18 de mayo de 2020

LA TRACA

MATILDE MURO
Empezó. Si el festival de fuegos artificiales no parecía próximo, aquí lo tenemos preparado, porque la traca ha comenzado.
En fases de despeñaperros, cada uno a la suya, el campo de tiro ha quedado libre para que empiecen a dispararse sin piedad.
 
Uno dice que a los ricos no les importa pagar impuestos. Que están deseando pagarlos y no saben cómo. Pero bueno, qué risa ¿Que no saben cómo pagarlos? Lo que no saben bien es cómo evitarlos, o ¿es que ese es ahora el problema del que suelta tal merluzada?
El otro va y dice que el turismo en España es de mala calidad, que no produce valor añadido y que hay que cerrar todo y volver a abrirlo como él cree que debe ser. Que los millones de puestos de trabajo que se pierdan, ya se ganarán cuando él diga. No sé si desde el órgano superior a este luminoso predicador le ha llamado a capítulo y le ha preguntado si toma algo distinto a lo habitual para dormir, si sabe a qué se dedica España, o si conoce el entorno. También puede ocurrir que la encerrona le haya tocado profundamente, esté tan feliz en su casa cobrando y sin hacer nada, que desea eso mismo para los demás, lo que pasa es que el detalle de «cobrando» no es fácil sin salir de casa y pisar la calle.
Ahora viene la del hotel y cesa a un funcionario porque hace su trabajo desde casa, y pasa las facturas a la cuenta general. Al pobre hombre le ha caído la mundial por no preguntar antes, por ser un mandado que hace lo que siempre ha hecho con las facturas de la Comunidad, y ha creído que esos disparates eran los de siempre. Error. Ahora la defensora del alcázar tendrá que rascarse el bolsillo, y sacar de nuevo la manguera de apagar los fuegos de ese partido, que no deja de incendiarse por todas partes.
De frente se asoman a la calle los que están hartos de estar en casa y que no les dejen ir a jugar al golf, disfrutar de que el campo está verde, la hierba recortada por los ciervos y los agujeros redondeados por los conejos, y les dice la señora de la factura que protesten, pero poco. Que se enfrenten entre ellos y obedezcan a las fuerzas del orden, que van a ir a repartirles mascarillas, gel hidroalcohólico para las manos y guantes para las huellas. Que ella paga de su bolsillo (el de ellos) los desperfectos del mobiliario urbano.
Desde más arriba a la derecha se asoma el del tres por ciento y le dice al presidente que él quiere una despeñaperros del 0'5 por ciento, porque del cero le viene mal. Que en Barcelona ya se las apañan con menos, pero que no con tanto.
Ya está el castillo de fuegos artificiales preparado. De momento ha estallado la traca, y cuando nos toque dar lo mejor de nosotros mismos, volveremos a ser los de siempre, los que ponemos los pies en el suelo, las manos en el barro y la cabeza en su sitio para salir.




