12 de mayo de 2014

PATRIMONIO

Es lo que nos importa, lo que tenemos como bien preciado o herencia recibida. El resto, son cosas nada más.
Mi patrimonio más preciado es mi hija, mi familia, algún mueble, libros buscados con denuedo y leídos con pasión, paisajes inolvidables, sitios con los que empalizo y gente a la que quiero. Además hay obras de arte que pertenecen al colectivo, edificios, calles, entornos y zonas del mundo que creía que podía presumir de ellos como si de cosa propia se tratara, y por eso me sentía en la obligación de proteger y ensalzar, e incluso presumir de conocerlos, haber estado ahí y a veces colaborado en su mantenimiento con el pago de la entrada por visitarlos.
Parece que con la Mezquita de Córdoba, lugar que me cortó la respiración al conocerla, no es así.
El gobierno de turno decidió que formara parte de un patrimonio exclusivo: el de la Iglesia, y además el regalo lo envolvió con lazos de seda y papel de oro al eximir a la mencionada institución de pagar el impuesto con el que sangra a los ciudadanos: el IBI.
Ya no me pertenece la Mezquita, ya no forma parte de mi patrimonio natural, de ese del que presumo y por el que estaría dispuesta a lanzarme a causas mayores con tal de defenderlo. Ya no está en mis manos hacer causa de él porque un gobierno, y luego el sucesivo y posteriormente el siguiente consideró que habría de hacer donaciones a mayor gracia de quien corresponda con tal de asegurarse un puesto de mando en la eternidad.
Y poco a poco va a ocurrir con todo lo que el colectivo religioso habita y mangonea a su placer, y con las entendederas propias del que vive en la más absoluta de las contradicciones: decir que ayuda a los pobres desde dentro de palacios, rodeados de oropeles y provistos de estómagos prominentes que impiden ver el suelo que pisan.
Que paguen el IBI como todo hijo de vecino, o que se lo descuenten de lo que recaudan con la crucecita de Hacienda. Sería más justo y yo volvería a la Mezquita.








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