un retrato de ella, que si de él, que si un interior de la fábrica de wisky, que si un pollo, que si unos gallos porque a él le gustaban mucho, que si tenía algo por ahí en su estudio que fuera a deshacer, que si podía retratar a su mujer de espaldas sería más barato, que si sus pies, que si sus manos fuertes y poderosas, que si él sujetando un billete de una libra en el que se viera bien a la reina, que si un paisaje sin especificar, que si una miniatura … nada bajaba de quinientas libras.
         Agotador, pero Robert se mantenía firme en sus tarifas y no estaba dispuesto a ceder ante aquel rufián que no entendía de nada que no fuera el dinero y los centímetros de los lienzos. No conseguía empatizar con él. Sabía que no era posible retratar a aquel hombre sin trasladar a la obra un personaje adusto, vociferante, increíblemente soez y descarado con el tema monetario. Prefería no tenerlo delante un minuto más y decirle que jamás haría nada para él, pero su presencia en la Tate Modern, los contratos que ya había firmado y la idea de que de allí iba a salir triunfando y con trabajo para el resto de su vida, le impidió decir lo que pensaba.
         Aguantó el chaparrón del sujeto y cuando ella le agarró el brazo para que se marcharan, descansó por fin y se dedicó a atender a quienes amablemente le felicitaban por la obra expuesta.
         Salieron de la exposición él enfadadísimo por no haber conseguido su objetivo, que era ganarle la batalla del dinero al pintor, y ella disgustada, porque conocía las posibilidades de su marido y nunca, nunca le había pedido nada que él no pudiera justificar como útil y necesario.
         Al verla tan callada, y sentirse culpable de no sabía muy bien qué, le dijo:
-       Mira, no te disgustes. Si esto no ha podido ser, no tienes que preocuparte. Vamos a tener lo que quieres y te hace tanta ilusión. Sigamos un poco más adelante, y nos vamos a hacer los dos juntos una foto en la máquina del fotomatón que hay en la calle. Así tienes un retrato de los dos juntos. Pago yo.

Matilde Muro Castillo.  

28 de abril de 2020

ENTREVISTAS


Micrófonos USB: nueve opciones para montar tu propio podcast con ...
(Foto de Apple esfera. Internet)


