28 de junio de 2022

ZAPATOS

 



Son objetos inanimados, que se fabrican de dos en dos y acompañan a los propietarios incluso después de morir.

Me encantan, y por todo lo que me gustan he reparado en analizar qué son, qué dicen de los portadores, cómo se consiguen y qué me inspiran (además de una columna de periódico)

Siempre he deseado tener dos modelos imposibles: los que lleva el Papa de Roma y los que llevan los toreros. No soy nada religiosa y menos aún torera, pero esos zapatos uniformes en todos los que practican esas profesiones me parecen de lo más exquisito.

Los zapateros que venden estos objetos considero que deben de ser personas ordenadas, conocedoras de espacios en los que almacenar, delineantes de locales en los que colocar estanterías equidistantes y creadores de códigos privados con los que localizar los modelos y los números para atender con la prontitud que lo hacen. Me apena creer que tienen que estar aburridos. Siempre de dos en dos, sin posibilidad de variación, y si se produce la necesidad de atender a alguien amputado, no pasa nada, el zapato que se queda en el local servirá de modelo para el próximo que lo desee, o el ser defectuoso que calce un número más o menos que otro, con pies distintos o con caprichos que habría de explicarnos el tendero, porque seguro que hay anécdotas para todos los gustos.

Los zapatos se han transformado en obras de arte cuando han pasado por las manos de diseñadores como Manolo Blahnik, que ha conseguido hacer de los zapatos objetos del deseo de los más pudientes. He tenido en las manos alguno de sus pares, pero nunca en los pies, y esto que es la actualidad, me hace remontarme a esas bellezas de sandalias romanas que han aparecido en excavaciones y se lucen en museos, los escarpines diminutos de pies imposibles que se lucen en el museo del Romanticismo, las delicadas obras de arte que, elaboradas en seda natural y bordadas con precisión imposible pinta Goya en sus retratos femeninos y la uniformidad de los zapatos en los retratos masculinos, también de Goya; esos mil estudios que tratan de averiguar cuál fue el primer zapato o el pueblo primitivo que los inventó.

Sólo el género humano usa zapatos. Eso en sí mismo es una curiosidad porque, aunque hayamos puesto herraduras a los caballos, nada tiene que ver con un zapato. 

Es verdad que unos u otros modelos me condicionan. Me producen tristeza los zapatos de charol blanco, me emocionan los tacones afilados de más diez centímetros, me gustan los zapatos sucios de barro, echo de menos a los limpiabotas en las calles, me conmueven los zapatos de los bebés y, a lo que no dejo de darle vueltas es que posiblemente el uso de estos adminículos por parte de la humanidad sea la demostración palmaria de que a nadie le gusta caminar con los pies en el suelo, en sentido real e imaginado. A nadie nos gusta la realidad que nos rodea, y cualquier medio para evitarla es bien venido.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el Diario HOY de Badajoz el lunes 27 de junio de 2022.

13 de junio de 2022

PAPELES PERDIDOS

 


PAPELES PERDIDOS



Mi casa está llena de papeles propios. A veces, según donde mire, son papeles de otros. Esos papeles que a todos atosigan y molestan, además de considerar que ensucian y albergan polvo y animales de varias especies desconocidas y de vidas ocultas que los pueblan, esos papeles son mi devoción.

Guardo todo. Recojo todo lo que se pone a mi mano. Me fascinan las tarjetas de visita, los tiques de compra de los supermercados (lastimosamente se borran al paso del tiempo), las notas de compras, las distintas modalidades de los comprobantes de aparcamientos, y las pegatinas que ponen en la solapa de los generosos las personas que recaudan dinero para miserias ajenas.

Cuando me encuentro con un manojo de cartas de las que se escribían antes (yo sigo escribiendo como antes, lo confieso) no puedo encontrar más placer en desmenuzar el contenido y me importa tanto el mensaje como el olor del papel, si ha sido escrita con tinta o lapicero, si es papel rayado, si es una cuartilla o se han limitado a partir en dos un folio. El cuidado de la escritura, la caligrafía y el aprovechamiento de la superficie por parte del autor, me emocionan.

Guardo con devoción las notas que mi añorada vecina Petra me pasaba por debajo de la puerta, escritas en pedazos de papel de estraza en el que ella envolvía los churros que hacía (inolvidables también), donde me comunicaba visitas que no me encontraron, llamadas que no recibí o recordatorios de acontecimientos a los que debería de acudir si quería seguir viviendo en un pueblo, siempre misas, entierros, ceremonias o novenas imprescindibles para mi salvación.

