He tenido unos veranos de infancia memorables. Mis hermanos, con los que los pasaba, probablemente no los recuerden como yo, porque las emociones se reparten de forma desigual y los recuerdos anidan en lugares distintos, no ya del cerebro, que se sabe que es nuestro motor, sino en otros sentidos que se avivan cuando el impulso se repite y despierta las sensaciones adormecidas por falta de uso.
Cuando nos dejaban, íbamos a la era a media mañana a subir a los trillos y dar vueltas sin parar tirados por las mulas y los caballos, siempre bajo la atenta mirada de los pastores, porque no dominábamos bien las riendas y los animales se resentían del manejo violento.
Otras veces organizábamos excursiones, a las cuatro de la tarde, que consistían en ir a través de la pradera a un remolino de árboles a unos doscientos metros de distancia de nuestra casa veraniega. Mi madre nos hacía bocadillos, ponía un tomate, un melocotón y agua a cada uno. Llegados a destino, merendábamos a las cinco, inspeccionábamos el lugar como si fuéramos aventureros de alto riesgo, y a las seis estábamos en casa para meternos en la piscina de mis tíos hasta las nueve de la noche, cuando las llamadas apremiantes nos hacían salir tiritando de frío y arrugados como pasas. Ducha caliente obligatoria, pijama, cena y a dormir sin saber nada de lo que ocurriera en ese tiempo hasta que nos llamaban de nuevo con el desayuno puesto.
Mi madre nos enseñó a plantar árboles alrededor de la casa. Mi padre nos enseñó a abonar, a trazar líneas rectas para sembrar con orden, a mantener el césped, a identificar especies, y a colgar cuadros de la pared, porque la gran afición de mi madre era cambiarlos constantemente de lugar. Ella nunca consideró necesario poner tacos de fijación, él manejaba todo tipo de herramientas y sometía a las escarpias colocadas a pruebas de resistencia antes de colgar el cuadro que, a los aprendices y a mi madre, desesperaban.
Aprendimos a estar sin zapatos durante tres meses pisando toda clase de suelos y tierras. Montábamos en bicicleta de cuatro en cuatro, recogíamos fruta y en ocasiones nos llevaban a coger garbanzos “porque era entretenido”; rehacíamos trozos de paredes de piedra caídos; subíamos y bajábamos cerros acompañados de ellos y no nos faltaba el resuello; ayudábamos a reparar el riego por goteo cuando las ratas (o vaya usted a saber qué animal) mordía los tubos; íbamos al pueblo de al lado una vez al mes a comprar pastelillos industriales a una fábrica innovadora de la zona y, de repente, se acababa el verano, no había nada que recoger para el siguiente porque de lo vivido entonces no era nada necesario para lo que nos aguardaba en el invierno.
El verano ahora es trabajoso. Trasladarse de lugar supone hacer una mudanza. Lo de aquí va para allá, y vuelve. A las cuatro de la tarde se aviva el fuego del cielo, ir solos a doscientos metros no se puede, la piscina de los tíos es de ellos y de nadie más, las bicicletas de uno en uno, las eras no existen, descalzos ni soñar, y poner escarpias en la pared o plantar árboles no es cosa de familia: es de campamentos. En días como éste en los que recuerdo cosas, me doy cuenta de que el tiempo pasa implacable.
Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el Diario HOY de Badajoz el 23 de junio de 2025.