La necesidad obliga. Piluca había terminado la carrera en Septiembre, estaba haciendo prácticas en televisión, sin cobrar y partiéndose el alma hasta atando cables, limpiando mesas, tirando la basura que se acumulaba en la mesa de las redacciones sucesivas por las que iba pasando, tiraba los vasos de papel … en fin, tareas propias de un periodista que ha sido la número uno en su promoción y que está convencida de que va a despegar con soltura.
            Llegó la pandemia y mira por dónde, se transformó en imprescindible. Una mañana, de madrugada casi, cuando se presentó en la puerta de las oficinas, había una orden para ella de que se presentara ante el jefe de redacción de forma inmediata.
-       Piluca, te vas a la calle a hacer entrevistas. Aquí tienes a Ramón, el cámara y del sonido y del guión te ocupas tú. Necesito para el informativo de las doce que estén preparadas las primeras siete entrevistas. Ramón me avisará y entras en directo a partir de las once y media.
Las piernas empezaron a temblarle y el primer impulso fue decir “yo no sé”,
Pero cuando quiso abrir la boca ya estaba fuera del despacho. Ramón había tirado del brazo y le dijo “nos vamos”.
            En el ascensor le colocó, sin mediar palabra, la petaca de sonido, le dijo que se enganchara el micrófono donde no se viera y comprobara dónde estaba el interruptor.   Salieron con el coche como si no hubiera un mañana, y a las afueras de la ciudad, pararon y ahí estaba la primera persona a la que podía entrevistar: un policía municipal.
-       Buenos días. Para Cadena Concéntrica. ¿Cómo va el día?
-       Bien. Acaba de empezar. No preveo nada bueno. Vigilo y espero a que detectar comportamientos inadecuados. ¡A sus órdenes!
-       Gracias. ¿Cuántas multas pone al día?
-       No las cuento. ¡A sus órdenes!
-       ¿Hay mucha delincuencia en estos días?
-       La misma de siempre ¡A sus órdenes!
Ante aquella cantinela de la autoridad, Ramón le hizo gestos de cortar y
ahí quedó la primera entrevista.
-       Buenos días señora. Para Cadena Concéntrica. ¿Va a trabajar?
-       Si.
-       ¿A qué se dedica?
-       A trabajar en una casa cuidando a un matrimonio. Ni me tienen dada de alta, ni me pagan lo que dice la ley, ni me dan vacaciones, ni me dan extraordinarias. ¿Qué hago? Como usted gana sus buenas perritas, sabe lo que es vivir como una princesa, no hay más que verla.
-       Pero usted eso lo puede denunciar.
-       Si, ya. Denunciar. Con un abogado, que me cobra, que me denuncia él a mí, que me ponen en la frontera, porque dinero para darme papeles no hay, pero dinero para sacarme un billete de avión si. ¡Denuncie usted señorita!
Ramón volvió a hacerle gestos de cortar. Se despidió de la entrevistada y Ramón
dio marcha atrás a la grabación para intentar la siguiente.
-       ¡Hola!, ¿podría hacerle unas preguntas para Cadena Concéntrica?
-       Si. Encantado. Voy a pasear a mi perro. Estoy muy contento con él. Mire usted. Es de una raza especial. Le he dedicado mucho tiempo a su educación. Mire qué cosas sabe hacer: ¡Ronco salta!, ¡Ronco voltereta!, ¡Ronco saluda!, ¡Ronco muerto!, ¡Ronco da la mano!, ¡Ronco túmbate!...
Aquello se transformó en una verdadera locura circense, que a Ramón le encantaba y creyó que podría ser la distracción necesaria para un noticiario que, desde hacía doce días, sólo hablaba de muertos e insolidarios. Le hizo gestos a Piluca para que continuara con la entrevista, aunque ella no estaba segura de que aquello al jefe fuera a darle mucho juego. Ahí empezó la lucha. Piluca cortó dándole las gracias al amo del perro y Ramón se enfureció ante la prepotencia de la jovencita.
-       Lo que nos faltaba era un informativo de amaestradores de perros, ¿no lo comprendes?
