28 de noviembre de 2022

A VECES

 

Hay días en los que me siento frente al ordenador con ganas de escribir desde esta columna repartiendo agravios a diestro y siniestro, porque estoy cansada, porque me duele algo, porque no sé qué demonios hago aquí, en este espacio rectangular rellenándolo con quinientas palabras sin saber muy bien si alguien lo lee o no, si afecta a más a menos, o si es posible que tenga alguna utilidad, porque a mí no me reporta nada. No existe contraprestación económica alguna, tengo que comprar el periódico si lo quiero leer del modo que sea, y me entero de que la columna ha sido publicada porque tengo una amiga infalible que me la envía retratada cada lunes.

Luego me tranquilizo, porque el tacto de las teclas me sosiega, la cabeza se va por otros derroteros y cuando he soltado los exabruptos correspondientes, antes de que las andanadas vean la luz, me llama alguien en quien confío a pies juntillas, y me pregunta de qué va la cosa. Se lo cuento y me convence de que rebaje el tono, que no me sobresalte que, aunque sea verdad lo que digo, no conviene decirlo, y me repite lo que siempre le digo: cuando se me acerca alguien y dice que me va a decir la verdad, tiemblo. E insiste en que sea fiel a mí misma.

Aquí surge la enorme duda. ¿Ser fiel supone callar, o ser fiel supone no querer oír verdades? A veces no me entiendo. Me vuelve loca la indecisión o la falta de criterio y sobre todo la inactividad, pero es verdad que mi consejero siempre ha acertado, aunque el run run del silencio se prende en el estómago, y trato de autoconvencerme de que mejor estoy calladita si no quiero líos, pero por otra parte, de forma prepotente y soberbia, voy y creo que esta columna tiene una misión existencial, que mis opiniones son fundamentales para el resto de la humanidad, que los que me leen (desconozco si alguien lo hace de forma voluntaria) me tienen como maestra acreditada en los más variados temas, que arriman el ascua a mi sardina sin duda alguna, y que me tengo más que merecido seguir aquí sin otro razonamiento que ser yo misma.

Luego miro mi entorno, lleno de libros escritos por otros, que he leído, y de los que he aprendido que nunca llegaría a la suela de sus zapatos, ni tendría la capacidad para llenar páginas y páginas de ocurrencias y conocimientos. Aportar la sensatez de la filosofía, o la serenidad de las matemáticas, la dedicación de la historia y la creatividad de la literatura.

A veces no sé si es bueno escuchar a mi consejero infalible, porque yo solita me meto en líos de difícil solución. Ese día que dejo en el cajón los exabruptos, cierro la página de quejas y no hago públicos mis desacuerdos, me siento autocensurada, como si tuviera miedo, como si lo que pienso de muchas cosas no estuviera acertado o mi opinión hiriera a demasiados.

Es posible que este sentimiento esté tipificado en el Código Penal, pero se me ha olvidado.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el Diario HOY de Badajoz el día 28 de noviembre de 2022. Lo han censurado. Ha desaparecido el párrafo en el que digo que no me pagan y que no puedo leer el periódico si no lo compro. Hoy me han dado de alta en la suscripción informática, que sólo puedo leer yo. En 50 años de colaboración, es la primera vez que me tocan un artículo. Lamentable, pero seguiré.



15 de noviembre de 2022

EN REMOTO

Hacía dos años que mi marido y yo vivíamos solos. Mi hija vive en Atlanta (USA) y se dedica a negocios que no entiendo, pero dice que son muy fructíferos. Mi hijo vive en Nueva Zelanda y se dedica a la investigación de animales para mí desconocidos, pero en los que, según él, nos va la vida.

La pandemia hizo que nos sintiéramos aún más solos de lo que nos habíamos quedado, pero propició que, después de pasado el trauma espantoso de la lejanía incierta ente muertes inminentes, pudieran ambos trabajar en remoto, y los tenemos en casa de nuevo.

Hemos tenido que ampliar la velocidad de transmisión de internet, porque al parecer una miseria lo que teníamos, y mira que estábamos conformes con nuestro servicio. Hemos cambiado las horas de dormir. Antes nos acostábamos a la hora que nos daba la gana. Ahora no. Estamos sometidos a horarios increíbles, porque la una negocia con China y el otro contacta con laboratorios de zoos en Argentina a la misma hora y lo más notorio de todo es que hemos empezado a hablar en voz baja.

Ellos se pasean por toda la casa con auriculares inalámbricos, móvil en mano, discutiendo cosas en inglés, chino, francés y español y el silencio ha de primar en el entorno.

El pobre perro, mi querido Carter, ha quedado relegado a estar bajo la banqueta sobre la que estiro las piernas, mientras veo la televisión sin sonido y aprendo a leer los labios de los presentadores.

