16 de noviembre de 2020

UNESCO




LA ALDABA
MATILDE MURO
Lunes, 16 noviembre 2020, 08:49


Cuando he viajado por el mundo que nada se parece al nuestro, lo he hecho por lugares insólitos en los que la incongruencia del europeo campaba por sus respetos en mi cabeza.

Creía que la mejor forma de ayudar a los demás era enseñarles nuestro modo de vida, despreciando la propia de los sitios visitados, que poco a poco comenzaron a embrujarme, a querer saber todo de ellos, a aprender de sus miradas, los olores de sus comidas, lo atestado de sus calles, la falta de higiene social o los rezos multitudinarios.

En el año 1945 en el que este mundo hacía poco que salió de una guerra de sangre con millones de muertos y aún no se sabía cómo elegir la forma de morir, si de hambre o de bombas pendientes de explotar, se crea la Unesco, poniendo el punto de mira de la supervivencia de la humanidad en la educación, la protección de la cultura y la consecución de la paz mundial por medio de acuerdos entre naciones. Maravillosa propuesta, increíble lucidez la de los propulsores, milagrosa manera de entusiasmar a una población diezmada en medio de cascotes de ciudades arrasadas por bombas de enemigos, a los que ahora convendría acercarse. Era como el sueño de unos locos a los que el terror les pide oír a Bach en medio de las colas del hambre.

Ha funcionado. A trancas y barrancas, llena de críticas, proyectos fallidos, logros increíbles, ha conseguido crear la conciencia de que hay cosas materiales, inmateriales, costumbres, olores, músicas, folklores, idiomas, razas, paisajes, hombres y mujeres que forman parte de ese patrimonio común que se llama mundo, sin que sea prudente hacer distinción entre ellos, porque todo eso está lleno de un valor difícil de cuantificar, pero que nos distingue de entre otra cualquier forma de vida que se expanda por el universo.

A los que nos gusta lo intangible que pasea a nuestro alrededor, el perfume de las cosas, el tacto del mármol tallado, el olor del óleo mezclado con esencia de trementina, la música que se lee en medio de dibujos de hormigueros y sale a través de complicadísimos artilugios que soplan, acarician, rascan y golpean. A los que nos gusta la gente de todos los colores y razas, los que amamos las ruinas, los que nos extasiamos ante la pintura del Bosco, de Velázquez, Goya y Kandinsky, necesitamos a la Unesco, tan lejana, tan impropia en nuestra vida cotidiana, tan aburrida y denostada, pero tan necesaria para la supervivencia.

Metidos en casa, rodeados de libros, pinturas, láminas que reproducen cuadros, platos de barro heredados de nuestros abuelos, guisando legumbres, haciendo pan, viendo fotografías de viajes pasados a las ciudades patrimonio de la humanidad, a los lugares que la Unesco ha protegido, oyendo el flamenco que decretó «patrimonio intangible de la Humanidad», estamos menos agobiados, menos solos y, sin saberlo, más reconfortados, porque hay una institución creada por hombres y para hombres que ha sido capaz de protegernos de nosotros mismos.






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