-       Pues no. Llevo en la cadena más de veinte años y sé lo que le gusta a la gente y lo que no, y tú acabas de entrar, pero si quieres que se haga lo que tú dices, adelante, Grabo en silencio tus entrevistas y luego que el jefe decida. Lo que los viejos decimos, no vale para nada ante los nuevos millenials o lo que sea que os llamáis, pero para mí sois unos ignorantes. Yo, con que salga la imagen y el sonido (que deberías hacerlo tú, por cierto, y te ayudo sin protestar), tengo bastante.
-       De acuerdo. Entrevistaremos a quien yo diga.
Se dirigió a una mujer que estaba levantando la persiana de la tienda y que, al verla acercarse micrófono en mano, bajó de forma fulminante la persiana.
-       ¿Porqué ha cerrado al verme?
-       Porque no se puede abrir, y no quiero que me saque en la televisión. Tengo una tienda de animales y plantas y vengo a darles de comer y a regar, pero no me fío de la televisión.
-       Nosotros somos honrados y nos limitamos a enseñar qué es lo que pasa.
-       Sí. Ya. Usted se limitará a enseñar y luego otros se limitan a interpretar. Por favor, aléjense de aquí y no me graben nada. No quiero ser entrevistada para nada. No quiero y si no quiero ustedes no pueden.
Miró a Ramón consultando qué hacer, y él se encogió de hombros dejándola hacer. Ella se vino arriba y siguió intentando hacer que la mujer hablara. La señora dijo que no una y mil veces. Recogió el cubo y la bolsa que había dejado en el suelo, y se subió al coche en el que había llegado, dejándolos allí esperando a la nueva víctima.
Pasaban los minutos y allí no aparecía un alma. Mucho cántico de pájaros, coches a cuentagotas, una furgoneta de reparto y … nadie más.
-       ¿Qué hacemos?, preguntó a Ramón.
-       Lo que tú digas.
-       Pero ayúdame. Es la primera vez que salgo a trabajar a la calle y no sé qué hacer.
-       ¿Cómo que no sabes? Pero si has estudiado en una universidad del pim, pam, pum. Conoces como nadie la ciudad, según dices, te mueves en ambientes exquisitos y de mucho renombre, eres lo más importante de la vida, no se te puede decir nada de lo que hay que conocer, de lo que de verdad a las personas interesa en estos momentos, eres tú la que te empeñas en ir a las puertas de los supermercados a preguntar qué llevan en la cesta, si se les ha muerto alguien o si quieren que esto pase. ¡Venga ya por dios! ¿Qué preguntas son esas?, y lo que es peor, ¿qué respuestas esperas a esas payasadas? ¿tú te quieres labrar un camino en la televisión?, ¿tú quieres ser periodista? Pues vive, mira a tu alrededor, acepta que hay cosas impresionantes que nadie ve. Mira a los ojos de la gente, deja de dar lecciones de lo que tienen o no que hacer y lo que es fundamental, deja de llorar porque no sirve de nada, por lo menos para mí. Ahora vamos donde digas y lo que digas hacemos. Tenemos dos horas para cinco entrevistas, y te comunico que los parques están cerrados, no hay posibilidad de entrar en bibliotecas, museos, salas de exposiciones o restaurante ni bares. Que sólo hay calle, barriadas donde la gente vive hacinada y no pueden respetar el confinamiento y el riesgo es enorme para gente como tú, que vive en otro mundo ideal.
-       Entonces vámonos a la plaza mayor, porque seguro que allí hay gente a la que entrevistar.
-       Como quieras.
En la plaza había abierto un kiosco de prensa y la encargada estaba sentada como aprisionada detrás de una mascarilla y guantes de goma.
-       Buenos días, para Cadena Concéntrica. ¿Le puedo hacer unas preguntas?
-       Si. Dígame.
Se volvió y mientras Ramón grababa, preguntó al técnico: ¿le digo que se quite la mascarilla y los guantes para que salga mejor?
Ramón apagó la cámara. Desconectó el sonido, le dijo a Piluca que se quitara la petaca y apagara el micrófono y, acercándose a la kiosquera le dijo:
-       Discúlpenos señora. A la cámara y a mí, se nos han agotado las pilas. Es el esfuerzo que hay que pagar trabajando con millenials.
-       No se preocupe señor. Ahora entiendo todo. Tengo uno en casa que, a esta hora, no se ha levantado.

