ALEPO
Una brillante mañana del mes de abril de 1992 llegué a Alepo en Siria. Conducía yo desde Damasco un automóvil reparado como los cubanos, a fuerza de piezas elaboradas en fraguas ancestrales, remachada la carrocería con latas de refrescos, y la tapicería de un plexiglás que, en medio de esa temperatura desértica, pasaba a formar parte del atuendo de los pasajeros sin mayor esfuerzo, pegada con sudor y tierra como si hubiera nacido con ella.
Hotel digno, sin grandes estruendos, con desayuno incluido, y unos empleados que me dejaron la maleta y el equipo de fotografía en el suelo porque ellos no servían a mujeres. Ya me daba igual todo. Llevaba más de un mes correteando por ese país y cualquier desdén me resultaba familiar.
A la mañana siguiente me voy al museo a ver qué tienen, y no consigo llegar. Alepo es un sueño. Una ciudad de color sepia, donde las calles se entrelazan compartiendo espacio a puñetazos. Los balcones ocupan las sombras del de enfrente y el adobe brilla a fuerza del roce de los transeúntes que transitan sin cesar cargados con toda clase de mercancías, sin saber muy bien el destino de ninguno de ellos. La ciudad vieja se alivia en la plaza de la mezquita rodeada de árboles bien cuidados, y atravesar esa plaza supone volver al barullo frenético de una ciudad vivísima, en la que hay una gran cantidad de anticuarios que venden toda suerte de piezas que siguen saliendo de las excavaciones que, en teoría, iba yo a fotografiar. Locales diminutos que vomitan alfombras de lana de oveja sin teñir, alfombras de seda tejidas con primor, esculturas negras de basalto con inmensos ojos de marfil y ébano, piezas de barro que dicen venir desde Ugarit, panderetas de piel de cabra, sillas de montar camellos, collares de ámbar, y un sinfín de objetos que te transportan a la leyenda de las mil y una noches sin mucha dificultad.
Los habitantes son amables, sonrientes y no se sorprenden al verme sola paseando por la ciudad, pidiendo un kebab en la calle, no llevando hiyab y fotografiando todo lo que encuentro a mi paso.
Cuando llego al museo, los guardianes dormitan porque el calor es sofocante y hay muy pocos visitantes a los que vigilar. No me registran, ni me descalzan, ni me amenazan, ni me quitan la cámara, me dejan pasear, fotografiar todo lo que quiero, me siento en algunos bancos y dibujo. Se acercan sonrientes a ver qué hago y me ayudan a saber sobre el mapa dónde están los lugares que no debo perderme cuando salga del museo. Todos dicen que el zoco y la ciudadela. Voy al zoco y es tal la magnitud del mercado y la belleza de su arquitectura, que decido dejarlo para el día siguiente y para el siguiente la ciudadela.
Hoy no queda nada. Putin lo arrasó hace once años por una locura como la que está practicando en Ucrania. Putin acabó con el origen de nuestra civilización porque sí. Todos nos cruzamos de brazos porque estaba lejos. Siria sigue desangrándose y nuestra historia yace enterrada entre escombros de bombas de Putin.
Despídanse de nuestros museos o hagan algo. Con mi llanto amargo no basta.
Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el diario HOY el lunes 28 de marzo de 2022.
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