13 de noviembre de 2020

EL PERRO LOCO







EL PERRO LOCO

Matilde Muro Castillo


Conocí a un asesino que tenía un perro que se reía.         El amo no estaba muy allá. La política le envenenó la cabeza y se dedicó durante mucho tiempo a elaborar planes de asesinatos en masa, pero disparando de uno en uno a las víctimas que, en sus ardorosos planes de muerte, no reunían los requisitos de comportamiento humano que él demandaba en su entorno.
Vivía en un lugar fresco, lo que, sin saberlo nadie, salvó muchas vidas, porque el sujeto en cuestión llevaba fatal los calores. Cuando el termómetro se disparaba por encima de los treinta grados, sacaba la colección de armas, la colocaba sobre la mesa del comedor de las grandes ocasiones y las limpiaba con una minuciosidad terrorífica. El botecito de aceite de engrasar la máquina de coser de la madre, el cepillo de lanas merinas de colores que tapona los cañones de la escopeta, el plumero, la cera de Inglaterra para abrillantar las culatas, las piedras de malaquita para bruñir los dorados, las herramientas para calibrar el disparo... las miras telescópicas, los estuches de cremalleras inacabables y cierres de precisión, los aspiradores diminutos que, con pilas, dejaban impolutos los rincones de los rellenos de gomaespuma teñida de gris, bayetas de piel de cabritilla, de esa piel con la que hacen los guantes a los obispos, brochas de afeitar con pelo de visón para sacudir los residuos de pólvora de los cañones, la manta de borra sobre la que apoyaba las armas para no rozar la mesa de caoba de veinte comensales… un auténtico escenario que presagiaba nada bueno, pero que alargaba, sin él saberlo, días y horas la muerte anunciada en lo más oscuro de su mente para los que tenía preconizado el fin de la vida.
    Las horas pasaban sin enterarse, mientras la cabeza elaboraba los planes siniestros de muertes ajenas por razones que nunca se pueden explicar.
    Contaba la munición, abría y cerraba las cajas de cartón que guardaban mensajes mortíferos envueltos en metal y pólvora. Abría y cerraba el armero.                 Colocaba los cargadores vacíos, los llenaba, los volvía a vaciar y cuando todo estaba revisado, se dirigía al armario del maniquí, lo sacaba con sumo cuidado, lo vestía con ropas que había comprado en rastros de ropa militar y colocaba al siniestro muñeco a la máxima distancia que le permitía el comedor, y desde el balcón del otro lado, abierto para conseguir noventa centímetros más de lejanía, se liaba a tiros con el muñeco para volarle la cabeza a la primera, o cuando la puntería se lo permitiera.
    En medio de un ruido ensordecedor y una nube de humo de pólvora, se abrían los balcones de alrededor y aplaudían, creyendo que el loco celebraba a cada poco tiempo su cumpleaños con fuegos artificiales, y si estaba el de enfrente, le cantaba cumpleaños feliz, sin saber que, si el loco se volvía, al que le volaba la cabeza era a él. 
    Cuando daba por terminada la siniestra ceremonia, cerraba el balcón, recogía los casquillos, y los restos del maniquí, además de retirar la manta de la mesa y dejar todo en estado aparentemente normal, porque el salón comedor en cuestión, había sido forrado de plástico transparente en su totalidad para evitar otros deterioros que pudieran ocasionar mascotas caseras, uso habitual, o no se sabe qué otra razón para mantener las sillas, sillones, vitrinas, cuadros, lámparas, alfombras y apliques revestidos de plástico transparente, como si se fuera a producir una reforma integral del inmueble, una mudanza o una pintura a pistola del entorno, sin desarmar la decoración ni la posición de los elementos del escenario hogareño.
    El paso de los años hizo que el patrimonio propio se fuera deshaciendo. Dedicado a estas locuras de las armas mezcladas con política, sólo gastaba y no añadía nada a lo heredado de papá y mamá. Su señora esposa, porque el sujeto estaba casado, optó por hacer vida paralela, y puesto que el personaje en cuestión estaba entretenido día y noche con asuntos raros, ella estableció una rutina diaria de ir a misa temprano, desayunar con dos amigas en una cafetería, entrar en El Corte Inglés a que las maquillaran y perfumaran gratis con las pruebas de los expositores, y llegar a casa cuando la comida estaba preparada. Siesta en el sillón de orejas, partida de bridge por la tarde en casa de alguna conocida, o asistencia a cualquier invitación que, recibida por el marido, necesitara de su presencia. 
    El ritual se interrumpía pocas veces, a no ser que algo inquietara al marido en exceso porque los grupos de amigotes le tocaran las neuronas en exceso y decidiera emprender campañas de orden impuestas por él, con lo que a la señora le tocaba abrir los armarios, desempolvar los uniformes, sacar brillo a las medallas y planchar las gorras de combate para que, sin que hubiera el más mínimo reproche, subiera al monte a montar guardia pertrechado como la campaña demandaba.
    El marido se iba de campaña solo. Ella se quedaba en casa cuidando de “Lobito”, un ser vivo con forma de perro de raza caniche que era la devoción del cabeza de familia. Esa era la única ocupación de la señora, y en ella ponía todo su empeño, porque sabía que en ello le iba la vida. Lobito era lo principal, lo único y por lo que ella era capaz de dejar la partida de bridge o la misa de la mañana.
    Lobito aprendió a obedecer todo tipo de órdenes. Se sentaba, hacía el muerto, bebía agua, salía y entraba por las gateras de las puertas a la voz de ¡ya!, se acurrucaba al lado del ama, comía y se reía.