17 de mayo de 2020

RESETEAR

Simple, teclado ordenador portátil Clipart | k54164464 | Fotosearch

Nos han traído unos equipos informáticos a la planta, que alucinas. Dicen que se ha terminado hasta dar los buenos días. Los enchufas y en la pantalla de letras verde lorito pone ¡Hola!
            Dan miedo, te lo digo yo. Nunca hemos tenido una cosa igual. Dicen que nos van a llevar la nómina a casa. Nosotros en la cama, y el dinero que llega mientras los ordenadores lo hacen todo.
-       ¿Y quién va a manejarlos?
-       Pues los que los instalen. Ellos serán los que los manejan.
-       Entonces nos ponen en la calle, porque si van a trabajar los mecánicos, ¿qué pintamos nosotros en las mesas?
-       ¡Ah! no. De eso nada. No nos pueden echar. Tenemos plazas fijas, para toda la vida. Vamos a preguntar si nos van a enseñar o qué.
El jefe del departamento estaba encantado con el avance que esos ordenadores iban a suponer para el grupo. No hay mejor cosa que la ciencia para que las cosas mejoren.
-       Yo me voy a apuntar a un curso de informática que da la Cofradía de la Esperanza. Lo da el hijo de Pili, que por lo visto maneja estupendamente las máquinas de jugar que le han regalado los abuelos de Alemania.
-       Yo voy contigo. No quiero quedarme atrás de aprender. Luego el jefe se pone pesadísimo con el tema de los escritos, y si hay que aprender, yo la primera.
-       Pues yo no pienso. Que nos den los cursos por cuenta de ellos. Anda que no tengo yo trabajo. No hay ordenadores que puedan con él. Ayer me han traído cajas y cajas de papel cebolla y de copiar. Hasta que eso se acabe, yo no me pongo a lo del ordenador. Además dicen que hace mucho ruido, y no estoy yo para dolor de cabeza.
-       ¡Qué ruido! Si van como la seda. Si el que hace ruido eres tú con el tecleteo a todas horas. Tú sigue a lo tuyo, que el día en el que te pongan un ordenador para ti, veremos cómo lo vas a manejar.
-       ¿Para mí solo un ordenador? Pero tú ves visiones. Somos once en la planta y han traído dos. Y ¿os creéis que vais a dejar de trabajar con vuestras máquinas? Si no te importa Sole, me dejas la tuya eléctrica. Te la cambio por la mía que es de carro largo y ya me duele el hombro de darle a la manivela.
-       Yo encantada. Entonces le digo al jefe que el primer ordenador es para mí, porque tú te quedas con la máquina. Por mí no hay problemas. Mañana se lo digo, porque ahora se ha ido a la reunión de todos los días de la taberna El Pincho, y no voy a darle la noticia. Luego ya sabes cómo vuelve, y no tengo muchas ganas de liarla. Mañana vengo temprano y se lo digo, pero tú no cojas la máquina eléctrica esta tarde, porque a lo mejor no le cuadra a él y yo con ese monstruo tuyo no cargo.
-       De acuerdo. Yo a lo mío y tú a las novedades, que siempre han sido lo que te han gustado.
-       ¿Alguien más quiere un ordenador?
-       Pues todos. No te fastidia. Todos queremos uno, aunque no sepamos qué hacer con él. Pero si es cosa de querer, lo queremos todos. He visto unas películas en la televisión con ordenadores en los periódicos americanos, que me han hecho hasta ilusión, porque esas películas del espacio que hay, en las que dicen que navegan por la luna con ordenadores, no me hacen gracia, pero las de los periódicos americanos, con esas salas como la nuestra, llenas de ordenadores, eso sí que me parece a mí que es la modernidad.
-       ¿Sabes lo que pienso cuando veo esas películas que tú dices? Lo primero que se me pasa por la cabeza es ¿por dónde van los cables de esos ordenadores? Porque hay que ver la que han liado aquí con prolongadores, enchufes, esparadrapo, y cintas de embalar para llevar el cable de un sitio a otro. Ha sido horroroso. Además sólo para dos. Imagínate cuando tengamos uno cada uno, que es mucho imaginar, no habrá sitio para los cables. Más de uno nos quedamos pegados como pajaritos.
-       Pues yo no voy a dejar de usar el brasero. Dicen que los ordenadores se calientan y que hay que tenerlos frescos.
-       Ellos son los que están frescos. Yo el brasero no lo apago. Si el ordenador se calienta, que le echen agua. A ver si ahora el invento nos va a costar la salud.
-       Hombre creo que no, algún remedio tendrán. Imagino que contratarán a gente que además de instalarlos los sepa mantener.
-       ¡Qué risa! Mantenimiento. ¿Cuándo has visto tú mantenimiento en esta empresa? Todavía me acuerdo de cuando Pedro cogió uno de los extintores para apagar el fuego que se declaró en el archivo, y puso todo perdido de esa espuma que echan y les costó más la limpieza del sitio que lo que se pudo haber quemado, porque los extintores eran de la mari castaña, y el director llamó a Pedro a capítulo y le dijo que en el próximo incendio, cogiera la chaqueta y echara a correr y dejara que se quemara la casa, porque iba a resultar más barato.
Fíjate cómo han atado los cables que van al ordenador que le han puesto al jefe, como para pedir que haya mantenimiento.
-       Pues tienen que empezar a espabilar. No es fácil hacerse con estas nuevas tecnologías, y aquí en esta casa, preparado, lo que se dice preparado, no hay nadie.
-       Claro que no. Le darán el puesto al que saque antes la cabeza, le haga la pelota al jefe o le hable con palabras que nadie entiende. Así se consiguen las cosas, te lo digo yo.
-       Dicen que es posible que el jefe de los ordenadores sea el que lleva el registro de entrada.
-       Imposible. No sabe casi leer. Es imposible. ¿De dónde has sacado semejante estupidez? ¿El del registro de entrada?
