2 de febrero de 2016

LA HIEDRA

Pocas cosas en la vida me han creado tantos problemas como la hiedra. Sí, esa planta amable, preciosa, que brilla en cuanto la miras, que esconde las vergüenzas arquitectónicas si la riegas, que obedece al corte inmediatamente, que decora y ayuda a respirar en medio de calores sofocantes y que sirve de trampolín a las gotas de agua de los rocíos por la mañana.
La hiedra crece para mis vecinos como un ser amenazador. Es el oscuro refugio de especies peligrosas, de bichos inexplicables, de toda suerte de peligros amenazantes que, protegiéndose entre las hojas, se acercan a los dominios que nunca han de ser rebasados. La hiedra es una forma sibilina de invasión. Me meto en sus casas, arraso con su intimidad, pego la oreja a las hojas y escucho sus secretos. Ordeno a las cucarachas, piojos, pájaros y ratas que se  metan en los predios de los colindantes y que vuelvan y me cuenten lo mal que guisan, lo espantosamente que viven, cómo  son de analfabetos (habitualmente reconocidos como poseedores de "sabiduría popular"), y el odio ancestral que profesan a las plantas que "no dan de comer".
Como llevo días cuidándola, preparándola para que el verano no la arrase, me he dado cuenta de los conflictos que siempre me ha acarreado, pero me da lo mismo. Voy a seguir conviviendo con ella, disfrutando de su frescor, ayudando a las ratas a que caminen entre los huecos que configura en las paredes de piedra de mi jardín, y marcando territorio.
Siempre creo que la incultura es el problema de todo. Ahora sé que parte de culpa del cambio climático lo tiene el poco amor a las plantas. Si además las que están no dan de comer ... apaga y vámonos.