11 de mayo de 2020

¡A LOS TOROS!


Por fin había terminado el congreso de microcirugía en el hospital, y quisimos homenajear a los asistentes extranjeros llevándolos a una corrida de toros, ya que la temporada estaba en su plenitud y, cuando propusimos las actividades culturales para el programa, todos, pero todos, pidieron ir a la corrida que les ofrecimos.
         El laboratorio que nos financiaba compró entradas en barrera para todos, pero nos pidió que fuéramos un español y un extranjero y nos colocáramos intercalados para explicar la lidia a los nuevos asistentes.
         No nos importó. También queríamos ir a los toros y pasarlo bien, porque el congreso había sido pesadísimo, como casi todos, El ego de cada uno de los intervinientes, hizo agotador el relato de los hallazgos que casi siempre se quedan a medio camino de explicar, para que tengamos que recurrir a todas horas a la consulta tratándolos de usted, en lugar de hablar claro y dejarse de secretos, cuando de medicina se trata. En fin, pero esto es otra cosa.
         Ahora nos tocaba a nosotros explicar la lidia a quien nunca la había visto, si no era con ojos de pobrecito animalista.
         A las cuatro quedamos con ellos en la puerta de sombra, para llegar a barrera. Diez, estábamos diez. Cinco extranjeros y cinco españoles. Los extranjeros, todos americanos del norte y analfabetos de cultura taurina. Nosotros taurinos a muerte. Emocionados ante el cartel que se presentaba y la ganadería de primera que se lidiaba.
-       ¡Vamos! Daros prisa porque es difícil llegar a la barrera. Si no llegamos enseguida luego cuesta mucho entrar.
-       ¿Porqué entrar difícil? – dice el primer americano – todos tener entrada.
-       Porque el sitio es pequeño. Los pasillos se llenan. Todos empujan. Te quitan el sitio
-       ¿Quitar mi sitio? – no – dice otro enterado – mi sitio no quitar porque llevar entrada con número.
-       No importa. Déjalo. Pero por favor daros prisa para que nos podamos sentar cuanto antes.
-       Yo necesitar palomitas para ver toros.
-       No se comen palomitas en los toros. No.
-       Pero yo querer palomitas.
-       Ya, pero que tú quieras palomitas, no quiere decir que se puedan comer. Tú me sigues y no compras nada. Cuando estemos sentados viene el de las pipas, la bebida y los cacahuetes y le compras la cesta si quieres, pero ahora palomitas no.
-       Pero yo no poder bajar por esas escaleras. Vamos ascensor y bajar.
-       Aquí no hay ascensores guapa. Coge mi mano y vas bajando hasta el asiento. Estamos en el mejor sitio, al lado del ruedo y verás cómo te enteras de la corrida.
-       ¿Tener revólver para si toro mirar?
-       Si. Un revólver a cada lado. No te preocupes. Si el toro mira, ya salimos corriendo escaleras arriba.
-       Pero yo no poder correr. Tengo zapatos de fiesta y moño de flores. No poder correr. Yo quedar en cafetería.
-       No hay cafetería en la plaza, y hemos entrado. En la plaza hay bar sin asientos, y te van a doler mucho los pies si te quedas dos horas de pie. ¡Vamos, baja!
Por fin nos sentamos todos. Almohadillas, botas de vino, nuestros puros y el pasodoble que empieza. El corazón se nos salía de la emoción, porque la plaza de toros llena emociona. Ese olor mezclado de cagada de caballos, estiércol de vaca, los claveles de las señoras y el humo del puro … embriaga y te transporta a otro lugar. Es una especie de ensoñación que, cargada de la emoción que brinda el espectáculo, tiene poco parangón en el mundo de hoy.
-       ¿Porqué salir caballo y Velázquez encima?
-       ¿Qué Velázquez? Es el alguacilillo. Recoge las llaves para luego abrir la puerta de los toros. Tú mira y espera un poco.
-       ¡Oh! El desfile. Salen todos ahora. ¿No venir toros en el desfile?
-       ¿Desfile? Tú si que estás hecho un desfile con ese sombrero de cowoy y el pañuelo al cuello. Deja ya lo de las palomitas y espera a que venga el de la cesta para que puedas beber algo.
-       Música. ¿Hay baile? ¿Ahora callar?
-       Un minuto de silencio. Ha muerto la madre del presidente de la corrida, que tenía la señora 107 años y han pedido un respeto. A callar un minuto por favor. Luego volverá la música.
-       ¡Oh! 107 años. Hundred seven years! Oh! My Good! ¿Dónde salir señora toreadora?
-       No va a salir. Se ha muerto. Estamos guardando un minuto de respeto. No sale nadie con esa edad a torear. Tranquilo. Tú sigue agarrado al cable de la barrera, que no pasa nada.
Los toreros, que estaban alertados de la presencia de las eminencias científicas en la barrera, les colocaron los capotes de paseo en sus lugares, y allí se desató la locura. Besos y abrazos al aire; el de los revólveres los levantó al cielo; el de las palomitas les tiró un billete de dólar al ruedo; la de las flores se colocó el capote como abrigo y no se lo quitó en toda la corrida, y nos preguntaban ¿cómo decir olé? Y les respondíamos ¡olé!, y aquello empezaba a ser una rueda de locos que había que cortar.