Ahora tengo entre manos papeles de otros que han llegado a mí por arte de magia, y no puedo dejar de escribir esta columna, porque son muchos, ordenados y catalogados correctamente, pero dejan entrever una vida emocionante, llena de acontecimientos que nadie podría imaginar en su sano juicio y menos aún dar crédito ni afirmar que pueden ser una parte muy importante de la historia de la vida de personas que, en algún momento de sus vidas, los despreciaron y ocultaron a la historia mundial, dejándolos de lado por miedo, odio y rencor, o acaso por desconocimiento y falta de generosidad.

Que nadie se alarme. No se trata de nada extraordinario. Es un archivo familiar, como tantos otros que acaban en la basura o quemados “para que nadie sepa nada”, y es un gran error que pagamos los locos por los papeles que somos capaces de saber que, entre líneas de esos papeles: facturas de compra de piensos, reclamaciones al sastre, reparaciones de zapatos, compras de lazos negros para el luto de los niños, hay una historia que es nuestra y debemos conocer. Nada llegó hasta donde estamos porque sí. Litros y litros de tinta para escribir cubrieron páginas de papel de arroz, algodón, celulosa, cáscara de patata o cartón reciclado y ahí han dejado una huella indeleble que sólo el fuego y el abandono pueden borrar.

Esos papeles perdidos son la razón de la historia de todos, la pequeña historia, la que conocemos de primera mano, porque la otra, la que nos enseñan, está manipulada.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el Diario Hoy de Badajoz el lunes 13 de junio de 2022.


LOS LIBROS

 





LOS LIBROS

Vivimos rodeados de cosas a las que, por razón de la costumbre, casi no apreciamos. El ambiente de nuestras casas se genera por el paso del tiempo. Recuerdos de viajes, herencias, compra compulsiva, regalo de boda, cuadros que no se sabe de dónde han salido, la olla exprés de la abuela, el rosario que cuelga de la cabecera de la cama, el collar deshilvanado que reposa en la bandeja de plata que no se puede limpiar, y así nos vemos envueltos en objetos que se adhieren a nuestra comodidad visual diaria porque, al sentarnos en el sofá, el panorama no cambia.

Yo vivo rodeada de libros. Esos objetos a los que unos cuantos tachan de molestos y acusan de ocupar sitio, coger polvo, pesar y no entender su finalidad dentro de las casas, porque aparentemente no ofrecen contraprestación alguna que no sea la de la contemplación de los lomos que, es verdad, pierden el orden y la compostura con el paso del tiempo. Se aprietan como si hubiera un lugar oculto entre unos y otros y se agachan para rellenar el espacio que queda entre una balda horizontal y la fila vertical a la que ya no le cabe una tarjeta postal.

Las estanterías de las casas ocupadas con libros son lugares especiales. Tienen vida, suelen ser más anchas que los volúmenes que albergan y dejan sitio para los marcos de fotografías, la medalla de natación, el recuerdo del Camino de Santiago, o esa colección de mínimos, de los libros diminutos que tanto atraen y poco ocupan.

Los libros huelen bien. Si entras en una habitación llena de libros, el ambiente es distinto a las que están vacías. Su presencia emite calor de acogida y además paran el ruido que se produce en medio de conversaciones subidas de tono. Los libros producen seguridad. Una pared llena de libros apunta fuerza y resistencia. Sugiere la idea de poder soportar cualquier cosa y, lo que es mejor, alberga historias, viajes, planos y sueños en tal cantidad que no es posible alejarse de ella sin echar una mirada, aunque sea sólo de curiosidad, para saber qué es lo que el propietario alberga en medio de ese paisaje providencial que es la librería.

He escrito muchas veces que los libros son el compendio de los cinco sentidos: huelen, hay que verlos, se oyen el suave rumor del paso de las páginas, saboreamos el contenido y si no se tocan dejan de existir.

Los libros son el todo desde hace miles de años (en cualquiera de las formas en las que apareció la escritura) y noto que, a fuerza de convivir con ellos los despreciamos e ignoramos. Nadie valora la importancia de su conservación, de amarlos, de poseerlos, de que sigan formando parte de nuestras vidas. Nos incitan a leer ¿y luego? ¿qué nos dicen que tenemos que hacer con los libros? Lean, lean y … el desprecio más absoluto, el almacén más oscuro y el final más atroz.

Recuerden y aprendan que sin libros físicos y sin bibliófilos, la vida se apaga.


Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el Diario Hoy el lunes 16 de mayo de 2022.