-       Si. Puede ser. O ¿tú te consideras más preparado?
-       No, pero él tampoco. Él no hace más que fumar, leer Marca y machacar los papeles con los sellos. Apunta en los libros, y a otra cosa.
-       Pues a lo mejor sabe. A lo mejor se ha dedicado a aprender a los ordenadores y lo puede demostrar. Tú por ejemplo, sabes mucho de billar porque todas las tardes juegas. Yo soy experto en quinielas, porque las tengo más que estudiadas, aunque nunca me haya tocado nada. Lumi hace colchas de ganchillo que no se las salta un torero, porque se encarga de la centralita … pues a lo mejor el del registro, se ha dedicado a la cosa de los ordenadores, y se ha aprendido palabras que ha dicho al jefe, y ahí lo tienes, propuesto y a lo mejor nombrado.
-       Son razones.
El martes dijeron que por favor, el miércoles a las diez todo el mundo se reuniera en la entrada de la oficina, donde se firma, que el jefe iba a explicar unas cosas.
      Multitud reunida y fuma que fuma, charlas generales, cuitas en voz baja y reencuentros con compañeros a los que en raras ocasiones se ve porque se dedican a otros menesteres que no son los propios de la oficina administrativa. Buen rollo en general.
-       Queridos amigos – habla el director situado en el centro de un corro que se había hecho de forma espontánea – como están viendo ustedes vamos a innovar. Vamos a hacer de nuestro servicio el más avanzado de la comunidad, y para ello vamos a implantar un sistema informático de comunicación que nos va a permitir ser los más ágiles, modernos, preparados y cercanos a nuestros clientes. Vamos a tener ordenadores. Dos por departamento, lo que no deja de ser un logro, con una unidad central que procesa todos los datos y pasa la comunicación a todos y cada uno de los servicios. Esa unidad central es la que resolverá todos los problemas y a la que deben llamar si algo falla, que no será así, porque nunca fallará, pero si ocurre, es a la unidad central a la que han de llamar. Su responsable será nuestro actual jefe de registro, que ha demostrado conocimiento más que suficiente para llevar la tarea a buen término, con el sueño en un futuro de poder aumentar hasta donde sea necesario la implementación mecánica de nuestra oficina vía… -se quedó en blanco el jefe porque no le salía la palabra y dijo – estratosférica. Vía estratosférica.
Murmullo general, algún humilde aplauso, y reacción general de incredulidad ante lo que iba a suceder, con esa especie de cenutrio al mando de la comunicación del grupo. Una persona anodina, sin cultura, ni formación, ni iniciativa, al frente de ese monstruo de máquina que habían instalado en la planta baja, entre cristaleras, llena de botones y de teclados cubiertos, porque él, el nuevo técnico, se había atrincherado en una especie de jaula acristalada con sus libros de registro, sellos y mil papeles, como si todo fuera a seguir igual.
      Pasaron los meses y poco a poco la gente se iba haciendo con el manejo de los teclados, sin entender para nada qué era lo que pasaba, pero como no hacían ruido al teclear, eran más suaves y luego le dabas a un botón y se ponía la impresora como loca a sacar papel que sólo había que recortar, pues se fueron haciendo con el tema.
      Aquel jefe encerrado entre sellos y libros de registro, se debatía entre la vida y la muerte frente a las llamadas constantes, del teléfono con rueda de arrastre y forma de montera de color verde claro que estaba en su mesa. No lo soltaba porque no paraba de sonar.
-       No me va. Se ha cortado la pantalla. Se ha quedado en verde claro.
-       Dale efedos.
-       No me va. La tecla de retroceso no va. No puedo pasar al otro renglón
-       Dale efecuatro.
-       Oye, que no sé qué le pasa. Han empezado unas rayas que no paran en la pantalla. No sé qué he hecho.
-       Dale efedos.
-       Mira, se ha ido el papel del carril de la impresora. ¿podéis subir a mirarla? El jefe quiere sacar hoy los cheques de pago.
-       Hoy no. Mañana Tranquiliza al jefe. Hoy tengo médico y yo no voy a ver ninguna impresora.
Aquello tomaba unas proporciones imposibles de soportar, porque los dos ordenadores por planta trabajaban como si hubiera veinte por persona, y ese pobre hombre del registro, no daba de sí nada, porque no sabía nada.
Empezó a faltar, y el servicio se colapsaba. Tuvo una fuerte depresión nerviosa por no poder atender las demandas que los compañeros le hacían, y se retrocedió. Se volvió a las máquinas de escribir y a la comunicación escrita manual, mientras se recuperaba de la depresión, que dedicó a leer revistas de informática que empezaban a aparecer en el mundo exterior.
      De repente volvió a la oficina. Se sentó en su mesa de despacho y asumió la responsabilidad que había dejado, con una fortaleza digna de encomio.
-       Perdona, - la primera llamada – no se enciende el ordenador.
-       Espera un rato. No hemos encendido el sistema general todavía.
-       Oye mira, que no va la tecla del siete.
-       Ahora sube Clemencio a verlo.
-       Por favor, que no se enciende la pantalla.
-       Dale efeseis.
Y aquello empezaba a ser lo mismo que casi le cuesta la cabeza, hasta que recordó lo que había leído en esas revistas de la convalecencia.
-       Que salen rayas en la pantalla.
-       Resetea.
-       Que salen letras que no son.
-       Resetea.
-       Que no se puede configurar el programa.
-       Resetea.
-       Que no se puede imprimir.
-       Resetea.
Se jubiló sin querer, por obligación, el señor Resetea.