Matilde Muro Castillo.

27 de abril de 2020

LA ARCHIVERA


         Buenos días, mire señora, vengo a buscar un documento que creo tienen … disculpe, respondió sin levantar la vista, aquí ese documento no lo tenemos. Pero si usted no ha oído lo que le iba a preguntar.
         Se quitó las gafas, miró a los ojos del investigador primerizo y le dijo de forma insolente que ella llevaba allí más de cuarenta años, que sabía de memoria los documentos que estaban guardados, tirados, amontonados, sucios y limpios, los que se habían prestado, los que habían robado y los que nunca, pero nunca, iban a ser enseñados a nadie, porque no iba ella a correr el riesgo de que alguien se los llevara.
         La archivera llevaba allí treinta y siete años. Había faltado exclusivamente los días que le concedieron por la muerte de sus padres, jamás disfrutó de vacaciones porque argumentaba que su trabajo era una auténtica vacación, ya que la puerta permanecía cerrada a cal y canto, ella deambulaba por las salas y retocaba los estantes, recontaba los legajos, ahuyentaba las moscas y depositaba imperceptibles gotas de aceite puro de lemon grass que su hermana, misionera en Thailandia, le mandaba por correo. Esa fórmula, ahuyentaba los insectos voraces del papel y cuando le dijo a la Fundación propietaria del archivo que olía a limón por ese motivo y que necesitaba que importaran el aceite desde Thailandia, la sometieron a una prueba de memoria y comprensión, creyendo que se le había ido la pinza.
         No era agraciada, pero porque nunca tuvo tiempo de fijarse en sí misma, y esa ocupación vital en la que se había transformado el archivo, no le dio paso a otra dedicación. Comía a diario en la pensión que tenía Luisi, la vecina de su casa, que se apiadó de ella en el funeral de la madre y la invitó a comer. Aquel mismo día llegaron al acuerdo y cuando salía del archivo por la mañana comía en casa de Luisi, y cuando llegaba a casa por la tarde noche, tenía en el portal la cena preparada.
         Era de carácter amable, más de lo que parecía con las primeras contestaciones que daba, pero le costaba. Le molestaban las interrupciones, pero al paso de los años aprendió a saber que cualquier pregunta de cualquiera de los que por allí aparecían podía ser la punta del iceberg de algo importante que ella desconocía, y que pudiera albergar el montón de cosas e historias que estaban atadas con cuerdas entre cartones y cintas que apresaban legajos envueltos en papel de estraza, etiquetados como cadáveres en las morgues.
         El investigador insistió. Le contó que lo que iba a buscar era la carta que su bisabuelo le había mandado a su bisabuela desde Filipinas diciéndole cosas que han afectado de tal manera a su familia, que si no encuentra esa carta, que es seguro que está en el archivo que ella custodia, su madre se ve abocada a salir de la casa que ocupa.
         Se desarmó ante el argumento. Pero la archivera rigurosa no iba a consentir que se notara su otro yo de emociones contenidas. Citó al muchacho al día siguiente y le dijo que las carpetas de la época de la guerra de Filipinas se las tendría dispuestas en la mesa frente a ella, a partir de las nueve de la mañana.
         Aquel estudiante creyó que había dado en el clavo. Se fue feliz a su casa, y recogió las fotografías del abuelo vestido con uniforme en Filipinas, tres cartas de la época que su madre conservaba, y la carpeta con las innumerables fotocopias que, durante toda la investigación que había llevado a cabo, había conseguido.
         En punto estaba sentado frente a la archivera junto a los legajos. Miles de papeles sin abrir, sin desmontar, sólo etiquetados de mala manera con la referencia “Filipinas”, y ella dale que dale a la escritura en libros inmensos de documentos que aparecían como por arte de magia, a los pies de su mesa, en un carrito con ruedas de dos estantes, dibujaba los tejuelos que pegaba en la base de los libros, escribía a máquina fichas y fichas que introducía en los cajoncitos del mueble que estaba al lado de la mesa que él ocupaba … un verdadero paraíso de silencio sólo interrumpido por el metal de la máquina de escribir o el deslizarse de los cajones cada vez que depositaba en orden alfabético las fichas de diez en diez.
         Empezó a desatar los legajos y ella, sin levantar los ojos le dijo: “con cuidado”. Así uno tras otro y a lo largo de la búsqueda encontró planos, órdenes militares, alguna cartilla de racionamiento, listas de alimentos, órdenes de guardia dentro de los fuertes militares … una gran cantidad de cosas referidas a la organización defensiva de cada una de las plazas de las que se conservaban en el archivo.
         Empezó a desesperarse y resoplaba con intensidad al abrir uno detrás de otro y no encontrar elementos personales de los soldados. No encontraba siquiera las listas nominales de los soldados ni de los mandos para poder comprobar si su bisabuelo había estado allí, o si allí aparecía alguna referencia suya.
         Sin levantar la cabeza la archivera le preguntó si tenía algún problema. Él le dijo que estaba un poco cansado. Que no aparecía nada de su bisabuelo y que tenía en su poder documentos de otros lugares que le remitían allí, que no entendía dónde habrían podido ir a parar. Mire, tengo la fotografía de mi abuelo, tres cartas y fotocopias que he obtenido en mis investigaciones.
         La archivera se levantó despacio, cogió la fotografía, las fotocopias y luego abrió, para leer con detenimiento, las tres cartas.
         Una vez realizada la inspección, le dijo al muchacho que volviera dentro de tres días a la misma hora y que iba a poder enseñarle otros documentos que no formaban parte de la nomenclatura “Filipinas”, pero que podrían interesarle.  
         En esos tres días, la archivera desmontó la novela que estaba escribiendo. Le habían encontrado el secreto. Nunca pensó que aquello pudiera ocurrir. El legajo que contenía las cartas del bisabuelo del muchacho estaba en su casa. Era la única vez en la vida que había dispuesto de materiales fuera de la estancia oficial. Se los había llevado a casa hacía dos años, y trabajaba en esa novela con emoción, con tal ilusión que hablaba con sus personajes, les sugería formas de comportamiento, les daba noticias de los posibles lugares en los que esconderse en las tierras acosadas por los enemigos en las tierras lejanas, buscaba y encontraba sin cesar nuevos datos, nuevas relaciones entre ellos, se hizo con partidas bautismales, registros de propiedad de tierras del bisabuelo allí, de la nueva familia que el bisabuelo había formado y la razón por la que había desaparecido de la vida que dejó en España.
         Tardó tres días en despedirse. En deshacerse de lo que llenaba sus noches, en desmontar el episodio de amor ajeno que había construido a partir de aquella mañana de Agosto, en la que depositando gotas de lemon grass en las estanterías de los documentos viejos, cayó a sus pies el paquete envuelto en una hoja del periódico El Comercio” de 1877 con un álbum de fotografías, cartas, y la escritura de propiedad de la casa de Zamarralejos, esa casa en la que vivían, desde que se construyó, la familia del investigador que ahora veía amenazada la morada.
         A las nueve de la mañana, el legajo estaba en el banco del investigador, y las lágrimas del muchacho se confundieron con las de ella cuando, al cerrar la puerta y llevarse la copia del documento, desapareció con él la ilusión de ser autora de algo, en lugar de archivera.

