22 de septiembre de 2020

DELIBES

 

Miguel Delibes. Foto publicada por El País desde el Archivo de la Fundación Miguel Delibes.


Delibes

Cuando éramos pequeños (los hermanos), pasábamos los veranos en un pueblecito cercano a Valladolid que se llama Laguna de Duero.

El viaje de ida se hacía el 24 de junio y duraba doce horas desde Cáceres a Valladolid, en el coche de nuestro padre y con los nervios rotos de nuestra madre para evitar desatinos en esa carretera en la que nos jugábamos la vida, sin ser conscientes de ello. El de vuelta era siempre aprovechando algún día de fiesta de principios de octubre. Regresábamos para encerrarnos en el colegio con otro color de piel y pelo, los pies crecidos, ensanchados y una salud a prueba de bombas.

 

Durante aquellos meses de verano, a veces íbamos a Valladolid a comer helados en El Ideal, al cine con nuestra tía y primos, a pasear por el Campo Grande y ver los pavos reales, y a caminar por la calle Regalado, no recuerdo bien por qué esa calle, pero no he olvidado el nombre.

Nuestro tío Juanito llevaba bajo el brazo todos los días a su casa El Norte de Castilla. Nuestra tía hacía el crucigrama y una vez terminado el vicio de buscar palabras, sacaba el periódico a la cesta de los papeles y astillas de la chimenea. Las primas mayores recogían el periódico y en la siesta lo releían. La tía Juanita lo usaba, a última hora de la tarde, para matar los mosquitos que, en cantidades indescriptibles, le asaban las piernas a picotazos, y cuando ya había dejado de usarse, volvía a la cesta de la leña.

Pasábamos un verano de ensueño. Bicicletas, piscina, campo abierto que nos parecía enorme, ni un día de lluvia, búsqueda de agua bajo tierra, cazar ranas, coger lagartos y toda clase de alimañas para hacerles las más tremendas perrerías, con las que los mayores presumíamos delante de los pequeños de un valor que ni nosotros sospechamos tener.

Fuimos creciendo y llegó el momento en el que cada uno empezó a elegir los libros que leer. En mi caso tuve maravillosos profesores de literatura que me enseñaron a escoger, comentar y buscar y cayó en mis manos, nada más salir a la venta 'El príncipe destronado' de Delibes.

Devoré el contenido y me empezó a parecer que lo había escrito mirándonos desde algún rincón de casa, sin saber por dónde había entrado ni con quién había hablado. Era nuestra familia, nuestra vida, la llegada de hermanos pequeños cuando los mayores caminábamos solos, la decepción del que se cree que es algo sin serlo, la excesiva dedicación a quien no levantaba un palmo del suelo y no sabía ni hablar y, por si era poco, había nacido sin dientes.

Delibes se había metido en nuestros veraneos. Describía el campo en el que cazábamos, los ríos en los que aprendimos a nadar, el frío del atardecer, el despertar de los pájaros enloquecidos, y esa abundancia de primos recién nacidos todos los años que, sin motivo alguno, se convertían en el objeto de las carantoñas que los demás perdimos.

1 comentario:

Loreto Vega de Seoane dijo...

Qué historia tan familiar para todos los de nuestra generación
Escrita por soberbia pluma
Enhorabuena Matilde!!