Hay días en los que me siento frente al ordenador con ganas de escribir desde esta columna repartiendo agravios a diestro y siniestro, porque estoy cansada, porque me duele algo, porque no sé qué demonios hago aquí, en este espacio rectangular rellenándolo con quinientas palabras sin saber muy bien si alguien lo lee o no, si afecta a más a menos, o si es posible que tenga alguna utilidad, porque a mí no me reporta nada. No existe contraprestación económica alguna, tengo que comprar el periódico si lo quiero leer del modo que sea, y me entero de que la columna ha sido publicada porque tengo una amiga infalible que me la envía retratada cada lunes.
Luego me tranquilizo, porque el tacto de las teclas me sosiega, la cabeza se va por otros derroteros y cuando he soltado los exabruptos correspondientes, antes de que las andanadas vean la luz, me llama alguien en quien confío a pies juntillas, y me pregunta de qué va la cosa. Se lo cuento y me convence de que rebaje el tono, que no me sobresalte que, aunque sea verdad lo que digo, no conviene decirlo, y me repite lo que siempre le digo: cuando se me acerca alguien y dice que me va a decir la verdad, tiemblo. E insiste en que sea fiel a mí misma.
Aquí surge la enorme duda. ¿Ser fiel supone callar, o ser fiel supone no querer oír verdades? A veces no me entiendo. Me vuelve loca la indecisión o la falta de criterio y sobre todo la inactividad, pero es verdad que mi consejero siempre ha acertado, aunque el run run del silencio se prende en el estómago, y trato de autoconvencerme de que mejor estoy calladita si no quiero líos, pero por otra parte, de forma prepotente y soberbia, voy y creo que esta columna tiene una misión existencial, que mis opiniones son fundamentales para el resto de la humanidad, que los que me leen (desconozco si alguien lo hace de forma voluntaria) me tienen como maestra acreditada en los más variados temas, que arriman el ascua a mi sardina sin duda alguna, y que me tengo más que merecido seguir aquí sin otro razonamiento que ser yo misma.
Luego miro mi entorno, lleno de libros escritos por otros, que he leído, y de los que he aprendido que nunca llegaría a la suela de sus zapatos, ni tendría la capacidad para llenar páginas y páginas de ocurrencias y conocimientos. Aportar la sensatez de la filosofía, o la serenidad de las matemáticas, la dedicación de la historia y la creatividad de la literatura.
A veces no sé si es bueno escuchar a mi consejero infalible, porque yo solita me meto en líos de difícil solución. Ese día que dejo en el cajón los exabruptos, cierro la página de quejas y no hago públicos mis desacuerdos, me siento autocensurada, como si tuviera miedo, como si lo que pienso de muchas cosas no estuviera acertado o mi opinión hiriera a demasiados.
Es posible que este sentimiento esté tipificado en el Código Penal, pero se me ha olvidado.
Matilde Muro Castillo.
Artículo publicado en el Diario HOY de Badajoz el día 28 de noviembre de 2022. Lo han censurado. Ha desaparecido el párrafo en el que digo que no me pagan y que no puedo leer el periódico si no lo compro. Hoy me han dado de alta en la suscripción informática, que sólo puedo leer yo. En 50 años de colaboración, es la primera vez que me tocan un artículo. Lamentable, pero seguiré.
6 comentarios:
Sigue escribiendo que es una delicia leerte. Nos alegras y nos hace reflexionar. Adelante
José Luis Castillo
Siempre tu.
Sigue y si no te dejan estás obligada por todos nosotros a buscar otro sitio.
Me gusta. Como escribes yo que lo leo y muchas veces
Eres auténtica e incansable y por supuesto amiga y protectora de los libros. Algún día te diré algunos de tus defectos y debilidades, que las tienes.
Que vergüenza, donde quedó la libertad de expresión. Sigue escribiendo , que a mi me encanta leerte.
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