2 de junio de 2015

COMER



Hace muchos años que estoy sumida en una contradicción. Quiero comer sin parar, probarlo todo, comprobar a qué sabe lo que veo y lo que imagino cuando los olores de las cocinas salen por las ventanas de los edificios aparentemente vacíos, y todo sin engordar un gramo. 
¡Qué risa! dirán los que me lean, ¡y yo también! pensarán, y he aquí que me muevo en una dicotomía horrible porque no veo más que programas de cocina, a los cocineros españoles les dan los premios a los mejores del mundo, las revistas de cocina pueblan los kioscos de prensa, los libros de cocina arrasan en ventas, los productores agrícolas y ganaderos me hacen llegar al correo sus propuestas de alimentación sana, económica y de garantía y no puedo olvidar el sabor de la tortilla de patata que hacía mi madre, ni del morteruelo de Navidad, ni de la carne con patatas que era el plato favorito de mi padre, de la dedicatoria de mi madre de un libro de cocina que empecé: "tengo la mano derecha más grande que la izquierda de batir tus biberones...", las delicadezas de Atrio y la química de los platos diminutos que saben a poco pero son esencia, ese perfume alimenticio que se disfruta durante horas bocado a bocado...
¿Qué hago?
Tengo que andar sin parar, hacer ejercicio, beber agua, comer fruta sin pelar ni manipular, dejar el pan, olvidar la carne, poco azúcar y mucha relajación.
Una guerra más, como la del banco: si no tengo dinero me condenan a quedarse con el futuro posible de que lo gane, y si lo deposito, me cobran por dejar que lo guarde.
De momento como con miedo.

No hay comentarios: