21 de mayo de 2015

PALMIRA









En 1992 estuve allí, y fue un sueño hecho realidad. Desde la ventana del hotel inaugurado en 1927, que estaba en el centro de las ruinas, se veía cómo el sol salía y al atardecer se escondía detrás de la columnata principal enmarcado por el arco que permitía el acceso al templo.
Vivía en medio de una ruinas únicas en el mundo, de las que emocionan y dan ganas de barrer con cepillos hechos de plumas de pavo real, porque había que acariciarlas, tenía que ser consciente de que pisaba esos caminos que atravesaron las más increíbles caravanas, donde en la época romana se celebraron las tragedias y comedias más innovadoras en el teatro que se mantenía íntegro.
Las calles donde los carros había trazado huellas hundiendo su forma en el mármol blanco del pavimento, el cielo azul a rabiar y limpio como escudo protector, las columnas caídas aparentemente con cuidado, porque muchas estaban enteras reposando en el suelo, acogidas por alfombras de arena fina, cada vez más fina, casi imperceptible cuando el viento de la noche, el que hiela el desierto, sonaba con notas musicales al acariciar la partitura de sus fustes labrados.
¿Y ahora qué? Nada más. Sólo me quedan los recuerdos, las fotografías a miles que hice, y la tristeza infinita de saber que no sirve de nada hablar frente a la barbarie del que no quiere escuchar y usa su analfabetismo como venganza.

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