Matilde Muro Castillo.

26 de abril de 2020

LA REUNIÓN


Habíamos recibido en casa la cita de la reunión trimestral de la Comunidad de Vecinos, por primera vez desde que estábamos en aquel edificio.
            Fui yo, porque mi marido no podía y además, aquellas trifulcas que habíamos tenido en la comunidad anterior, le dejaron con el colmillo retorcido y me parece que, sin que yo lo sepa fehacientemente, algún asunto trastea por los tribunales de justicia a raíz de un enfrentamiento con el del quinto, que a decir verdad, era un chulo.
            Nos citaron en el salón del los Testigos de Jehová, porque no cobraban y tenía cabida. Poco a poco nos fuimos incorporando, sentándonos en las sillas en las que pusieron un folio pegado con nuestro número de piso y letra. Mira, pensé yo, qué organización. Esto está fenomenal, porque así no nos pegamos nadie por la última fila.
            Nada más sentarme, la vecina me pregunta cómo me llamo, de dónde soy, si vivo en el sexto izquierda, si vivo sola y si sé porqué hay en la puerta una ambulancia con UVI, que eso nunca había pasado. No tenía ni idea, pero la de delante, que estaba pendiente de la conversación, nos dijo que había sido una orden del nuevo presidente de la comunidad para evitar algún siniestro. Yo levanté las cejas hasta donde me dio el párpado de arriba, y sin abrir la boca, me rebullí en la silla de los Testigos, que no sé yo la gracia que les haría que corriera la sangre por el salón.
            Dijo, la que sabía todo, que el nuevo presidente había sido caballero legionario, y que llevaba metida en el bolsillo de la camisa la libreta de ahorros de la comunidad. Que la enseñaba al que le hacía alguna demanda del tipo: señor presidente que el ascensor se ha quedado atascado en el segundo, y él sacaba la libreta, las gafas, y parsimoniosamente repasaba los asientos contables y respondía: tú a callar mientras no pagues. Pero señor presidente, si lo que pasa es que hay gente encerrada. No había respuesta. Si levantabas los ojos había desaparecido de la vista, porque caminaba por la calle como llevando al cristo de Málaga en Semana Santa.
            Aquel señor se sentó en la mesa presidencial al lado del administrador, un joven recién salido de la universidad, licenciado en económicas y sin otra salida que aquello de llevar cuentas de las comunidades de propietarios. Al parecer estaba haciendo un máster de derecho porque no controlaba las normas, pero su hermano, que también había terminado derecho y participaba de la misma hambruna, le ayudaba en los informes. Allí los tres, con un solo micrófono que usaba el presidente, se dio comienzo a la reunión.
            El administrador leyó sin fuerzas el acta de la reunión anterior, que nadie oyó, repasó presupuestos, dijo quién pagaba y quién debía… y aquí entra en juego el señor presidente que, al oír que hay alguien que no paga, se levanta como una fiera y con su móvil le hace una foto a la víctima faltona, que no sabía por dónde le llegaban las fotos.
Pero ¿porqué me hace una foto? Pues para que no se me olvide su cara. Estar mirándole día y noche, saber a qué se dedica y conseguir que pague a la comunidad lo que debe. Pero si yo no debo nada. Pues demuéstrelo. Pero si yo no sé que deba nada. Señor Administrador, dígale a este delincuente cuánto debe. El administrador, al que se le empezaban a empañar las gafas, dijo que fulano debía tanto, y el fotografiado dijo que él no era fulano. Que se habían confundido y que le pedía al presidente que borrara su foto del móvil, y que se disculpara por haberle llamado delincuente delante de todo el mundo.
            El presidente, poco ducho en las artes marciales de la telefonía, intentó borrar la foto sin conseguirlo. Se deshizo de todas las que le interesaban y que un conocido que había colocado en la carpeta de IMPORTANTES.  A otra cosa, porque ahora había que buscar al deudor entre el respetable.
            Consiguieron tranquilizarlo los dos hermanos haciéndole la promesa de que le mandarían la foto del deudor a su casa, y diciéndole que la reunión tenía que continuar, porque los Testigos tenían oración dentro de dos horas.
            Siguiente paso: propuestas. Se propone la colocación de un ascensor nuevo, la acometida de gas ciudad y reparar las cubiertas del edificio, que tiene cuarenta años construido, y se viene abajo si no se le hace lo que se demanda.
            Ahí se crece el militar. Mientras él sea presidente no se pone ascensor, ni gas ciudad, ni cubiertas. Razones: vive en el bajo, nunca tiene frío y lo de las cubiertas se la sopla.
            Señor presidente, le habla el administrador aterrorizado. Su opinión ya no tiene la validez ni la consistencia que usted cree. Es un bien común y si hay mayoría, pues usted tiene que aceptarlo.
            Yo no acepto nada. Usted aquí no tiene nada que decir. Aquí soy yo el que dice cómo se hacen las cosas, y esas obras que usted dice que hay que hacer es porque usted lo dice. Yo no pienso pagar un céntimo por todo eso. Si ustedes quieren, pueden empezar, por mí no hay problema, pero deben saber que con mi dinero no cuentan.
            El hermano del administrador le dice que no es posible, que pueden llegar a echarlo de su casa si no paga. ¡Ay amigo donde te has metido! Decirle al león de la Metro Goldwin Mayer que van a echarlo de su casa. ¡Hace falta ser irresponsable! El presidente se levanta de la mesa, agarra por el cuello al letrado y pretende sacarlo en volandas de la reunión, mientras la vena del cuello se le hinchaba (al presidente), y el abogado de prestado, se ahogaba. Los separan como pueden y después de tal trifulca, se propone dar por terminada la reunión, asunto que no acepta el administrador, que sigue erre que erre con las necesidades, el quorum, las acreditaciones, las votaciones y mandar callar a los concurrentes, que no paraban de hablar.
            El presidente estaba atado a una silla al fondo de la sala, atendido por los de la ambulancia que prefirieron dejarlo dentro a tomar cartas médicas en el asunto. Los Testigos se habían hecho cargo de él mientras se hacía o no la reunión, y los galenos contemplaban el espectáculo de gente hablando de cacas de perros, pises de niños, basuras repartidas por las zonas comunes, compresas que caen sobre la ropa tendida, el abuso de los patios interiores y la necesidad o no de contratar un portero para que no haga nada.
            No pasó nada, no se acordó nada, no se hizo nada que no fuera lo normal: compadreo, insultos, amenazas y pocas ganas de llegar a acuerdos.
            A toque de campana soltaron al presidente, las vecinas me dijeron que qué me había parecido la reunión, y yo recomendé por escrito, al administrador y a su hermano, para que se presentaran a las próximas elecciones, pero de presidencia del gobierno.

Matilde Muro Castillo.

25 de abril de 2020

ALTA MAR

Foto Laurence Chapuis.