Mi marido pasa muchas horas en el baño de nuestra habitación leyendo el periódico y escuchando el fútbol en la radio. Le he comprado un termo para el café, y hay días (depende de las reuniones internacionales de los chicos) en los que me apetecería volver a desayunar con él, pero el sitio que ha elegido para estar a sus anchas, no me resulta acogedor.

Los alimentos han salido de la nevera. Todo está a la vista. No hay orden en los horarios de comidas. Se come a todas horas, se pica a todas horas, se devora fruta, verduras y embutidos, quesos y patatas fritas, mientras se hace gimnasia por toda la casa, se contratan servicios de masajes, clases de yoga y se programan viajes de fines de semana aprovechando horas insólitas y lugares que ni su padre ni yo sabíamos que existían. Van y vienen con el ordenador en la mochila, el móvil pegado a la mano y sin otra preocupación que la de saber si vamos a estar en casa tal o cual día, porque los paquetes llegan sin cesar, y ellos no están para atender a los repartidores.

Mi marido y yo mantenemos la costumbre de salir de paseo por la noche, sacar a Carter con nosotros y contemplar la belleza del cielo y, en ese rato en el que hablamos de todo, no hemos comentado esta locura de la vuelta de los hijos a casa. Nos han puesto la vida patas arriba, andamos escondidos por los rincones de casa, comemos en la terraza los dos solos y yo he puesto la máquina de coser en el patio.

Los tenemos de nuevo con nosotros, y no en remoto. Nos gusta.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el Diario HOY de Badajoz el 14 de noviembre de 2022

4 de noviembre de 2022

MUCHA COSA

 

Tengo la impresión de que me desbordan las cosas que llevo vividas. Como ando revolviendo la casa porque empiezo a darme cuenta de que estoy jubilada hace años ya, la cabeza me da vueltas sin parar en medio de papeles que surgen de esa masa que conservo agrupada por años, atada con lazos maravillosos de cintas tejidas en Turquía, gomas elásticas fritas por el calor de este verano, agremanes rojos de archivera, o cuerdas de yute que siguen gustándome a rabiar porque huelen a campo y raspan al tocarlas, como si la planta de pita se hubiera quedado prendida eternamente al producto final.

Me desvío. Desde que el euro entró en nuestras vidas, el cerebro ha empezado a debatirse entre cosas reales e irreales que no sé dónde van a terminar. Empiezo por el derrumbe de las Torres Gemelas de Nueva York, lo que provocó que dejara de viajar como me gusta: en paz, sin que me toqueteen los guardias de seguridad, ni se queden con los productos cárnicos que antes desplazaba entre continentes, ni los perfumes que compraba en los aeropuertos, ni me pesaran las maletas, ni me las abrieran para luego no poder cerrarlas, ni que me consideraran delincuente en vez de viajero, a lo que añado la invasión de los teléfonos móviles con los que me tienen vigilada a todas horas y saben qué pienso, dónde estoy, con quién me relaciono y me aconsejan acerca de mis errores y me proponen lo que a ellos más les conviene para mi salud y su enriquecimiento, vibran si detectan algo que no les interesa y me ofertan cosas de las que hablo en el café con mis amigos, cuando hasta entonces los teléfonos se quedaban atados a la pared de la casa y no pasaba nada. Además, he pasado de carreteras a autovías, de máquinas de escribir a ordenadores, vivo en Extremadura, la comunidad autónoma con las mejores carreteras de España, pero sin otro medio de transporte. A mi alrededor se habla inglés con naturalidad, los curas son mal vistos porque sus obras los han puesto en lugar indeseable, dicen que nuestro ejército es de paz, y es verdad que no pelean por nada, sólo ayudan en catástrofes, con lo que se han transformado en hermanitas de la caridad, a los niños no se los educa y hacen salvajadas por doquier porque van poco al colegio y el resto del tiempo lo emplean en aprender juegos informáticos dedicados a la violencia, y el cambio con mi educación ha sido la ausencia total de disciplina y el mandato inútil de los padres que acusan de todo a los profesores. He pasado una crisis del petróleo que hizo ricos a los árabes (hasta entonces pobres), una pandemia que me descubrió que ni con pandemias mejoramos, una nueva crisis económica que ha hecho más ricos a los ricos de siempre y ha puesto el dinero en manos de menos y, mientras tanto, sigo deshaciendo paquetes de papeles, agendas, repaso pegatinas de las que arranco de las farolas y las tapas de los contadores de la luz y me doy cuenta de que lo que sigue siendo importante para todos los son cerrajeros, esos que se anuncian por doquier y sin los que no seremos capaces nunca de entrar en nuestras casas, ni en nuestros cerebros.

Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 31 de octubre de 2022.