2 de septiembre de 2020

LA CITA



 CITA

 

Matilde Muro Castillo.

 

 

Pablo era el cuarto hijo de los siete que tenían el notario Don Antonio Vallespín de los Sauces y Doña Mercedes de la Cañada Riesgo, cuya profesión se desconocía, aparte de tener hijos con el notario.

            Iban los siete al un colegio de religiosos dominicos, en el que estudió el padre y el abuelo de los niños, y los hermanos de la madre, el abuelo por parte de madre e incluso la gran parte de los conocidos con los que se relacionaban.

            Las mujeres iban a la escuela de doña Julia, una mujer que enseñaba buenos modales, a coser y bordar, poner la mesa, lavar ropa que amarilleaba, a planchar con almidón y usar las pinzas de encañonar los encajes que remataban las sábanas de los ajuares heredados. Algunas, avezadas muchachas, aprendían a dibujar, otras cantaban estrepitosamente, las más lanzadas aporreaban el piano, y la mayoría se empleaban a fondo al arte de la caza del marido adinerado o con futuro seguro. Todas ellas salían más o menos ilustradas, con pocos conocimientos intelectuales y sí muchos prácticos en el sometimiento al marido, bajo la apariencia de hacer lo que les daba la gana.

            Esa familia estaba gobernada diariamente por Fabia, una mujer dispuesta que trabajó desde los ocho años en casas ajenas y se las sabía todas, sin necesidad de haber cogido un libro en su vida.

            Levantaba a los muchachos para ir al colegio cuando todos tenían puesto el desayuno, y cuando todos se habían ido, levantaba a la señora a desayunar y comenzaba a trotar por la casa dejando todo en orden, mientras las ollas de la comida cocían para que, cuando los chicos llegaran, pudieran comer antes de volver al colegio por la tarde.

            El señor notario se levantaba en el momento de comer. La notaría daba dinero sin fin, pero nunca trabajo en exceso. Él trasnochaba a diario disfrutando de reuniones de caza, toros y política, que era lo que más le importaba, y la familia era un adorno cuando asistían todos a actos públicos repeinados, oliendo a colonia y con zapatos impecables. Él iba a la notaría por la tarde a despachar cosas difíciles para el oficial, que era el mártir que llevaba el peso y la responsabilidad de semejante trabajo. Los niños eran cosa de Fabia y su señora era cosa de nadie.

            Aquella tarde Pablo volvió del colegio con el labio roto y un diente partido. El compañero de turno, mientras el chaval bebía en la fuente del patio, le empujó la cabeza y le ocasionó el destrozo con el golpe del pitorro en la boca. Sangró mucho y, como los curas le pusieron un papel de fumar en el labio para cortar la hemorragia, aguantó hasta que volvió a casa con sus hermanos.

            Nada más verlo, Fabia lo llevó a la señora y le dijo que había que llamar al dentista enseguida para que no perdiera el diente. La madre hizo las gestiones y le encargó a Fabia que no fuera al colegio por la mañana, porque la consulta con don Zenón era al día siguiente a las once, y que iba a llevarlo la propia Fabia, que ella tenía cosas más importantes que hacer, y se le acumulaban si se dedicaba a los dientes del hijo.

            Fabia pasaba terror en el dentista, pero como el tema no iba con ella, aceptó el reto.

            Allí están sentados Pablo y Fabia en el salón de espera.

            Don Zenón le regaló una espátula de madera nada más entrar, y le dio dos cachetes en la cara, tratándolo como nunca lo había hecho nadie, porque como él era el número cuatro de los hermanos, nadie se fijaba en él. Estaba encantado en aquel escenario lleno de cuadros con papeles enmarcados, reproducciones de ojos gigantes reventados en escayola, sillas y sillones con caras de guerreros talladas en los brazos y las patas, cortinas rojas como las del despacho de su padre, un armario lleno de objetos que él hubiera dado la vida por tener en su caja de tesoros: una calavera, tijeras con pinta de cortar mucho, jeringuillas de cristal, tinteros llenos de líquidos negros, fotos firmadas por militares que miraban mal, gomas elásticas … un mundo fascinante de objetos que él quería tener, pero eran del doctor y no se atrevía a pedir que se los dieran.

            Entran en la consulta y sientan al niño en el sillón, que subía, bajaba, tenía luces, un grifo con vaso en el lateral y unas luces que le daban una importancia tremenda. Pablo, al que no le dolía nada, se sintió protagonista de aquella mañana, en la que no hubo colegio e iba de la mano de Fabia por la calle, cuando ella nunca salía por las mañanas.

-       Abre la boca Pablo, - le dice el doctor – muy bien. Ciérrala ya.

-       ¿Ya nos vamos?

-       No. Espera un poco. Voy a curarte la herida del labio y ese diente que se mueve un poco.