Matilde Muro Castillo.

16 de mayo de 2020

TRINCHERAS

Ecommerce en las trincheras: estrategias y tácticas que funcionan
Foto: Pablo Renaud.

         Querida madre:
         Me han dejado esta noche de guardia en el torreón de la trinchera. No hace falta que le diga que no la olvido, ni a usted ni a padre ni a los muchachos.
         Le escribo porque me lo pidió cuando me llevaron los del cuartel. Han pasado dos años y hasta ahora no he podido madre.
         El Crispín, el que vivía en la montaña con las cabras, está en este batallón mío desde hace tres meses, es muy tozudo. Dice cuando me ve que le escriba a usted, que lleva desde que me fui preguntando al cartero si hay carta mía. Que usted ha ido a la iglesia a decirle al cura que le paga lo que le pida para que él me escriba cartas a mí, porque usted no sabe dónde mandarlas. Que está usted inquieta porque no le he dicho nada a ninguno de ustedes.
         Madre, lo que aquí veo no es cosa de contar. No puedo decirle a usted que esto es para presumir de haber estado aquí. Sólo hay mucho hambre, mucho miedo y mucho frío. No somos personas, madre, somos animales vestidos de personas a los que nos llevan de un lado a otro, a cavar zanjas que llaman trincheras, para que nos metamos ahí y esperemos a que el enemigo, que son los de los pueblos a los que usted, padre y yo íbamos a vender con el burro lo de la huerta, a esperar a que esos amigos pasen para matarlos, o que nos digan que aquí está la noche y que las zanjas que hemos cavado es la cama en la que hay que dormir, y cuando el cansancio nos puede, dormimos en lo que, es lo más seguro, que sea nuestra propia tumba que nosotros mismos hemos fabricado.
         Madre, esto es muy difícil de explicar. No podemos hablar entre nosotros porque nos ponen al frente. Te quitan la pala de cavar y te la cambian por pistola, balas y un casco de hierro y se acabó la tranquilidad del rato del trabajo de la tierra. Mejor el silencio madre, y con las miradas nos entendemos. Yo no sirvo para matar madre. Prefiero cavar las tumbas de los hermanos y andar de un lado a otro, obedeciendo a muchachos que son más jóvenes que yo, y que se creen que por mandar van a ganar tiempo a la vida de una bala, que atraviesa la cabeza cuando menos te lo esperas. ¡Cuántos hombres muertos madre!, ¡cuánta gente conocida a la que he cerrado los ojos después de un disparo certero, cuando se asomaron a mirar si el sol estaba de frente! No puede usted creer que esto que está leyendo sea de verdad y que, después de dos años yo siga vivo. Es como algo impensable. Los jefes dicen siempre que es porque no llevo fusil, que llevo la pala y no me estoy quieto en el sitio. Pero eso me lo enseñó usted madre, a no estar quieto. A tener siempre cosas que hacer para uno y para los demás, y usted siempre decía que la vida sin movimiento no es vida, y yo ahora lo comprendo. Cuando era más pequeño a usted no la entendía con tanto hacer, hacer y hacer. Ahora lo digo a los compañeros, cuando tenemos un rato que nos avisan que no hay peligro y podemos fumar. Si madre, fumo. Fumo mucho y sé que a usted no le gusta, pero he empezado y quiero decirle que no se enfade, que cuando volvamos a vernos lo dejo, pero que ahora me sirve de tranquilidad y parece que paso menos hambre.
         Cuando me ponen la cucharada de la comida del rancho en la escudilla, es cuando más me acuerdo de usted madre. Esto que nos dan no hay quien lo coma. Dicen que son lentejas, o dicen patatas, o dicen arroz. Es porque lo dicen. No sabe a nada, no se puede casi tragar. Siempre está frío y pastoso todo. Lo único que se parece un poco más a lo que es, es el pan. Duro, negro, pequeño. No es como el de usted, desde luego, pero por lo menos la forma la tiene. Es todo triste y me recuerdo cuando estábamos todos sentados en la mesa de la cocina, con el fuego encendido y usted nos hacía sopas de menudillos con arroz, o los garbanzos con tocino mojado en el pan, o el repollo con el poquito de vinagre y frito con ajo… no sigo madre, porque me voy a poner malo sólo de pensar que nunca más lo voy a comer.
         Le digo lo de nunca más porque aquí cada día que pasamos vivos es como un milagro. Pero no quiero que esto le ponga a usted triste. Yo voy a hacer lo necesario para volver con ustedes, pero está la cosa muy difícil.
         Ahora que es invierno y hace mucho frío, dicen que nos llevan a las tierras del norte porque es donde hay más lío, que lo del sur parece que lo han solucionado. Yo, si quiere que le diga la verdad madre, ya no sé ni con quién ni contra quién ando peleando. Unas veces que si somos malos, otras que hay que matar al alcalde del pueblo que la noche anterior nos dio cobijo, otras que si los cinturones que aguantan las herramientas y las armas hay que cambiarlas, que si las botas, que si las hombreras. Mire madre, ninguno sabemos ni dónde estamos, ni con quién.
         No comprendemos porqué hay dinero para tanta pistola y fusil y nos tienen mataditos de hambre. Por la mañana, cuando sale el sol, nos espabilan a patadas el que cambia la guardia, y si no le es de su conveniencia que nos echemos una taza de achicoria caliente a la garganta para empezar a andar, con las tripas vacías arrancamos en la nieve a caminar y bebemos de la propia nieve derretida para lavarnos los dientes y enjugarnos el mal sabor de la noche en vela, o de los malos sueños, que nunca faltan.
         Cuando el Crispín me habló de usted el primer día, no le contesté. Tuve que dejar pasar un tiempo para volver a verlo, porque reconozco madre que me he hecho mayor, y he aprendido cosas malas. He aprendido a que si no pienso en usted no sufro. Que si no pienso en padre, tampoco lo paso mal. Que si de los muchachos no sé nada, mejor. Y así he pasado días hasta que he vuelto a encontrarlo y aquí me tiene contándole las cosas que no quería que usted supiera.
         Hay días en los que pienso que volvemos a casa, pero hay otros en los que no tengo ni ganas de andar. Además, madre, se ha quedado tanto allí por aprender, y ahora que me hablan de cosas que tampoco entiendo mucho, no sé yo si ustedes habrán salido bien librados de estas batallas de los pueblos. El Crispín dice que a ustedes se les quiere, pero que es verdad que en el pueblo ha habido de todos los colores. Ahora tengo yo el afán de saber de ustedes y que me escriba si recibe esta, porque mire madre, aquí una vez a la semana reparten cartas que no sé cómo saben dónde estamos, porque no lo sabemos ni nosotros, como le digo.
         Yo estoy recibiendo una de una muchacha de Alcalá de Henares, que no conozco de nada, pero que dicen que hay mujeres que se dedican a escribir a los que estamos en el frente y vamos solos. Yo no hablé de ustedes a nadie, porque ya le digo que he aprendido a no pensar para no sufrir, y uno de la cocina le dijo al que trae las cartas que yo no tenía a nadie y ahora me escribe esa muchacha de Alcalá de Henares que se llama Julia, y me cuenta que hacen calcetines, que si necesito me manda en la próxima carta, que hacen vendas y que hacen camisetas. Yo no le contesto, pero ella escribe todas las semanas y el cartero me lo entrega como si me conociera de algo.
         Mire madre, otra cosa que he aprendido en esta guerra es a tener miedo. Antes no tenía de nadie, pero ahora me dan miedo hasta las hormigas. Tengo el pecho encogido a todas horas y me asusta cualquier cosa. Si me piden subir a un árbol lo hago por obedecer, pero el miedo madre, me cambia el color de la cara, y no lo puedo decir porque entonces me quitan la pala y me dan la pistola, que no quiero madre como le he dicho, porque yo no sirvo para matar y usted lo sabe.
         Ahora que le escribo se me viene al pensamiento que no la obedecí a usted cuando me pidió que le llevara a la señorita Andrea la garrafa del aceite que le teníamos que dar a cambio de haber recogido sus aceitunas. Madre, no se la llevé. La garrafa la dejé escondida en el pajar para que, cuando a nosotros nos faltara, tuviéramos, porque como la señorita Andrea tiene esas cantidades grandes de aceite que hasta vende, nuestra garrafa no le iba a hacer nada y si a nosotros. Me tiene que perdonar madre, y si usted quiere se la lleva y le pide perdón de mi cuenta, que si vuelvo ya iré yo a disculparme.
         Dicen que estas cartas les llegan seguro. Es otro de los misterios que tiene esta guerra para mí, porque todos se conocen entre ellos y parece que se dicen lo que van a hacer. Es como si estuviéramos elegidos para ir al matadero o a la gloria, según el capricho de los que han organizado esto.
         Ya ve madre. Pocas alegrías le puedo dar. Es la guerra, pero no sé contra quién ni para qué. Si usted me va a escribir lo hace a las señas que ponga el sargento en el sobre que yo le entregue.
         Si no me puede escribir, no se preocupe madre, porque haré lo posible por volver vivo. Dígale a padre que le respeto y a los muchachos que la cuiden a usted, que lo único que vale en esa casa.
         Madre, si muero por razón de la guerra y le devuelven mi cuerpo, hágame el favor de enterrarme al pie del árbol grande que está en la esquina del cementerio del pueblo. Allí aprendí a leer y a escribir con el maestro, hace corriente siempre y los pájaros anidan todos los años.
         Si le dan dinero por mi muerte cójalo madre. A nosotros en dos años que llevamos en la guerra, no nos han pagado por este trabajo.
         Su hijo que la quiere.

