1 de junio de 2020

FIESTAS

Fiestas

MATILDE MURO

RECUERDO una juventud hermosa. Llena de aventuras de la mano de los libros, viajes que me pagaba yo con laboreo diario, paseos por la calle, trabajos esporádicos para solventar deudas de caprichos absurdos que, en una familia numerosa, era injusto pedir. Además, todo estaba adobado con un amor incondicional por parte de la familia que, habitualmente, no me daba la razón ante cualquier tropiezo, y aprendí a pensar que siempre había algo superior a algunas acciones que debiera plantearme antes de ejecutarlas, porque si mi padre o mi madre no me iban a dar la razón en la metedura de pata, mejor lo dejaba para otro momento.

En medio de una familia francamente fogosa, nos enseñaron a contenernos, en la medida de lo posible, claro. Nos enseñaron a no decir tonterías cuando se podrían transformar en la aplicación de posibles medidas correctoras que nos coartaran la libertad momentáneamente, o nos eliminaran el caudal monetario de la semana.

Aprendimos a celebrar fiestas en casa. Con los padres como anfitriones. Nuestro padre hacía para los invitados una suerte de bebida que él llamaba 'cap' y que consistía en la mezcla de gaseosa La Casera, zumo de limón, zumo de naranja, trozos de melocotón, las cáscaras de las naranjas exprimidas y mucho azúcar, además de trozos de hielo que partía con un martillo, desde la barra que se había hecho en el congelador de la nevera, en un molde de hacer bizcochos de mi madre.

Aprendimos a respetar las órdenes, por absurdas que nos parecieran, poco modernas, o quebrantadoras de la libertad que habíamos leído en los libros que existía, porque era una cosa natural. Los padres enseñan a los hijos antes de dejarles volar.

Aprendimos a convivir, como el que aprende a andar, y ese saber nos inculcó que a veces hay que callar, porque nuestras cosas no les interesan a todos. Nuestras opiniones no tienen por qué ser anuncios de radio, nuestros deseos tienen que tomar el carácter de íntimos si se trata de algo que nadie va a entender, y sobre todo, nuestro grupo no merece ser sacudido constantemente con ocurrencias que se nos pasan por la cabeza cuando aún las alas no han crecido lo suficiente como para saltar del nido, o ellos en grupo están sufriendo por algo que, en común se sobrelleva, pero de uno en uno, es imposible arrastrar.

Sí. Eso lo he aprendido en mi casa y me ha servido más de lo que nunca hubiera imaginado.

He creído siempre que el vivir en comunidad era eso. Con los sobresaltos propios del crecimiento, pero sin herir, sin atropellar, sin censurar fuera del conocimiento, sin apabullar a la tropa, sin crear expectativas de triunfo ni de ruina inminente, sin asustar, pero advirtiendo. Diciendo la verdad o callando ante la duda.

En definitiva, sin celebrar fiestecitas por mi cuenta, invitando a quien quiera entrar a beber, decir, adoptar actitudes impropias o salirse del ámbito general en el que la educación y el respeto no se conocen y, sobre todo, prescindiendo de la opinión de los anfitriones que, al fin y al cabo, son los propietarios de la casa.

Mi casa, mi España, anda de fiesta sin permiso.


https://www.hoy.es/extremadura/fiestas-20200601003528-ntvo.html



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