3 de diciembre de 2020

EL PERIODISTA

 



Caminaba por el pueblo y no había nadie, pero nadie. Ni perros sueltos sin rumbo. Algún gato saltaba hacia la reja que protegía una ventana cerrada, y poco más. Asombrosos geranios florecidos en balcones sin vida de persianas cerradas, y un viento desolador que paseaba entre las calles a su santo albedrío barriendo restos de hojas, papeles rotos y rebujos de pelos sin origen definido.

Por mucha información que quisiera obtener, la cosa se le estaba poniendo difícil. Iba en busca del sospechoso del robo de la almazara, que le habían dicho que se había refugiado en casa de los padres, unos hortelanos mayores, dedicados al trabajo de sol a sol y ahorrando hasta la extenuación para conseguir una vejez tranquila y, a ser posible, dejarle al hijo algo con dignidad que no le hiciera trabajar como ellos lo habían hecho.

Mira qué cosa más terrible. El muchacho había sido muy buen estudiante en la escuela, se había ido al instituto a la ciudad, luego no quiso la universidad y se fue a hacer capataz agrícola a la formación profesional, y ahí perdió el rumbo.

Conoció a un maestro que había sido alcalde del pueblo y que había salido tarifando de las ocupaciones políticas por meter la mano en el cajón del pan, pero ese alcalde era un hombre simpático, querido en su partido, con don de gentes y la capacidad de conseguir lo que se proponía, aunque a veces no lo hacía por los caminos legales, aunque hay que reconocer que sabía poco de legalidades porque entró de alcalde por un sorteo entre los que aplaudían al Remigio, que fue el alcalde de antes que dijo que dejaba la alcaldía porque llevaba ya sesenta años en ella y ahora le exigían aprender a leer y contar con rapidez. El muchacho admiraba a ese hombre más que a su padre y se presentó a alcalde y ganó. Lo hizo mal por desconocimiento, y se fue a ser maestro de capataces y conoció al chaval de los dueños de la almazara, al que no enseñó nada bueno.

El periodista había encontrado toda la información en el cuartel de la Guardia Civil, a la entrada de la población, donde se encontró con la mujer del sargento que mandaba en el destacamento, y le puso al día de los antecedentes familiares. Dijo que había visto al chico entrar en casa de los padres hacía dos días, y que seguro que no había salido todavía, y que estaba segura de que él era el que había robado en la almazara, porque era un chico al que se le había dado de todo por los padres, y que todo empezaba ya a quedársele pequeño.

Son las cosas que pasan cuando a los hijos no se les pone freno, dijo la mujer al periodista. Yo se lo digo a mi marido muchas veces, continuó el relato. Si tenemos que darles todo, vamos servidos, porque entonces seremos nosotros los que nos quedamos sin nada y aún no sé en nombre de qué tenemos que ser los pobres, además de ser los que trabajamos, continuó el relato la señora del sargento. Yo lo veía venir, porque ese chaval siempre ha hecho lo que ha querido. Es buen chico, no digo yo que no, pero de puertas adentro nunca se sabe qué está pasando. Cuando a un hijo le das, das y das, acabas recibiendo tú, pero disgustos. Estará usted de acuerdo conmigo.

En medio de esos razonamientos, el periodista consideró que lo mejor era recabar información de fuentes originales, y tratar de entrevistar a los padres o al propio supuesto ladrón para aclarar las cosas antes de que la Guardia Civil diera con él y lo pusiera a disposición de su Señoría.

Nadie en las calles, el bar cerrado, la iglesia cerrada, el estanco cerrado… difícil.

Al fondo, al pronto, una luz rosa mortecina parpadeaba. Se acercó y había una mujer china detrás de un mostrador viendo en un teléfono móvil una serie de televisión china.

Le explicó el motivo de su visita y le preguntó acerca de la cuestión, por si ella sabía algo. La señora le dijo que sí, que conocía todo lo que había ocurrido pero que no podía contar nada.

Ante aquella respuesta, el periodista se inquietó y contuvo la respiración. ¿Puede decirme entonces quién puede contarme lo ocurrido que no sea usted? Claro, le dijo la mujer. Mi esposo, pero no está aquí. Mi esposo ha ido a comprar a Madrid y hasta que no vuelva no puede contarle nada. Vuelve esta noche tarde. Si quiere puede esperar viendo la televisión conmigo.

Lo siento, no sé hablar chino y no lo entendería. Pasearé por el pueblo y luego vuelvo. Voy a intentar ver al muchacho de la almazara a ver si me cuenta algo.

La señora china se colocó de nuevo los auriculares, como si con ella no fuera la cosa, y siguió enfrascada en el drama que escupía su móvil, cargado de violencia atroz y palabras imposibles de reproducir.

El periodista llamó a la puerta de los dueños de la almazara y solicitó hablar con ellos. No hubo problema. Le relataron la horrible existencia que llevaban con el hijo que se había transformado en un salvaje, que sólo les gritaba, daba el dinero que le daba la gana, porque se había adueñado de todo, y negociaba con la almazara según le convenía. Mezclaba aceites, no lavaba las mantas, no etiquetaba como debía de ser, pagaba sin control y dejaba a deber a quien le convenía y, lo peor de todo, había sido su amistad con el chino, el del almacén ese de todo a cien, que se había hecho socio suyo y en la furgoneta del chino repartían todo el aceite que era de otros a precios de escándalo.

El hijo había aprendido mucho en esa escuela, y el chino le había puesto los medios para hacer dinero para los dos. Ellos estaban acobardados porque el hijo tenía coche, una moto con un casco que brillaba y unas ganas locas de montar un local nuevo donde vender pizzas. 

La verdad de todo es, le dijo la madre al periodista, que la noche que el chino y el muchacho se fueron a Madrid, el padre, aquí mi marido, ha ido a la almazara y la ha desmontado entera, ha cogido los cables, las piezas, los rodillos, las listas de los clientes de toda la vida, vamos, todo lo que pudo, y lo ha guardado donde el muchacho no sabe, porque no queremos que haga más el loco.

Si usted quiere lo cuenta, señor periodista, porque yo ya no puedo más. El que ha quitado todo de la almazara ha sido el padre, mi marido, porque era suyo. Lo que otros hablen, es cosa de la mujer del sargento de la Guardia Civil, que le gusta mucho darle al pico, porque siempre ha tenido envidia de lo listo que es mi muchacho.

El periodista cerró la libreta, se levantó de la silla, y se alejó como vino por la calle central, con la única esperanza de que el olor a humo se lo llevara el viento desapacible que seguía barriendo el suelo. Pero se fue feliz. Borró una mentira de los titulares y supo que, lejos de la ciudad, había cosas interesantes que le daban la vida.

Matilde Muro Castillo.

(Publicado en la revista Comarca de Trujillo del mes de Octubre 2020)


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