            Nos habían invitado unos amigos a pasar el día navegando. No me gustaba nada la idea, porque a mí los barcos me producen una sensación de inseguridad tremenda. Primero porque se mueven sin parar, luego porque es mejor andar descalzo o con zapatos que resbalan a muerte, además porque son pequeños y entro mal por las puertas de las habitaciones, y ya finalmente, porque el lenguaje marinero se me atraviesa.
            Mi marido es lo contrario. Le gusta el mar más que a las sardinas. Tuvo la bendita idea de comprar un apartamento en plena costa, y cerca de los astilleros de reparaciones para poder asomarse a esa terraza diminuta, y estar viendo y escuchando lo que dentro de ese receptáculo de ruidos y olores insufribles pasaba.
            Las horas muertas viendo cómo trabajadores vestidos con monos y cascos, provistos de herramientas siniestras, limpiaban los cascos, pintaban, soldaban, repintaban, les daban barnices, enganchaban los trapos de las velas… en fin, un placer para él que para mí no dejaba de ser una tortura, además de esa humedad espantosa que se cuela en los huesos y no eres capaz de controlar en pleno invierno.
            Por no tenerla parda, como todos los veranos, accedí al paseo en barco con esos amigos nuestros que, para decir la verdad, conmigo eran más que complacientes y no insistían jamás en el paseíto. Pensaron siempre que yo no sabía nadar, porque había nacido en Segovia, y que con el asunto del acueducto tenía bastante dosis de agua. Respetaban mis paseos por los mercadillos de la zona mientras ellos disfrutaban en ese barco que se habían comprado hacía años, y que yo notaba que les daba más trabajo que alegrías, pero la compostura hay que mantenerla, cueste lo que cueste.
            Llegamos al puerto con buena hora, nos recibieron encantados, ya sudando los dos como gitanos, porque habían estado haciéndole algo a la cubierta, que por la noche había sufrido los embates del terral, y nos invitaron a acomodarnos.
            Yo con zapatos de barco y mi almirante como corresponde a su afición, ataviado de alta mar. Impresionante.
            Aportábamos a la jornada una cesta de alimentos que yo había preparado, pero claro, no estoy yo muy acostumbrada a lo de las comidas en los barcos y llevaba tortilla de patata, filetes empanados, una ensalada de tomate con orégano, cebolla y pimiento verde, y un pan de kilo y medio del horno de la filipina, que se había asentado en el pueblo hacía seis años, y cocía un pan de Burgos, de esos que te mueres. Botellas de vino tinto para ellos, los capitanes del barco, y agua mineral para nosotras, las dos grumetes a las que el asunto de los barcos, no digo que no nos guste, pero la verdad, podríamos prescindir de ello.
            A mi amiga le dije que me orientara si decía disparates, y que no se molestara, porque a veces mis expresiones marineras eran más de arqueólogo imperfecto que de avezada corsaria. Ella, que me quiere como soy, lo entendió y me dijo que levantaría una ceja cuando el término no encajara.
            Nos hicimos a la mar. Ellos, dale que te pego a las cuerdas, venga a estirar telas y a encogerlas, corre arriba, corre abajo, a gritos se daban órdenes entre ellos y mi solivianto crecía por momentos.
            No sabía qué estaba pasando y tuve la sensación en muchos momentos de que nos hundíamos y que no me lo querían decir. Ellos iban y venían sin parar. A mí me mandaron a la terraza donde estaban las tumbonas y mientras, ellos tres consiguieron salir del puerto y nos lanzamos a alta mar, con mi oportuno terror.
            De repente, en medio del ruido espantoso que hacen las velas cuando las azota el viento, se llegan los tres hacia donde estoy y dicen que, ¿qué me parece?, que si me gusta la experiencia, que si la travesía me está gustando. Pero ¿qué hacéis aquí? ¿Va solo este barco? ¡nos hundimos!, ¡nos perdemos seguro! Los tres, poseídos de esa autoridad que les da el conocimiento del medio, casi se mueren del ataque de risa y me dicen que no pasa nada, que todo está controlado, que la suerte que tenemos de ese día casi en calma, del mar tranquilo, de la visión que nos proporciona la ausencia de nubes a ras de agua … ¡vamos!, que aquello era el paraíso, pero yo cada vez estaba más asustada ante la idea de la lejanía del puerto que, por cierto, había dejado de ver en medio de la confusión de trapos y cuerdas que volvió a desatarse cuando uno de los hombretones gritó algo, como una orden, que no entendí.