    Lobito se reía.
El cabeza de familia volvió a casa de una de las monterías que organizaron conocidos que necesitaban deshacerse de alguien inquieto y contrario a sus pensamientos políticos, y llegaba embravuconado. El resultado había sido perfecto. Un golfo menos poblando la tierra que dicen los ingenuos que es de todos, pero en realidad sólo pertenece a los que desean luchar por ella, sin importar las consecuencias de sus acciones. Estaba exultante, feliz, poseído de sus pretendidos poderes sobre la vida de unos y otros, y cuando creyó que su esposa, de la que era dueño absoluto, estaba preparada, la citó en el salón de los libros y le dijo que llevara a Lobito, porque tenía que contarle algo que pensó que no volvería a suceder en mucho tiempo, que le había proporcionado una enorme cantidad de dinero, pero sobre todo había reforzado la creencia de que la vida empieza y acaba, pero nadie como él para terminar con lo que alguien, en medio de un descontrolado afán de placer, había creado.
    Su entregada señora decidió, en esta ocasión, darle la sorpresa de la última hazaña de Lobito. Ese animal que él adoraba había aprendido lo que ningún perro sabía, lo que a nadie se le había ocurrido enseñar a un can de cuatro patas, que dormía en mantas de cashmère, iba a peluquerías de prestigio y enamoraba a todos cuantos pasaban a su lado, cogido con la correa diseñada por Hermés para la princesa Margarita de Inglaterra, poseedora de un animal semejante, y que el ama copió en un talabartero de la calle de la Cruz, sin empacho alguno y quizás de mejor calidad, por el consabido manejo de la piel por parte de los artesanos españoles.
    Entraron los dos en la sala de los libros, y les ordenó sentarse. Los dos obedecieron, el perro antes que el ama y ella le rogó que le dejara hablar antes de escuchar lo que tendría que contarles, porque la sorpresa de la última hazaña de Lobito iba a hacer palidecer a lo que el amo quisiera contar. Él sonrió con displicencia y le dijo:
- Ya puede ser interesante y único lo que nuestro querido can haya hecho, pero nunca, pero nunca, hablarás antes que yo.
- Pero …
- No hay peros querida. Parece mentira que vivas a mi lado hace tantos años. Hablo yo, tú escuchas en silencio y luego te manifiestas.
    Asintió sin más y se acomodó en el sofá para escuchar las andanzas del amo que se decía marido, y no sin horror escuchó cómo había matado a un hombre desde lo alto de una loma, mientras estaba celebrando una manifestación política en reclamo de derechos de algún tipo que nadie le reconocía, o algo parecido. Ella se revolvió en el asiento y en ese momento de incomodidad, Lobito también se rebulló a sus pies.
- ¡Quieto Lobito, no he terminado!
- No ha hecho otra cosa que acomodarse. La historia que acabas de contar no es para menos. Espero que no sea verdad. Por mucho dinero que hayas traído a casa, quitarle la vida a alguien, no se puede tasar. Es todo una locura que tiene muy poca gracia.
- ¿Tú me has oído mentir alguna vez?
- No, jamás.
- ¿Entonces?
- Nunca habías llegado tan lejos. Tienes tus ideas complicadas, un carácter muy fuerte y dotes de mando, pero llegar a matar … sigo creyendo que es imposible.
- Es cierto. Estoy orgulloso y nadie puede decirme que he hecho algo mal, cuando de cumplir un afán de siglos es lo que he hecho.
- ¿De quién es el afán?
- De quien me ha pagado por el esfuerzo, preparación y sacrificio puestos en la misión encomendada.
- Mira, estoy desconcertada y atemorizada. Había venido a la sala de los libros a enseñarte la última de Lobito, pero no es el momento.
- ¡Es el momento! – le replicó levantando la voz – y te pido que me enseñes lo que el perro sabe hacer.
- Perdona, no es el momento.
- O me dices qué hace, o me deshago de él.
    A sabiendas de que era capaz de cumplir su amenaza, le pidió al perro que se levantara. Se colocaron frente al amo los dos de pie, y mientras las lágrimas arrasaban el maquillaje que le habían puesto en El Corte Inglés por la mañana, le dijo al perro:
- Lobito, ríete.
    El animal levantó el labio superior y descolgó el inferior, dejando a la vista los dientes y emitiendo un gruñido que asemejaba una risa indiscutible.
Los ojos del amo se salían de las órbitas ante semejante desatino. ¡Su perro se reía de su heroicidad!, ¡su perro y su señora se reían a carcajadas de él!, ¡su perro y su propiedad, con forma de mujer, se reían! Nada quedaba en este mundo digno de contemplación, digno de respeto ni de valoración. Se derrumbó. Se sentó en el sofá mientras Lobito y la señora salían a escape de la sala de los libros. Con sumo cuidado la señora echó la llave al cuarto, hizo la maleta, recogió los cuatro recuerdos que siempre quiso conservar, y se marchó a casa de su hermana con Lobito.
Unos meses después, cuando el asesino ya cumplía condena en el lugar preciso, volvió a su casa, peló al cero a Lobito y desmontó los plásticos que cubrían el mobiliario.
Citó a las amigas y allí se jugaba al bridge, se bebía vermouth, se bailaba y se recibía a señores amigos de las armas, que disparaban a todo lo que les apetecía dentro de ese comedor de mesa de caoba, donde nunca se comió. 
    Los vecinos seguían aplaudiendo cada vez que oían disparos, y ellos saludaban desde el balcón, porque en tiempos de paz es difícil distinguir el fuego artificial del fuego asesino.

Publicado en la Revista Comarca de Trujillo. Mes de Octubre de 2020.




1 comentario:

Unknown dijo...

El mejor, Lobito.