24 de febrero de 2020

RÁPIDO

Rápido

MATILDE MURO
Salgo del garaje marcha atrás, cierro la puerta del coche y, mientras me pongo el cinturón, uno que viene por la izquierda hace sonar el claxon de su coche porque no puede esperar a que me encinche. Tiene prisa. He hecho la compra en el supermercado de al lado de casa, en medio de un agotador paseo entre estantes que cambian constantemente para que no retenga dónde colocan las cosas y que me pasee incesantemente y evite la cuota del gimnasio. He esperado en la cola para pagar sin inquietarme, me han pasado por la cinta los productos y ahí ha empezado el sufrimiento de la cajera y del que me seguía: imposible que me de tiempo a guardar la tarjeta de crédito, a que me den el ticket, a comprobar qué es mío o del que viene detrás a toda velocidad, empujando y como si fuera a estallar algo a nuestros pies. Cargo el carro como puedo y salgo ahogada en medio de una velocidad inusitada. Corriendo coloco las cosas en el coche y salgo pitando porque uno espera a colocarse en el lugar del parking que había ocupado.
Voy al banco y no hay mucha gente. No pasa nada. Me siento a esperar a que terminen con el que atienden en caja, y uno que entra pregunta quién es el último. No hay nadie más que yo. Miro alrededor pensando que se me había escapado alguien y no hay nadie para caja. Le digo que yo y me pide colarse, porque tiene prisa. De acuerdo. No hay problema, pase. Pasa y se cuela a gritos del que estaba siendo atendido antes que yo. Salen a voces porque el que estaba pidiendo aclaraciones tenía la misma prisa que él, y no autorizó la petición de clemencia.
En Correos había muchísima gente. Estos establecimientos se están convirtiendo en la columna vertebral de España: mandan dinero, paquetes, venden ofertas de todo tipo, pagan facturas, recargan teléfonos, ofrecen información de cualquier documento oficial, traducen, escriben formularios como si de amanuenses se tratara, valoran, envuelven, pegan y atan, cargan como brutos, pesan y vuelven a pesar, algunas veces venden sellos y las menos venden sobres. en fin, unos mártires. Ahí todos andan con prisa y se quejan de que el ordenador del funcionario de la ventanilla es lento. Ellos no tienen culpa. Se los instalaron antes de inventarse la luz y siguen funcionando, ¿qué más quieren los clientes? Nadie lo entiende, y de nuevo miro como si la cosa no fuera conmigo. He recogido del apartado un papel que dice que pida en ventanilla un paquete que no cabe en el habitáculo, y puedo esperar el turno. Pero soy la única que mira con cara de estupefacción las prisas de los demás, que se desesperan, pasean arriba y abajo, resoplan, se abanican con el sobre de plástico cerrado y miran con odio al que va delante porque se le ha adelantado impunemente.
Todo es tan espantosamente rápido que vuelvo a casa, me quito el reloj, me siento a mirar el techo y cuando vuelvo a abrir los ojos, es de noche.
Mañana será otro día.

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