-       ¿Me lo va a pegar con pegamento?

-       No. Voy a ver si es de leche y si se cae, no pasa nada. Si no es de leche, te pondré uno nuevo en otra visita. Hoy, de momento, vamos a curar el labio.

-       ¿Tengo que volver?

-       Si. Es lo más seguro. Pero no sé cuándo. Se lo diré a la señora Fabia, y ella vuelve a traerte. ¿De acuerdo?

-       Si.

Manipuló la boca, limpió, le hizo beber en el vaso del sillón, subió y bajó la altura, le desabrochó el babero, y le pidió que se bajara.

-       Fabia, mire usted, hay que traer al niño otra vez, porque el diente está sólo dañado y no voy a sacárselo. Vamos a ver cómo evoluciona, y me trae a Pablito dentro de quince días. ¿le parece? Esto ha sido más fácil de lo que parecía.

-       De acuerdo doctor – responde Fabia. ¿Puedo preguntarle algo mío?

-       Por supuesto Fabia. Dígame.

Se mete la mano en el bolsillo del abrigo, que no se había quitado, y saca una bolsa de tela. Dentro de ella hay medallas, una cadena rota, anillos, varias pulseras y unos pendientes.

-       ¿Qué es esto Fabia?

-       Mis ahorros doctor. Llevo trabajando toda la vida, y me gustaría que usted con estas joyas de oro, me quitara los dientes que tengo y me pusiera todos de oro. Es lo que he soñado toda mi vida. Como usted es el doctor de los niños y he venido tantas veces a verlo, me fío de usted. Estoy segura de que no me va a engañar y se va a quedar con el oro que me sobre.

-       ¡Pero Fabia! Es una locura quitar dientes sanos y poner dientes postizos de oro.

-       ¡Lo sabía! No quiere hacerlo porque piensa que no le voy a pagar la mano de obra.

-       No es eso Fabia, ni mucho menos. Yo a usted le hago lo que necesite en la boca y no le cobro nada. La conozco desde hace muchos años…

-       ¿No me cobra? Empiece hoy por favor. Como la consulta de Pablito ha sido corta, siga conmigo, pero repita que no me cobra.

-       Fabia, no le voy a cobrar y se lo repito, pero esa locura de los dientes de oro sustituyendo a los sanos, es un disparate.

-       Entonces voy al de mi pueblo. Él me ha dicho que me lo hace en un día.

-       ¿En un día? ¡No es posible!. No se puede hacer en un día. Es un proceso largo, de mucho cuidado, hay que hacer moldes, hay que hacer…

-       Ya. Pues si tanto hay que hacer, ¿porqué no empieza ahora? Yo ya he traído aquí las joyas, usted las derrite y me las pone. No parece tan difícil.

-       Pero el dentista de su pueblo ¿es médico?

-       No. Es el que va a ver las vacas, las ovejas, atiende a los muchachos y pone las inyecciones que receta el veterinario. Allí en mi pueblo no hay médico ni dentista. Con el practicante y el ayudante nos apañamos, y me ha dicho que le lleve las joyas, y que la semana siguiente me tiene los dientes listos.

-       Fabia, ¿sabe qué le digo?, que le arreglo la boca. Déjelo de mi cuenta.

-       ¿Empezamos hoy don Zenón?

-       No. Cuando vengas la próxima vez con Pablito. Ahora tranquilízate y ya veremos cómo hacemos con tus dientes. No te vayas al pueblo a ese disparate.

-       Bien. ¿Nos vamos ya?

-       Si. Ya hemos terminado. Podéis iros los dos. Tú tranquila, por favor.

Fabia sabía más de lo que el médico pensaba. Salió de allí con la mosca tras la oreja,

sabiendo que don Zenón le estaba dando largas, pero tenía que volver a casa a hacer la comida para los niños, que volvían del colegio.

            Pasaron dos semanas, y volvió a la consulta de don Zenón con Pablito. Cuando el dentista le preguntó cómo se encontraba, qué había pensado de los dientes, si se iba a decidir a tocarse la boca, ella sonrió enseñando todas las piezas de acero inoxidable, lo último que el curandero del pueblo había encontrado en materiales que no se estropeaban con la saliva, según él.

            Fabia se quedó sin joyas, sin dientes y sin un amigo, porque don Zenón, junto con la factura del arreglo de la boca de Pablito, le puso una carta al notario en el que le pedía que no la mandaran por la consulta con los niños, al considerarla una mala influencia en los menores.

            El notario y su señora doña Mercedes, decidieron cambiar de dentista, porque cambiar a Fabia, con dientes de acero inoxidable, no pasó nunca por su cabeza.


Publicado en la revista COMARCA, número 396 de Agosto-Septiembre 2020.



 

1 comentario:

Susana dijo...

Siempre tan aguda¡¡