25 de noviembre de 2024

EL CAMPINO

 


Pasé mi infancia jugando en la calle. Iba al colegio y soñaba con volver a casa para estar en la calle con los amigos del barrio, haciendo cosas hoy casi prohibidas: pegar a los del otro bando, acumular palos y tablas para las hogueras de San Jorge, jugar al fútbol con balones ajenos, sentarnos a hablar de nada en concreto pero sin callar, corretear bordeando la carretera que atravesaba el barrio en dos, y donde una vez un camión arrolló a uno de los amigos que montaba en un patinete de rodamientos y lo mató, andar buscando aventuras y provocar a las madres que se desgañitaban llamándonos cuando era la hora de comer o cenar.
Entre toda esa chusma infantil, que eran mis amigos, había de todo. Los más listos, los más brutos, los pendencieros, las charlatanas, las sabias, las tiernas, los hábiles, los retorcidos, los que más pegaban, las vengativas, las elegantes, las desastrosas, los que no manejaban la cabeza, los que no crecían, las que se hacían mayores sin explicárnoslo, los que incitaban y se escondían, las inocentes que acudían a todo, los amantes de los perros, los que apaleaban gatos, los jefes mentirosos que hacían pandilla aparte y arrastraban a los inocentes, que eran los que cobraban.
Había gente con talento, enamoradizos, creyentes en la verdad. Mentirosos desde que nacían, ilusos, imaginativos, herederos de aventuras paternas que lucían como propias, presumidos de madres bellas como los bizcochos que hacían, o las madalenas que llevaban a diario al horno de la panadería del barrio, que cocía gratis mientras el calor del pan de la noche anterior se diluía. Esas madres lo eran todo porque los padres estaban a lo suyo, que no parecía que era lo de todos, aunque reconocíamos que algunos héroes de los libros que pasábamos de mano en mano se les parecían.
Éramos muchos y el lugar de juegos, “El Campino”, nuestro territorio. En las casas había jardines en los que nadie entraba sin permiso, y los secretos entre unos y otros de ese grupo de personitas corrían como la pólvora.
No nos queríamos entre nosotros especialmente. No éramos amigos del alma por los que dar la vida. Defendíamos nuestras aficiones y a nuestros hermanos con uñas y dientes, pero pensar que nos íbamos a emplear en defender al herido por la pedrada del salvaje de turno, estaba lejos de ser real. Procurábamos apartarnos lo más posible del sangriento, y tratar de justificar nuestra presencia lejos del incidente, cuando el padre del herido aparecía pidiendo explicaciones como un juez con mazo en mano para estrellárselo al que hirió a su vástago.
No sé por qué esto se me ha ocurrido justo después de ver a sus señorías en las Cortes, insultándose todos a una, despreciando el esfuerzo de algunos, queriendo colar sus cosas en medio de la tragedia ajena, pactando maldades para asegurar que podrían robar los palos para la hoguera de San Jorge sin ser trincados y mantenerse en el poder.
Mira tú por dónde, he creído volver a ver “El Campino” cuando contemplé cómo las ratas abandonaron el barco del hemiciclo sin dar explicaciones a la prensa, porque según ellos, el mensajero siempre miente.
La infancia siempre vuelve.

Matilde Muro Castillo

Artículo publicado en el diario HOY de Badajoz el 25 de noviembre de 2024.


7 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso relato, Matilde

Diego Hidalgo , @fride.org dijo...

Precioso y conmovedor relato, Matilde

Anónimo dijo...

Magnífico, magnífico.

Anónimo dijo...

Pero todavía desperdicias tu tiempo viendo a sus señorías, Matilde ? Paco nuñez

Anónimo dijo...

Una vez más ..enhorabuena querida amiga !👍👍👍👍👍👍👍

Anónimo dijo...

Que recuerdos más bonitos me han venido al recordar mi infancia y los juegos con mis amigas , lo de su señorías amiga Matilde no hace más que ponernos de mal humor

Anónimo dijo...

Qué recuerdos y que pena de señorías...