Matilde Muro Castillo.


15 de mayo de 2020

EL TESTAMENTO

Cementerio de Niembro: Información útil y fotos
Foto:Derechos reservados Escapada Rural. Niembro (Asturias). 


         Cándido falleció hace siete meses. Las prisas por poner en orden los papeles se toparon con la falta de dirección de muchos de los herederos de esa fortuna que, se suponía por parte de los herederos, atesorada durante largos años de existencia.
         Tuvo empresas de toda clase, y era un sabio negociante a la hora de hacer y deshacer.
Levantaba grandes estructuras de todo tipo: tuvo una ballenera que le dio réditos sin fin. La situó en La Coruña (A Coruña ahora por algo, no sé bien porqué), y de allí hizo rica a su sobrina Carmiña, a la que cedió en vida parte de las inmensas riquezas que aquella actividad proporcionó. En un momento determinado, con motivo de un viaje a Japón se enteró, a través de un administrador de industrias conserveras japonesas, que la caza de la ballena se iba a terminar en todo el mundo, excepto en Japón. Como él confiaba en esa cultura oriental más que en su propia vida, porque los japoneses se clavan una espada afilada en el pecho, antes que mentir, no lo dudó un minuto. Nada más volver A Coruña (ahora no sé cómo se escribe, si A A Coruña o a La Coruña), bien, nada más volver puso a la venta la ballenera. Diecinueve días tardó en vender aquello, contando los plazos legales de firmas en notaría y traspasos de derechos de las propiedades, porque se deshizo hasta de los terrenos y naves que tenía en el puerto. Su táctica siempre fue que cuando vendía, se deshacía de todo, todo lo que tuviera que ver con lo emprendido anteriormente.
         A los treinta y ocho meses se prohibió la caza de ballenas. Había pasado tiempo y le había donado a Carmiña, su sobrina favorita, todos los rendimientos de aquella venta, pidiéndole que renunciara a posibles herencias posteriores, cosa que Carmiña hizo sin dudarlo a la vista del cheque que el tío Cándido le puso al lado del documento de renuncia.
         De Carmiña, que era hasta entonces una jovencita de buen ver, en plena edad de paseo por la Avenida de María Pita al mejor postor, no se supo nada más.
         Cuentan las lenguas del lugar, que se compró una casa en Argentina, se llevó con ella al servicio del que disponía en A Coruña, y no se conoce si se marchó a La Patagonia o al Chaco.
         Se hizo también con la exclusiva de fabricación de globos aerostáticos para toda España. Había visto la maravillosa historia del globo de Betanzos, y decidió que aquello podría ser importante, porque desde los globos se podrían medir temperaturas, hacer fotografías, revisar espacios protegidos para aves por ejemplo, prestar servicios de vigilancia al ejército … un sinfín de aplicaciones que le proporcionaron también buenas ganancias antes de que se modificara el material para fabricarlos.
         Como consecuencia de un accidente ocurrido en una exhibición de globos en Austin (Texas), la normativa internacional cambió, y los tejidos tenían que ser, a partir de entonces, los que los americanos dijeran, porque ellos eran los que los fabricaban. No le gustó a Cándido, y le vendió la empresa al ejército por un buen puñado de billetes, porque estaba en auge el tema de los globos, pero cuando cayó en manos de la milicia la necesidad de tratar con los americanos para conseguir los tejidos, se vino abajo la moda y Cándido no sólo salió indemne, sino rico.
         Lo único que echó de menos era no poder participar todos los años en el festival de Betanzos que, aunque su globo maravilloso está hecho de papel, a él le gustaba estar ahí poniendo los pachuzos o prendiendo los chorizos, pero Cándido ya se sabe que, si se deja, se deja y no hay vuelta atrás.
         En otro momento dispuso de una línea de ferrocarril, que unía directamente dos poblaciones en La Mancha, dos poblaciones alejadas la una de la otra ancestralmente y sin ningún accidente geográfico que se interpusiera en el camino. Ni un molino de viento, ni un riachuelo, ni un puente que derribar ni construir, esas dos poblaciones vivían aisladas entre ellas como enfadadas. Eran lugares productivos de cereales, alguna otra especie comestible y arenas y piedras que se llevaban de un lado a otro para la construcción. Él montó allí el tren.
         Se hizo riquísimo. Fue costoso hacerlo y sobre todo convencer a las autoridades del beneficio que aquel medio de comunicación suponía para los pueblos, y cuando se consiguió, allí estuvo más de veinte años aquel tren de veintitrés kilómetros de distancia, con una vía recta y sin alteraciones superficiales, que comunicó a dos lugares que, hasta la llegada del tren, ni se conocían.
         De nuevo lo vendió cuando rendía, y Renfe lo arruinó.
         Así hasta los ochenta y nueve años de la vida de Cándido, que ahora descansa eternamente en el cementerio que también construyó él, en un acantilado maravilloso. A la orilla del mar, pero en un alto, altísimo, donde el viento rompe sin piedad a cualquier hora del día o la noche, con la intención de ventilar las ideas de los que allí quieran reposar en silencio y sin quietud. Nunca quiso la quietud, no le gustó el sosiego porque las ideas le bullían y pocos eran capaces de seguirle.
         Dejó escrito el epitafio que aparecería en el testamento cuando se abriera, y aquí nos encontramos, en el despacho el notario, que ha tardado más de siete meses desde el fallecimiento, para juntar a los posibles herederos.
         Juan, el sobrino sacerdote, que hace más obras de caridad para él que para los demás, apareció impoluto con sotana de botones forrados y clergyman almidonado.
         Marisa, la profesora de latín que se casó con un pescador de Sanlúcar de Barrameda y abandonó el latín por las sevillanas. Apareció por la notaría con sus dos hijos mellizos de 19 años, porque ella no sabe conducir y le acompañaron, se suponía, a llevar el dinero en el bolso.
         Julia, la técnica bancaria, acababa de aterrizar desde Ginebra. Hacía transacciones comerciales para otros y andaba diestra en negocios y confabulaciones dinerarias. Tenía las cejas levantadas permanentemente. Era como un perrillo ratonero, dispuesto a cazar a cualquiera que se moviera sin su permiso.
         Sergio, el dueño del supermercado del pequeño centro comercial de su localidad, no esperaba nada del tío. Le había dado dinero para emprender el negocio, y por supuesto no iba a recibir. Se daba con un canto en los dientes si en el testamento no aparecía su deuda y salía por pies del envite.
         Y por fin la pequeña Laura, a la que todos esperaban que el tío le dejara la fortuna por edad, y porque le había hecho mucha ilusión que su hermana andrajosa, se decidiera a adoptar a una niña de El Salvador. Laurita era un bombón, pero la hermana de Cándido se decidió a tal menester teniendo 76 años, y en medio de una de las miles de crisis existenciales que arrastraron su vida. En sí no podía adoptarla por edad, y realmente en los papeles Laurita aparecía como hija de su madre de verdad, pero la hermana de Cándido se hizo cargo de la menor porque la madre, al servicio de la casa, se fue a vivir a Madagascar con un hombre del que se enamoró en la pizzería del Arco Nuevo. Un hombre negro enorme, que lanzaba las masas de pizza al aire como si fuera un número circense. Las recogía con esas manazas y esos brazos sin fin, que volvieron loca a Estirlicia, y dejó a Laurita con la señora una noche de abril de hacía seis años, cuando la niña contaba meses de edad.
         El notario da paso a la lectura del testamento, ordena silencio y pide que los comentarios que haya que hacer acerca de las disposiciones que se lean, se produzcan cuando la lectura termine, sin interrumpirle.
         En el testamento, para resumir, se dispone que:
Uno – Todos los dineros prestados a quien fuera o fuese, quedan resueltos. Nadie ha de devolver ni pagar nada.
Dos – Los dineros de las cuentas corrientes que están a su nombre exclusivamente, se reparten a partes iguales por todos los que son sus herederos, menos Carmiña, que ya ha sido servida y se aporta el documento de renuncia.
Tres – De entre esos dineros a repartir, se va a sacar como heredero al cura. Él, ni la Iglesia van a heredar nada de nada de sus trabajos.
Cuatro – Todos los bienes inmuebles, excepto su enterramiento, que es a perpetuidad, y el Ayuntamiento ya tiene depositado el dinero para que así sea para los próximos cien años, pasan a ser propiedad de quien ha sido su amante desde que contó con veinte años de edad, su adorado Rafael, que yace en la sepultura que está debajo de la suya en el mismo cementerio.
Cinco – Que como su amado Rafael ha fallecido antes que él, todas las propiedades inmobiliarias, muebles y bienes que no sean dinero efectivo, pasan a ser propiedad de Leocadio, el fiel secretario de Rafael y él mismo, que a los dos ha prestado servicio en cuerpo y alma desde el principio de sus días, al final de su existencia.
Seis – Que en su lápida figurará el siguiente epitafio: “No hagan preguntas, porque no hay respuestas”.


