8 de agosto de 2022

INFANCIA

 

INFANCIA




Cuando éramos niños nos íbamos a veranear a Valladolid por razón de las temperaturas, porque, además de vivir en Cáceres, lo hacíamos sobre una panadería donde los hornos eran alimentados por toneladas de leña que nos proporcionaban calefacción gratuita en invierno y cremación en verano.

A veces recuerdo a mi madre echando cubos de agua en el suelo para evitarnos el golpe de calor, y nos gustaba ver cómo se evaporaba antes de llegar a ninguna parte, mientras mi padre trataba de explicarnos el fenómeno físico del cambio de estado del agua por razón del calor. A nosotros aquello nos parecía magia porque, además de la desaparición del agua, barruntábamos la llegada del viaje maravilloso a Valladolid, al campo, donde nos quitaban los zapatos y las camisetas nada más llegar y volvían a ponérnoslas el día de vuelta a Cáceres, allá por septiembre.

Entonces Valladolid era fresco. Nuestra casa tenía un jardín por hacer, un pozo por excavar, unos árboles por crecer y unas bicicletas por arreglar, pero se estaba bien. Dormíamos a pierna suelta, comíamos lo de la huerta de los alrededores y nuestra madre cantaba a todas horas, nos hacía fiestas de disfraces, nos enseñaba a cuidar de los más pequeños, a ayudar a los mayores, a plantar árboles, a tomar decisiones entonces encomendadas intelectualmente a los hombres, a diseñar jardines, a hacer excursiones a quinientos metros de distancia, a ver cómo funcionaban las acequias para evitar accidentes, y a aburrirnos. Sí. Mi madre nos enseñaba a aburrirnos sentados en el porche de casa a la hora de la siesta, mientras las piernas colgaban de los asientos moviéndose como culebrillas a la espera de las horas necesarias para hacer la digestión, antes de volver a la piscina de la casa vecina, una piscina que se llenaba con agua de pozo y nunca tenía más de quince grados de temperatura, aunque aquello nos pareciera el Caribe y la abordáramos sin prevención alguna.

En medio del periodo de sesteo, cuando nos enseñó a aburrirnos, estableció que se podía leer en silencio, no hablar en voz alta, respetar si alguien dormía y no molestarle, evitar peleas de hermanos, y elaborar mentalmente a qué íbamos a dedicar la tarde después del baño. El silencio era lo primordial y aprender a estar callados en medio del quirigay de seis chiquillos enfermos de vida, fue el reto de su vida y, ahora que lo rememoro, uno de tantos éxitos pendientes.

Mi padre no tenía vacaciones. Trabajaba sin descanso verano tras verano en Cáceres, un incendio tras otro, un problema por falta de gente en los montes tras otro, y el calor asfixiante de la casa de la panadería cuando le tocaba descansar, y nosotros mientras tanto en Valladolid, cuando era fresco, aprendiendo a callar un poquito para dejar descansar a los que nos rodeaban.

Mis padres ya no viven, pero las circunstancias externas han cambiado poco: fuegos por doquier y falta de medios, poca acomodación al calor, invasión urbanística de terrenos frescos y mucho, mucho ruido a la hora de la siesta. 

Echo de menos a mis padres todos los días, y echo de menos aburrirme.

Matilde Muro Castillo.

Artículo publicado en el diario HOY el día 1 de agosto de 2022.


5 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial

Anónimo dijo...

❤️

Anónimo dijo...

Qué bonito recuerdo No teníamos las comodidades de ahora pero éramos felices

Anónimo dijo...

Tus padres eran únicos. Los míos también pedían silencio en las siestas agosteras en Cuenca.

Anónimo dijo...

Yo también recuerdo los veranos en la casa del campo de mis padres y la recogida de la uva ,el chocolate que tenía mi madre en una fresquera en el sótano,se loquita vamos al mi madre a la hora de la siesta!! Que rico!!!