15 de noviembre de 2022

EN REMOTO

Hacía dos años que mi marido y yo vivíamos solos. Mi hija vive en Atlanta (USA) y se dedica a negocios que no entiendo, pero dice que son muy fructíferos. Mi hijo vive en Nueva Zelanda y se dedica a la investigación de animales para mí desconocidos, pero en los que, según él, nos va la vida.

La pandemia hizo que nos sintiéramos aún más solos de lo que nos habíamos quedado, pero propició que, después de pasado el trauma espantoso de la lejanía incierta ente muertes inminentes, pudieran ambos trabajar en remoto, y los tenemos en casa de nuevo.

Hemos tenido que ampliar la velocidad de transmisión de internet, porque al parecer una miseria lo que teníamos, y mira que estábamos conformes con nuestro servicio. Hemos cambiado las horas de dormir. Antes nos acostábamos a la hora que nos daba la gana. Ahora no. Estamos sometidos a horarios increíbles, porque la una negocia con China y el otro contacta con laboratorios de zoos en Argentina a la misma hora y lo más notorio de todo es que hemos empezado a hablar en voz baja.

Ellos se pasean por toda la casa con auriculares inalámbricos, móvil en mano, discutiendo cosas en inglés, chino, francés y español y el silencio ha de primar en el entorno.

El pobre perro, mi querido Carter, ha quedado relegado a estar bajo la banqueta sobre la que estiro las piernas, mientras veo la televisión sin sonido y aprendo a leer los labios de los presentadores.

Mi marido pasa muchas horas en el baño de nuestra habitación leyendo el periódico y escuchando el fútbol en la radio. Le he comprado un termo para el café, y hay días (depende de las reuniones internacionales de los chicos) en los que me apetecería volver a desayunar con él, pero el sitio que ha elegido para estar a sus anchas, no me resulta acogedor.

Los alimentos han salido de la nevera. Todo está a la vista. No hay orden en los horarios de comidas. Se come a todas horas, se pica a todas horas, se devora fruta, verduras y embutidos, quesos y patatas fritas, mientras se hace gimnasia por toda la casa, se contratan servicios de masajes, clases de yoga y se programan viajes de fines de semana aprovechando horas insólitas y lugares que ni su padre ni yo sabíamos que existían. Van y vienen con el ordenador en la mochila, el móvil pegado a la mano y sin otra preocupación que la de saber si vamos a estar en casa tal o cual día, porque los paquetes llegan sin cesar, y ellos no están para atender a los repartidores.

Mi marido y yo mantenemos la costumbre de salir de paseo por la noche, sacar a Carter con nosotros y contemplar la belleza del cielo y, en ese rato en el que hablamos de todo, no hemos comentado esta locura de la vuelta de los hijos a casa. Nos han puesto la vida patas arriba, andamos escondidos por los rincones de casa, comemos en la terraza los dos solos y yo he puesto la máquina de coser en el patio.

Los tenemos de nuevo con nosotros, y no en remoto. Nos gusta.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el Diario HOY de Badajoz el 14 de noviembre de 2022

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo no creo que ya pudiera vivir con mis hijos siempre ,estoy tan bien haciendo lo que me da la gana en mi casa sola los quiero muchísimo pero ellos en su casa y yo en la mía

Anónimo dijo...

Gracias y Bravo !!!! A La Luz de la Luna se ve la vida más tranquila y despacio