Matilde Muro Castillo.

14 de mayo de 2020

DE PESCA

Foto: Internet.



         Era muy normal ir a pescar sin fecha fija. Se iba cuando de repente se le ocurría al jefe de la casa y, sin entender muy bien la razón, teníamos que levantarnos al día siguiente a las cinco de la mañana para salir en comandita a pescar peces asquerosos, que nadie se comía después, de los que no se podía presumir por el tamaño ante nadie, y que lo único que ocasionaban eran unas broncas monumentales entre todos los asistentes, porque las artes de la pesca en ríos, pantanos, charcas y demás elementos de aguas poco bravas, son tantas como pescadores hay a lo largo de las orillas.
         En primer lugar hay que escoger el sitio detenidamente. No pisar el borde porque los peces lo oyen todo. Tienen oídos de tísicos y ahí no se puede uno acercar.
         Primera pregunta: ¿desde dónde se pesca? ¿desde la ventanilla del coche? No hay respuesta. Mirada fulminante que calla cualquier duda.
         Caminamos de puntillas por la orilla, mientras el maestro se camufla: sombrero de tela con cinta oscura en la que prende ramajos del camino. Camisa caqui y pantalones de rambo combatiente, con más bolsillos que pasos da, y dice que nos disfracemos así para que los peces no nos vean.
         Pero ¿cómo no nos van a ver vestidos de esta forma? No, porque vais disfrazados de árboles y os confunden. De nuevo la risa, y otra mirada de fuego nos deja en la orilla, de puntillas y sin disfraz, porque no teníamos ni esos pantalones, ni la camisa, ni el sombrero.
         Encontrado el lugar para lanzar la caña, se ruega silencio total. Quietud, sol, tierra, sed, hambre, aburrimiento y de repente la punta de una caña que se mueve y se organiza el alboroto.
         Manotazos. Pateos en la orilla, querer sacar el pez, la nasa preparada para depositarlo en el agua enjaulado… y nada, se ha escapado llevándose la lombriz y el anzuelo de regalo.
         Ahora hay que volver a poner el anzuelo y la lombriz, y empieza la lección de turno. El asco que dan las lombrices en general es proverbial, pero no es admisible en alguien que va a ser pescador. La lombriz se coge así, se engancha por la cabeza y lentamente … el alumno empieza a vomitar la cena, porque no le ha dado tiempo a digerir el desayuno.
         Caña al agua para atender al alumno con síntomas de extenuación, y caña que se va flotando al centro del pantano, porque el anzuelo ha sido mordido por un indeseable que no se ha detenido en el momento crítico de la vomitera.
         No pasa nada. El maestro se mete en el pantano con unas botas de agua de caña corta, y se empapa. Se queda aprisionado en el cieno del pantano con las botas llenas de agua, pero ha alcanzado la caña. El gorro con ramas también se ha mojado, y ahora tiene el aspecto de un árbol en noviembre: seco y sin pinta de sobrevivir al invierno.
         Nuevo intento: anzuelo, lombriz que se pincha por la cabeza y cubre el anzuelo hasta … nueva vomitona. El alumno no soporta la función. Le dice al maestro que él quiere pescar con cucharilla. Que es una cosa que sabe manejar y poner y quitar, y que no es un animal que él mata por la cabeza y lo atraviesa a lo largo de un anzuelo, haciéndole sufrir de esa manera, para que, estando vivo, se lo coma un pez.
         No es lugar de cucharilla. Aquí no hay black bass ni trucha. Aquí hay carpa y barbo, y se pescan con lombrices o las habas que te has olvidado en casa. Porque si tú no hubieras olvidado las habas, no estábamos de esta manera.
         Las habas te las habrás dejado tú, porque yo creía que eran para comer en casa hoy. A mí no me ha dicho nadie que hay que traerlas.
         Nueva mirada fulminante que calla las críticas. Tiempo de espera para tratar de pescar algo. Calor, y más calor. Quietud, silencio, cañas inmóviles y los otros, los que se había negado a pisar la orilla desde la primera mirada, habían desaparecido del entorno y estaban metidos en el coche oyendo música.
         El maestro pide agua al alumno, y se la da. El maestro cede a lo de la caña con cucharilla y le monta una corta con carrete y cucharilla para que se aleje de allí e intente pescar, aunque el maestro sabe que es imposible pescar nada con cucharilla, pero por lo menos va a dejarle en paz un rato.
         El alumno lanza la caña como le explica el maestro: siempre el anzuelo de derecha a izquierda, pero tienes que tener cuidado con la fuerza que pretendes tomar para lanzar la caña, porque puedes enganchar el anzuelo en cualquier sitio. No dejes que haya nadie a tu izquierda nunca. Fíjate cuando lances si puedes tener problemas. Mira así se lanza esta caña. Le clavó al alumno, que se había puesto a su izquierda, el anzuelo en la manga de la camiseta. Gritos, bronca, mirada asesina porque el alumno va a lo suyo y no presta atención alguna a lo que está sucediendo en esa operación matutina, que es de imprescindibles conocimientos, para que ese personaje pequeño aprenda a hacer algo en su vida.
         Resoplo. Respiración honda. Se pone el sombrero sin ramajos y vuelve a empezar a enseñar: caña hacia la derecha, sujeta el hilo del carrete para que no se frene y suelta el sedal cuando des el tirón para lanzar. ¿Lo ves? Así de lejos tiene que llegar. Luego poco a poco vas recogiendo la cucharilla y, como no vas a pescar nada, porque aquí con cucharilla no se pesca, aprendes a tirar una y otra vez para que, cuando vayamos a pescar truchas, sepas manejar el carrete sin parar.
         Le pregunta al maestro si puede alejarse de él un poco. Por supuesto y te lo agradezco para evitar problemas, porque casi antes te engancho sin querer. Si se te atasca o tienes problemas, me llamas.
         El maestro se colocó de nuevo en su piedra. Caña larga, lombriz ensartada, lanzamiento y … ¡se me ha enganchado! ¡vaya! No pasa nada. Te ayudo y desenredo.
¿Qué has hecho? No hay forma de desenredar este lío. Voy a cortar aquí y allá, desenganchar este nudo, pero ¿cómo se ha enredado esto? Ve al coche y tráeme un mechero, hay que cortar el hilo quemándolo. No espera, mejor que con el mechero lo corto con la navaja. ¡Vaya lío! Ni hecho a propósito. Se coloca todo de nuevo y vuelta a empezar.
         Se aleja el alumno y le pregunta desde lejos a gritos que qué hace con un pez si lo pesca. Como la mañana estaba terminando, el maestro le dice que se lleve la nasa de él, porque no creía que fueran a pescar ninguno de los dos, pero que si se cansaba creía que debía ir al coche y acercar la cesta con la comida. Que les dijera a los otros que era la hora de comer, y que se acercaran todos al puesto del maestro.
         El alumno prefiere ir a pescar un poco, y ocurre el milagro del principiante. Con la caña y la cucharilla, llena la nasa de peces de un cierto tamaño, black bass que allí no sabía el maestro que hubiera. Emocionado, se pasan las horas recogiendo el producto de la pesca, y cuando vuelve al puesto del maestro, ve que no ha cogido nada.
         De todo se aprende, le dice el maestro, algo humillado. Hace suya la victoria del alumno y se van los dos tan contentos a enseñar el producto de la pesca a los gamberros que pasaron la mañana encerrados en un coche, oyendo música y sin muchas ganas de aprender a pescar.
         El maestro les puso de ejemplo al alumno aventajado como obediente, hábil, con suerte y buena gente. Sin un solo defecto. Además, la cantidad de peces que llevaban, les hacía prometérselas muy felices para asombrar en la casa, donde habitualmente desde las jornadas de pesca sólo llegaban ropas sucias, olor a cieno y mal humor.
         Vamos a comer y a celebrar la pesca. Ellos ya habían comido. Se habían comido todo lo que iba en la cesta preparada. Se habían bebido el agua. No había hielo en la nevera. No quedaba fruta. ¿A qué se habían dedicado esos pescadores?
         A comer, beber y escuchar música.
         El planazo del fin de semana.

