El tiempo pasa acompasado y la vida se acomoda a él con cadencias difíciles de romper. No es necesario que ocurra una tragedia irresoluble, no hay que provocar acontecimientos imprevisibles, no hay que dejarse arrastrar por circunstancias borrosas, porque el tiempo acaba poniéndonos a todos en su sitio.
Todas las mañanas veo pasar a los mismos bajo mi ventana. Aunque vayan disfrazados son ellos mismos, y miro el reloj, alzo la vista a las nubes y están ahí, son ellos, los de todos los días que organizan un paisaje cotidiano, sin el que es difícil orientarse. Las voces de los que tratan de localizar a los otros son la música del día. El camión de reparto, el tractor de recogida de basuras, el mal humor del personaje que se cree el centro del mundo abriendo y cerrando puertas, ponen ritmo a lo cotidiano. He averiguado que a la perra de la vecina de enfrente la dejan sola con la venta abierta durante mucho tiempo por la mañana. Ladra sin cesar, y los propietarios no saben que el animal nos cuenta que se retrasan, que la cosa no ha ido bien, que la comida se les ha quemado o que se han olvidado del animalito que no deja de dar voces hasta que ellos llegan.
Las monjas del convento de al lado hacen un toque maravilloso de campana a las ocho menos diez de la mañana. Siete sonidos amables, humildes, sin querer molestar, diciendo que siguen vivas en la clausura y que el hambre acosa dentro de los muros.
A las persianas metálicas de la casa de al lado se les han soltado sus anclajes, pero no es problema porque aquí sopla poco el aire, pero cuando hay viento se desata el solo de batería para una ventana inconclusa, de autor anónimo y de duración indefinida.
De vez en cuando alguien se compra una radial. Es un instrumento funesto y aterrador para los ruidos. Se propone abrir puertas, ventanas, ahondar para una piscina, ahuecar los granitos o perfilar baldosas sin cesar a cualquier hora del día o de la noche. Hay que guarecerse en la casa mientras decide terminar la obra a ratos perdidos. Son aficionados a la herramienta, y el trabajo parece no tener fin. Nos preguntamos unos y otros qué tipo de avería se ha producido en ese lugar ante la duración y virulencia del ruido, pero un día de repente se para, y vuelve la paz a nuestras vidas sin explicación alguna.
El camión diario de los alimentos congelados para en la plazoleta y el chófer jamás para el motor. Él va a la carrera a distribuir sus productos con una carretilla oxidada que chilla como un gato loco cuando la hacen saltar sobre las piedras, y el camión sigue en marcha las horas que el trabajador necesite para descargarlo en medio del trote descompuesto que el suelo provoca.
Ha fallecido un vecino y nadie se ha hecho cargo de las gallinas. El gallo ha optado por seguir despertándonos a las seis de la mañana, revolotea buscando dónde comer, y hay días en los que se asoma a los jardines a saludarnos uno a uno, para comprobar si dormimos, digo yo.
Como ven, el día está adornado de músicas previsibles, insoportables y no son necesarios grandes escándalos para que te quiten el sosiego.
Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 10 de noviembre de 2025

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