Vivo en una casa antigua que está vieja.
El tejado es el original de la casa, y está hecho con un inmenso roble que la atraviesa de lado a lado haciendo el tronco las veces de cumbrera, y en las ramas que caen sobre los muros hay claveteadas tablas que soportan tejas de muchos años.
Como pueden imaginar, todos los años en verano se recorre el tejado con precaución porque considero que es un tesoro conservar aún esta estructura. Se suben, lo barren, reparan, ponen de nuevo tejas viejas, limpian las canales, refuerzan las cobijas que se hayan desplazado y arrancan las ramas de plantas que crecen porque los pájaros han depositado semillas en invierno que brotan en primavera.
Como todos los tejados de este porte, tiene goteras irreductibles. El que viene a recorrerlo le echa la culpa al del año anterior (siempre son los mismos, por cierto), y trata de convencerme de la necesidad de arrasar el tejado y aplicar nuevas técnicas de cemento, hormigón, rasillones, cámaras de aire, fibra de vidrio y nuevas tejas que darían un aspecto horroroso y digno de chillarle a todo el que pasara.
Le digo la verdad: no tengo dinero para tan magna obra, que no dudo que sería de enorme postín para su empresa, pero en el caso de tenerlo, no parece que sea mi prioridad ante lo sensato que es recorrerlo todos los años por un importe aceptable, y esa cosa que es la educación, que nos obliga a conservar para compartir la belleza heredada cuando llegue el futuro.
Este año llueve con dignidad y en cantidades que hacía mucho tiempo que no se veían por estos lares. A pesar de estar tranquila, de forma sorprendente ha salido la gotera irreductible, esa que hacía más de veinte años no asomaba entre las rendijas del cielo raso de mi salón, que es de yeso.
Una gota, otra y otra me han obligado a poner un cubo en el suelo, y me ha trasladado a otro tiempo, ese que creo que de alguna forma siempre vuelve.
El tejado es el original de la casa, y está hecho con un inmenso roble que la atraviesa de lado a lado haciendo el tronco las veces de cumbrera, y en las ramas que caen sobre los muros hay claveteadas tablas que soportan tejas de muchos años.
Como pueden imaginar, todos los años en verano se recorre el tejado con precaución porque considero que es un tesoro conservar aún esta estructura. Se suben, lo barren, reparan, ponen de nuevo tejas viejas, limpian las canales, refuerzan las cobijas que se hayan desplazado y arrancan las ramas de plantas que crecen porque los pájaros han depositado semillas en invierno que brotan en primavera.
Como todos los tejados de este porte, tiene goteras irreductibles. El que viene a recorrerlo le echa la culpa al del año anterior (siempre son los mismos, por cierto), y trata de convencerme de la necesidad de arrasar el tejado y aplicar nuevas técnicas de cemento, hormigón, rasillones, cámaras de aire, fibra de vidrio y nuevas tejas que darían un aspecto horroroso y digno de chillarle a todo el que pasara.
Le digo la verdad: no tengo dinero para tan magna obra, que no dudo que sería de enorme postín para su empresa, pero en el caso de tenerlo, no parece que sea mi prioridad ante lo sensato que es recorrerlo todos los años por un importe aceptable, y esa cosa que es la educación, que nos obliga a conservar para compartir la belleza heredada cuando llegue el futuro.
Este año llueve con dignidad y en cantidades que hacía mucho tiempo que no se veían por estos lares. A pesar de estar tranquila, de forma sorprendente ha salido la gotera irreductible, esa que hacía más de veinte años no asomaba entre las rendijas del cielo raso de mi salón, que es de yeso.
Una gota, otra y otra me han obligado a poner un cubo en el suelo, y me ha trasladado a otro tiempo, ese que creo que de alguna forma siempre vuelve.
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