Matilde Muro Castillo.

13 de mayo de 2020

LOS VOTOS

Military Uniform, US Army uniform, Infantry | Uniformes de la ...


Foto Internet.

A las cinco de la tarde era la ceremonia de celebración de la promesa de votos perpetuos en el convento que habitaban monjas de la orden Jerónima. Prestigiosa y de gente, se supone que educada, era esa orden, y sin prejuicio alguno ante la procedencia de las novicias, a las que no se les exigía más que un convencimiento atroz de que la vida en encierro perpetuo, y rezando por las ovejas descarriadas que paseamos a nuestro antojo por la existencia, debe ser protegida por sus rezos inagotables y confusas prioridades de supervivencia (según mi criterio, claro).
         Sor Mediación, con la que me cruzaba todas las mañanas a la puerta del convento, me había comunicado la celebración de la ceremonia, y me había invitado para que asistiera al acontecimiento. No es frecuente, desde luego, que te inviten a una ceremonia así, pero como la hermana y yo nos dábamos las buenas noches a diario encendiendo y apagando dos veces, ella la luz de su celda y yo la de mi salón, que es la que estaba frente a ella, entablamos una cierta amistad. Además me dejó que le hiciera una fotografía del zurcido que llevaba en la toca, por la que me dieron un premio de fotografía callejera que compartimos, cincuenta pesetas para ella y otras cincuenta para mí, y aquello nos unió aún más.
         Llegó el momento de la ceremonia, y allí estoy en la iglesia del convento. Un palacio del siglo XVI, al que le calculo unos dos mil metros cuadrados de edificación, piedras talladas, escaleras, celdas, rincones, claustro superior, huerto, caballerizas, recovecos, zonas imposibles de determinar y calentado en invierno, por criterio de la superiora de entonces, con una estufa de gas butano que estaba encendida a diario mirando al Santísimo en su capilla, por si se quedaba frío.
         Aquellas monjitas pasaban los maitines a cero grados, y mantenían la misma temperatura hasta que anochecía, a fuerza de temblar, enfermar y morir en el más absoluto de los silencios.
         La capilla comenzó a llenarse de vecinos de los alrededores, donantes, padrinos de las monjitas, amigos y un grupo de gente extraño, forasteros con aspecto norteamericano que ocuparon los primeros bancos de la iglesia, que en su día fue un salón del palacio y que las monjas reorganizaron como capilla a su santo entender, que no suele ser muy acertado cuando de conservación del patrimonio se trata.
         Empieza el desconcierto del órgano, y suena una marcha militar. Nos miramos los asistentes entre nosotros y se abren de repente las puertas de la iglesia, apareciendo por ellas una marine americana, con sable, pistolas, gorra de plato, guerrera, medallas, espuelas… un compendio total de armamento, seguida por una tropa escasa de militares también, que la acompañan hasta el coro bajo, donde estaban las monjitas de toda la vida, que asistían impávidas a aquella ceremonia impuesta por las circunstancias y la madre superiora.
Rezos, cánticos temblorosos, armónium desacompasado y empieza un lío de telas, trapos, tijeras, armas y demás cosas, que a los asistentes nos inmoviliza, porque no sabíamos si ayudar a sor Rosita con la espada, a sor Mediación con las pistolas, qué hacer con la guerrera y dónde poner la gorra, además de ver que nadie acertaba a cortarle el pelo, porque venía afeitada de casa, como buen marine.
Esa militar tenía que tomar los votos y aparecer desde el círculo que habían formado las monjas, vestida con el hábito de la orden, habiéndose despojado de pantalones, guerrera, zapatos deslumbrantes, medallas de guerra y todo lo que se pueda uno imaginar.
         Ante la impresión de los asistentes, ocurrió el milagro, y aunque el ante coro se quedara lleno de ropa tirada por el suelo y toda la cacharrería militar,, la monja se marchó hacia el grupo de hermanas que la esperaban detrás de la reja, que se cerró como si allí no hubiera pasado nada, dejando a la marine transformada en sor.
         El capellán del batallón americano al que pertenecía la ahora sor, fue el que nos dijo la misa correspondiente, que sólo entendieron ellos, porque de inglés, y menos del americano, los allí asistentes no entendimos nada. El tono era fuerte. Aquel capellán era guapísimo, vestido con una sotana planchada como si no hubiera un mañana, un alba de lino que parecía de papel de seda y unos andares, que válgame dios.
         En el orden que indicó la madre superiora, abandonamos la capilla los invitados sin dejar de mirarnos, encoger los hombros y no saber si llorábamos de risa, miedo o pena. ¡Vaya ceremonia!
         Pasaron los meses y la hermana marine se empleó a fondo para poner en orden ese convento. Desde mi casa se oían al amanecer marchas militares a todo gas, y cuando pasaba por la puerta, como siempre, le preguntaba a sor Mediación y me decía que aquello iba de mal en peor, que las hermanas estaban agotadas. Que la marine las había puesto a hacer gimnasia al ritmo de la música, y que tenían que dar vueltas al claustro superior corriendo hasta que ella lo ordenara.
         Quería darles clases de inglés a todas, ponerlas a trabajar en electrónica, y a que hicieran cosas que resultaran productivas, porque ese rezar y limpiar el palacio, que no era ni de ellas, no resultaba para nada obra divina.
         La edad media del convento eran los 87 años. Casi todas llevaban más de cincuenta años tras aquellas paredes, con idas y venidas desde su auténtica casa madre al palacio, por el que pagaban una peseta al año al marqués de turno, señorito que las consideraba sus esclavas, y así las trataba sin empacho alguno.