    Clarines y timbales y primer toro. Silencio en la plaza y el de las pistolas grita ¡olé! con toda la fuerza de su alma. Le gritan, chillan y tiene el maestro que pedir silencio. Sale el toro de casi seiscientos kilos y enfrenta nuestra barrera. Los cinco americanos se echaron hacia el asiento de detrás al unísono, como si fuera a comérselos. Los de detrás se quejaron del empujón y la del capote de paseo se lo colocó en la cara, aterrorizada ante lo que se venía encima.
    Toro parado con verónicas impecables, y la plaza aplaude con devoción. Encuentro que es el momento de mi primer purito.
-       No poder fumar. Estar prohibido público.
-       Aquí se fuma. Es aire libre.
-       Pero molestar.
-       Pues vete.
Primero que se fue. Nos dijo que iba a esperar en la puerta, pero se fue.
Más cómodos. Picadores y bronca como siempre.
-       Claro chillar. No matar toro.
-       No hay que matarlo. Tienen que abrirle un poco para que pierda algo de sangre y se alivie, porque lleva muchos días de presión en los corrales, es una raza de animales especial que necesita de este puyazo, para que luego reaccione con orden frente a la muleta. Aquí se comprueba la bravura.
Cuando me volví a mirarla, ella, que se había comportado como si conociera las corridas, calladita y en orden, diciendo lo necesario y sin preguntar, se había quedado sin conocimiento al ver la primera sangre en el ruedo. Le tomé el pulso, y como era normal, la desperté, le di agua y le dije que si quería un poco de vino. Aceptó, cogió la bota, se regó la cara y todo el pecho, soltó la bota y se marchó en busca del otro amigo, tambaleándose y sin querer saber nada más de la corrida.
         Banderillas. Espectaculares. Este maestro es un artista que las hace al quiebro como pocos. Sabedor de los americanos, como antes os contaba, se sube al estribo del burladero, se inclina y las brinda a la del sombrero con flores, que tenía puesto el capote sobre los hombros. Ella coge las banderillas como si se las fueran a regalar y no las suelta. Ha decidido que son suyas. De nuevo el follón. La plaza grita, la risa se extiende, y el maestro, que no quiere desconcentrarse, opta por coger otras y brindarlas con los pies en el ruedo a la señora que se estaba quedando, poco a poco, con los trastes de la corrida.
         Después del tercer par, en medio de tal emoción, ella cree que le toca salir al ruedo, porque tenía las dos banderillas en su poder. Le explicamos que no, y que se las guarde para otra ocasión, porque ahora viene la faena importante.
         Por la derecha, por la izquierda, de frente, en los medios. El toro bravo y entero como pocos. Una serie tras otra y el maestro jugándose la vida en nombre de una pasión poco comprendida por muchos.
         Música de pasodoble, el de las palomitas que quiere bailar con la de detrás, hay que sujetarlo porque la señora le había gustado, y estos no tienen freno. Más música, más pasodobles y el de las pistolas que quiere que la banda toque la marcha militar El Capitán, con el que desfilan los ejércitos americanos. Se estaba viniendo arriba el tipo.
-       Tardar toro en morir. ¿Disparo?
-       No por favor. No dispare. Guarde sus pistolas. El toro muere con la espada.
-       No tener espada. En casa, del ejército de Afghanistán.
-       No pasa nada. No se preocupe. Ya lo mata el torero.
-       Ah! ¿Toreador ir Afghanistán?
-       No lo sé. Ya no sé nada. Siga mirando al ruedo por favor y guarde el revólver.
         Allá vamos. Es la hora de la muerte.
         Enfila al animal, silencio de la banda. Silencio del público. El toro resuella, se cuadra, y el matador le coloca una estocada en todo lo alto, que hace caer al animal dando una voltereta.
         Sin que diera tiempo a que la gente sacara los pañuelos, el americano del revólver, lo saca y dispara hacia el toro. El ruido estruendoso del tiro paralizó la faena y a nosotros.
         Se quedaron en la plaza los americanos y no hemos vuelto a saber nada de ellos, ni queremos.
         Salimos corriendo como conejos tendidos arriba y nos incorporamos a nuestra consulta, como si nada hubiera pasado. Mejor no saberlo. No sé si volveré a los toros con gente desconocida. Es más, no sé si volveré a los toros, porque aún me tiemblan las piernas, sólo al pensar que podía haberme disparado a mí el fantoche.
         ¿Pues no dice que estuvo en Afghanistán?


Matilde Muro Castillo.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Qué buenísimo, se necesita un poco de humor gracias,!!!!

Unknown dijo...

Fabulosa historia, y tronchante.

Anaggl dijo...

Me paaarto ,me mondo!!!!