            Me bajé a la habitación de la mesa, que me dijo mi amiga que tenía que decir camarote, y dispuse las viandas, porque había leído en un libro de Pérez Reverte, avezado marinero, capitán con fortuna, almirante de los sueños suyos y de los demás, que si ibas comido, te mareabas menos. Aquello se movía mucho y dejé la cesta con la comida sobre la mesa para que ellos, cuando quisieran, bajaran a tomar lo que quisieran. Mi amiga había llevado una bandeja de sándwiches de pepino y mantequilla, una sidra El Gaitero, que por lo visto estaba de moda entre los navegantes ocasionales, y un kilo de salmón noruego ahumado con hierbas medio venenosas. Todo muy rico creo, pero yo me dediqué a mi tortilla (que las bordo, por cierto) y lo del filete empanado era más seguro a la hora de morderlo en aquel movimiento constante, que las lonchas de salmón envenenado. Del pepino con mantequilla, como ven no hablo.
            Volví arriba (a la cubierta, me rectifican) y me tumbo en medio de ese ir y venir de esta gente, que jadeaba sin cesar. Les ofrezco agua, vino, agua y vino, porque lo de la sidra no se me ocurrió, pero ellos a lo suyo: vueltas a las ruedas, atar y desatar las cuerdas, embravecidos con las manivelas, que no sé a qué conducen, asomados al borde del barco, cubos de agua que van y vienen, de repente se quedan quietos los tres, como muertos, y allí no pasa nada. Pregunto y me dicen que hay una calma, pero que el impulso nos va a llevar de nuevo a la marcha. ¿No vais a comer? No, ahora no, luego, ya bajaremos poco a poco al camarote. ¿Te gusta?, me preguntaban, ¡oh! Me encanta, les respondía. De nuevo el ruido del aire (se llama viento en el mar) contra los trapos (se llaman velas en el mar), y yo empiezo a darle vueltas a qué se puede hacer de utilidad con esas telas tan inmensas que suben y bajan, mientras mi almirante se desloma dándole a la manivela que pone en marcha un artilugio que, digo yo, podía tener un motorcito que ayudara a evitar tan magno esfuerzo. Ellos dale que dale. El capitán del barco, el propietario, aparece de repente con una fregona para quitar agua. ¡Una fregona para quitar el agua del mar! ¡Me estoy volviendo loca o me están haciendo luz de gas! Como lo cuento. Con una fregona limpia el suelo (cubierta, perdón) porque se había manchado con aceite que impregnaba una ola que chocó contra el barquito. ¿Pero qué quería?, ¿Qué el agua que chocaba contra su barco fuera destilada?, pero si el agua del mar está como ellos la han puesto. Estos navegantes espantosos de todos los tamaños que hacen del mar, el fenómeno de la naturaleza más poderoso de todos los conocidos, hacen de este monstruo su sala de juegos. Mira, de verdad, porque no sé escribir, pero este día es como para una novela.
            Como el viento era flojo, y las velas iban levantadas, aquello no paraba. Nosotros cada vez más lejos, ellos cada vez más exhaustos y en apariencia felices, y al fondo empieza a verse de nuevo la costa. Bueno, pensé, por lo menos podré llegar a nado si ocurre algo imprevisto. Si, si. La costa estaba a no sé cuántos kilómetros y me dijeron que iban a bordearla, porque el aire (viento) lo permitía. Allá vamos. En esas hamacas no se podía dormir. El ruido constante, el bamboleo, los pájaros cercanos sobrevolando el barco con intención de tirarse y atacarnos, y el espectáculo que mi almirante me tenía reservado: tirarse desde el barco en alta mar y tratar de pescar un pez luna con la simple ayuda de sus brazos.
            Así fue. Esos tres idiotas pararon el barco, me hicieron bajar por donde se duchaban cada tres segundos, y me taparon los ojos con ¡sorpresa! El imbécil de mi marido, que en casa no sabe poner el microondas, se tira en alta mar, nada en sentido contrario alejándose del barco y me saluda como un héroe. Casi me muero. Me sujetaron para que no me tirara a ahogarlo. Pero lo más asombroso es que se sumerge en el agua, saca los pies y desaparece mientras mi angustia continúa, y a las tres horas que me parecieron a mí, aparece con un pobre pez luna enorme en brazos, al que había dado un susto de muerte (del porte del que me dio a mí), y me lo exhibe como trofeo del día y me lo dedica. Lo suelta y vuelve al barco a intentar que lo abrazara y aplaudiera.
            El pez luna siguió merodeando el barco unos minutos, porque no sabía qué le había pasado ni dónde estaba.
            Mi almirante hizo lo mismo. Siguió merodeando por el barco, toda la travesía de vuelta, porque yo me metí en la habitación del sótano y me comí los filetes empanados, las tortillas y me bebí una botella de vino.
            Cuando bajé de aquel cascarón en el puerto, era una mujer feliz.