         La marine quiso poner fin a ese espectáculo más propio de Kentucky que de España, y lo primero que determinó es poner en forma a la tropa de religiosas, que caminaban con dificultad y comían en pisteros.
         Empezó la comunidad a sentirse molesta con estas palizas. Sor Mediación me contaba a diario las andanzas, y era patético. A ella le dijo que no se moviera de la puerta y recibiera a los visitantes a cualquier hora. Imposible hija, mis oraciones no puedo abandonarlas. Ella cree que no la entiendo, pero los gestos se comprenden muy bien. Yo no voy a estar en la puerta porque ella quiera. ¿Qué me importa a mí el dinero? Nunca he pedido, sólo he rezado para todos y así es como se ayuda, no con dinero. Tiene esta hermana extranjera una cosa con el dinero, hija mía, que me está matando.
         Continuamos con las comidas. Les quitó del menú las patatas cocidas y se las puso fritas. Empezaron a encontrarse mal porque ellas comían más verdura que carnes, de toda la vida, y llega ella con las salchichas, las patatas fritas, no guardar los viernes, no querer comer garbanzos ni alubias. Sor Mediación se negó a comer. Sor Rosita también y la hermana Ángeles enfermó de la vesícula y tuvo que salir del convento, por primera vez en cincuenta años, al hospital. Casi no vuelve.
         Llegó una mañana y no presté atención a que no había música. Cuando salgo a la calle me encuentro a sor Mediación en la esquina esperándome, y me dice que la americana se ha ido. Mira hija, no sabemos a dónde se ha ido. Me ha dicho la madre superiora, que como hablo contigo todas las mañanas, a ver si nos puedes ayudar a saber dónde está. Ha amanecido, ha hecho la maleta y sin decir nada, se ha ido.
         Le dije que a lo mejor estaba en la estación de autobuses, porque aquí otra cosa no hay para marcharse. Que si tenía coche ella y me dijo que no, que se lo había regalado al cura que vino a la ordenación, y que a ella, sor Mediación, le pareció fatal porque ese coche le hubiera venido muy bien a la comunidad para hacer los recados, aunque nadie de entre ellas sabe conducir, pero podían haberlo usado con un chófer. Muy bien hermana, yo preguntaré en la estación a ver si la han visto irse.
         Mediodía y de nuevo sor Mediación me dice que ha vuelto. Que lo que le ha pasado es que le ha dado una pataleta porque a la hora de la gimnasia no había nadie en el claustro, y digo yo hija mía, ¿cómo vamos a estar en el claustro en manga corta, sólo con las calzonas y los zapatos a dos grados bajo cero? Ella dice que entramos enseguida en calor. ¿Qué calor?, si no nos podemos mover. ¿Cómo vamos a correr por el claustro a nuestras edades?,¿cómo vamos a ducharnos, lavarnos o bañarnos con agua fría? A ella todo le viene bien porque tiene una fortaleza impresionante, pero nosotras somos muy mayores y ella no lo acepta.
         Le pregunté el origen de la monja americana, y me contó que, según ella había entendido a la superiora, la militar estuvo en una guerra con los golfos, que le estalló una bomba muy cerca y que tuvo una visión estando en el hospital. Como había salvado la vida, se le apareció dios mismo y le dijo que tenía que su segunda misión en la vida, ya que él la había casi resucitado después del bombazo, era venir a ser monja de clausura de las Jerónimas de aquí. No se lo pensó dos veces hija mía, miró dónde estaba este pueblo en el mapa y aquí la tenemos. No sé yo si dios ha estado acertado, que me perdone, no es que yo quiera violentar su autoridad, pero hija, nos va a matar o de la gimnasia o de los disgustos que nos da.
         Pasaros los meses en más guerra que paz, y aquella relación entre las monjas no mejoraba. Ahora había mañanas que eran otras las monjitas que estaban en la puerta, porque no veían el momento de escapar de aquella tiranía productiva que les había montado: que si hacer circuitos eléctricos impresos, que si dulces, que si vender libros de la vida de San Jerónimo, que cuidar el huerto, cavar sin cesar… no era posible llegar hasta donde ella quería, pero como la madre superiora se lo consentía todo, y la susodicha señora tenía un carácter endemoniado, era mejor escabullirse con excusas, y la portería se transformó en el mejor destino dentro del convento. Por lo menos les daba el aire.
         Ocho de la mañana de un viernes. Sor Mediación de nuevo en la puerta. Hija, ven que te cuente. Se ha ido hace una semana, pero como no te he visto, no he podido contártelo. Se ha marchado y no sabemos nada de ella. No queremos que la busques. No queremos que preguntes a nadie. Si te dicen que está por ahí, pues tú te haces la loca y dices que no sabes.
         Al ver mi cara de asombro sor Mediación se acercó y me explicó, en voz baja, que hacía una semana había ido celda por celda a las cinco de la madrugada a levantarlas. Se reunieron todas en el claustro de arriba y ella tenía hecha ya la maleta. Habló, chilló, pataleó, gesticuló, y a ella le parece que las insultó. Nadie entendió nada, pero el tono no les gustó a ninguna, y cuando vieron que bajaba por la escalera con la maleta en la mano, sin volver la vista atrás, y comprobaron que había rebasado la puerta principal, la madre superiora le dijo a ella: sor Mediación, cierre la puerta por favor, que aquí no entra nadie sin que yo lo ordene. Una semana de ejercicios espirituales para todas y no vuelve a entrar nadie. Por eso, hija, llevo una semana sin abrir la puerta, y no te lo he podido contar.

                                                                              (Historia basada en hechos reales.)

Matilde Muro Castillo.