Matilde Muro Castillo.

24 de abril de 2020

NEGOCIOS


Su vida era el fiel ejemplo del orden. A veces orden se confunde con monotonía, pero en este caso era serenidad. No a todo el mundo le gustan las fiestas sorpresa, ni los telegramas con noticias inesperadas, ni que le llamen a la puerta a horas inoportunas. Hay personas a las que el orden les proporciona seguridad. Saber en qué momento va a caer la última gota de la ducha de la bañera cuando se cierra el grifo, comprobar que la pisada del otro pie sigue siendo distinta a la del primero cuando sale del baño, que la toalla esté colocada de forma que con alargar el brazo pueda usarla, que las lentejas comiencen a oler en el pasillo a las doce y media de los martes para estar listas a las dos y media, que el crujir del frito de las croquetas suene antes de que se empiece a poner la mesa, que el reloj de cuco de la vecina siga dando las horas desordenadas, porque el pajarito se desnortó en una limpieza general, que la revista de moda sobresalga lo suficiente del montón de papeles como para tener que ordenarla cada día al paso por el lugar en el que se sienta su madre, objeto de la devoción del hijo que decidió en un momento cerrar su vida en torno a ella, dedicarse a llevar el negocio familiar con pulcritud y sin desasosiegos al margen de actos sociales ni amistades que, en algún momento, pudieran importunar su existencia.
            Tenían, de toda la vida, una zapatería. Era el negocio perfecto para su carácter. Acaso fue lo contrario, no lo sé. La zapatería doblegó el carácter de Bernardo porque en ella nació, se educó y creció, y parece que en torno a ella podría llegar a fallecer.
            La verdad es que Bernardo, hijo único de Luisa y Francisco, fue un niño adorado. Con todos los caprichos cumplidos, receptor de una educación exquisita que él administró como le vino en gana porque, como nunca daba problemas de comportamiento, se le autorizaba el flojeo en los estudios siempre que, antes o después, alcanzara la meta propuesta. Aquel fin era el bachillerato y lo terminó con bastantes años de retraso, pero lo acabó. Siempre tenía la excusa de la ayuda al padre en el negocio, y si por un lado el comportamiento eximía de las broncas en casa, el negocio le eximía de las broncas en la academia de educación libre a la que acudía, ya que el padre y la madre nunca se pronunciaron acerca de religión alguna, ni necesidad de recurrir a la escuela pública. Aquel centro era una cooperativa de profesores que enseñaban más vida que materias escolares, artes aplicadas, música, filosofía, amor a los libros … además de lo que el Ministerio proponía, pero con una relajación que fue lo que de verdad doblegó el carácter de Bernardo.
            Una fatídica mañana el padre falleció de un derrame cerebral siendo aún un hombre joven. Bernardo acababa de terminar el bachillerato y se debatía en la familia cuál iba a ser su futuro. Aquella muerte repentina lo solucionó: el negocio de la zapatería.
            No hubo problema. Se hizo cargo del negocio y lo atendía con una dedicación proverbial. Descubrió que el asunto de los zapatos era lo que de verdad tenía sentido en este mundo desordenado que nos ha tocado vivir.
            Empezó a pasear entre esas estanterías inmensas del almacén del fondo del local, que ocupaban unas antiguas caballerizas del edificio en el que vivía él, ahora sólo con su madre. Inmensas estancias con arcos de ladrillo visto, suelos de granito de enormes piezas cuadradas, donde su padre había ido acomodando estanterías de madera que le hacían en la carpintería El Pájaro de la calle Zabaleta número 9. Eran perfectas. Cada estantería albergaba 144 pares de zapatos. La raíz cuadrada de doce. Perfecta. Alineadas, una tras otra, como un ejército obediente, y limpio. Luces que colgaban del techo con cables forrados por hilos y portalámparas que encendía y apagaban las bombillas tirando de la correspondiente cadenilla. Orden memorable de un lugar mágico en el que él se sentía el amo.
            Disfrutaba como nadie paseando por aquel lugar donde era imposible que nada se perdiera. Su padre así lo dejó y así lo iba él a mantener.
            Los pedidos de las nuevas temporadas respondían a la capacidad del almacenaje, y a la posibilidad de ocupar nuevas estancias de acuerdo con la productividad de la carpintería El Pájaro. Todo estaba medido y calculado.
            Cuando a media mañana algún cliente entraba en el local, los movimientos eran perfectos. Siéntese, pruébese el derecho, coja el calzador, dé un paseo y mire si le sienta bien, aquí tiene el espejo del suelo, ¿quiere probarse el izquierdo? No hay problema, le acerco unas calzas de plástico, buenos días, otra vez será.
            Al rato entraba alguien más, y volvía la ceremonia a ponerse en marcha. Siempre los dos pies, los dos zapatos, la caja cuadrada, el papel de seda, la caja registradora, la recogida ordenada de los dieciséis que había tenido que sacar antes de que se decidiera por el diecisiete. No pasaba nada porque todo estaba en orden.   
Esas cajas rectangulares pasaban de nuevo a su lugar y, como se había producido un descuadre en el almacén ante la venta matutina, la línea se corregía y empezaba de nuevo por la otra a colocar el almacén y anotar en el libro de registro la necesidad de recurrir a ese proveedor si las ventas se repetían.
Daba para comer, para vivir con orden, para comprar lo necesario si se terciaba algún día ir al teatro, al cine o a tomar un chocolate con la madre, que era lo único que se permitía después del fallecimiento de Francisco.
Se hicieron los dos mayores en compañía. La madre se daba cuenta de que su hijo no tenía vida propia, y se quejaba siempre a él de eso, reprochándole al pobre hombre que estaba solo por ella, sin preguntarle nunca si acaso la soledad se la había proporcionado él mismo con mucho placer.
Al cabo del tiempo la madre enfermó y falleció. Ley de vida. Con la misma indolencia que aceptó la muerte de su padre, aceptó la de la madre.
La rutina del conteo diario, el orden, la disciplina, el saber que todo estaba en su lugar, le llenaba el alma. Los pagos hechos, los cobros, las comisiones, los viajantes, las facturas… nada que reprochar, hasta que una mañana entra en la tienda una persona que le pide el pie izquierdo de un zapato que hay en el escaparate. Un mocasín castellano del número 43 de color marrón, cosido a mano y hecho en España.
-       Perdone, vendemos pares completos.
-       Ya, pero yo sólo quiero el pie izquierdo. ¿Me lo vende?
El mundo se derrumbó. El castillo de naipes construido durante más de sesenta años se vino abajo.
-       ¿Qué hago con el otro zapato? ¿Cómo lo contabilizo? ¿Me puede dar la razón?
-       No. No hay razón alguna que quiera explicarle. Quiero el 43 de ese zapato del escaparate. Sólo ese zapato. Con el otro, puede usted hacer lo que quiera.
Se lo vendió y se quedó con un zapato en el almacén, sin caja, sin referencia, descabalado, en desorden.
Dos meses después, cerró el negocio.


Matilde Muro Castillo