12 de mayo de 2020

SÍNTOMAS Y DIAGNÓSTICO

         
      Puerta de urgencias de un hospital. Allí entra lo más variopinto de la humanidad, con síntomas en principio de muerte segura, alarmas estrepitosas y carreras que se desvanecen cuando, el recepcionista de turno, le pide la tarjeta sanitaria (aquí nunca se pide la tarjeta de crédito) y le ordena que se siente en la sala de espera hasta que por su nombre le avise la megafonía.
-       ¿la qué?
-       La megafonía
-       ¿Eso qué es? ¿ya me operan?
-       No señora, que le llaman por los altavoces – Pues sí que estamos bien – murmulla para dentro el celador que sustituye un momento a la enfermera.
-       ¡Ah! Bueno. Espero. ¿Mucho tiempo? Estoy muy mala, mire usted.
-       Ya. No se preocupe. Usted entra en cuanto la llamen, que va a ser enseguida.
-       Gracias hijo. Mira a ver si me cuelas, porque estoy muy mala.
-       Siéntese allí señora y espere.
La ambulancia se ha colocado a toda velocidad en la puerta. Viene a traer un accidentado que se ha caído del tejado que estaba reparando y se ha quedado colgado del cuello con el arnés. Casi se ahorca y quieren que lo vean inmediatamente porque se queja de que le duele todo.
-       Date prisa, que viene malo.
-       ¿Qué le ha pasado?
-       Date prisa y ayuda con la camilla.
-       Que no puedo dejar la ventanilla. Que aquí no para de venir gente.
-       Pues ahora coge la camilla conmigo y ayúdame o te denuncio.
-       Pues denúnciame. Tengo que atender una cosa. De una en una, ¿te enteras?
La médico de la ambulancia había sacado al paciente por su propio pie, y ya estaba en un box esperando ser atendido por la compañera de urgencias.
-       ¿Qué le ha pasado buen hombre? ¿puede hablar?
-       Si.
-       Dicen que se ha quedado colgado del arnés por el cuello.
-       Si
-       ¿Qué le duele?
-       Todo
-       ¿Especialmente algo?
-       Si. Las piernas. No puedo aguantarlas. Las piernas y un brazo que me tiene loco de dolor desde el domingo.
-       ¿De la caída?
-       No. De que he salido a montar en bicicleta con mi niño, y desde entonces no me puedo mover.
-       ¿Y de la caída?
-       Nada. Un poco de dolor en la garganta y un tirón. Me pongo un collarín que tengo en casa, y a tirar. No se moleste, pero si me puede mirar las piernas y el brazo.
-       Tómese esto cada ocho horas y cuídese. Me alegro de que llevara el arnés puesto.
-       Es molesto ya sabe usted de dónde, pero si a uno le salva la vida…
-       La próxima vez, lee usted las instrucciones del arnés, y aunque sea molesto, se lo pone bien.
El de la ventanilla y la ambulancia seguían a la bronca, y se enzarzaron en un follón mientras aquello no dejaba de llenarse.
-       Señorita – había vuelto la enfermera de la ventanilla – que mi niño se me muere.
-       ¿Qué le nota?
-       Que no deja de llorar desde anoche.
-       ¿Ha vomitado?, ¿tiene fiebre?, ¿no come?, ¿tiene diarrea?
-       No. Nada de todo eso. Pero no deja de llorar.
-       ¿Le han quitado el chupete?
-       Si. Anoche.
La enfermera abre el cajón de la derecha, y saca un chupete nuevo y se lo da a la señora.
-       Tome. Su hijo necesita un chupete. Usted y yo también. El niño no está preparado para no tener chupete. Usted se lo da de momento, y luego ya veremos.
-       Gracias señorita. Sabía yo que tenía que venir a urgencias.
-       ¡Hola! Estoy malísimo. No sé qué me pasa. Tengo que ver al doctor. Como sea.
-       ¿Qué le duele?
-       Nada. A usted no voy a decirle nada. Quiero que me vea el doctor.
-       Deme su tarjeta.
-       No tengo tarjetas. Sólo me he traído la cartilla del seguro.
-       Pues deme la cartilla del seguro. Siéntese en la sala de espera y le llamamos.
-       Pero que sea un doctor. No quiero doctora.
-       Será lo que tenga que ser. Siéntese y espere.
Se marchó cabizbajo a la sala de espera, donde casi no había sitio, y el gemido, la tos, las fiebres y el incomodo del malestar general, eran la tónica del espectáculo popular en aquel teatro donde la vida es el principal argumento a representar.
-       ¡María de la Concepción Urruca Pachón! – grita el altavoz a todo lo que da.
Se levanta del asiento una jovencita delgadísima, sola, con una gran mochila y cara de no haber dormido por lo menos la última noche. Camina con dificultad y le dicen que pase al box 7 donde le atenderán inmediatamente.
La doctora de turno la recibe y le pregunta qué le pasa. Ella mira hacia todos los lados, como queriendo saber quién había escondido en ese espacio de dos metros por dos metros, lleno de chismes mecánicos, camilla, mesa, ordenador, vitrinas y material médico, y le dice a la médico:
-       Se me ha quedado un támpax dentro hace dos meses.
-       ¿Dos meses?
-       Si. Me encuentro fatal. Intento sacármelo, pero cada vez peor. Ya no sé la razón por la que no dejo de sangrar. Si porque uso pinzas largas, cortas, porque tengo mucha fiebre o porque se me han quitado las ganas de comer y beber agua.
-       Túmbate en la camilla y relájate.
-       ¡Loli!, llama la médico a la enfermera. Ven por favor. Tenemos el sexto caso de hoy. Lo mismo.
-       ¿Otra vez? – dice la enfermera - ¿de cuánto tiempo?
-       Dos meses.
Manos a la obra y asunto concluido. Receta, tratamiento, informe y a casa. María de la Concepción, a la que se conoce como Cuqui, les dio las gracias más efusivas y les contó que se encontraba tan mal, que había estado redactando el testamento en la sala de espera, pero que como no tenía nada para que nadie heredara nada, le había dado una angustia tan grande, que el problema del támpax había pasado a segundo lugar.
-       ¡Santiaga del Valle Pérez! – grita de nuevo el altavoz. Ahí va ella, levantándose con dificultad el asiento, tambaleándose y dejándole a la hija el bolso.
-       Pase al box número 5 por favor.
-       ¿Al qué?
-       A la habitación que pone número 5. Yo la acompaño.
-       ¿Aquí?
-       Si. Siéntese en la silla, que viene ahora mismo el doctor.
-       Buenos días Santiaga. ¿Cómo se encuentra?
-       Muy mala doctor. Me estoy muriendo. No puedo respirar, el azúcar se me ha subido y los tricronios se me han bajado. Me lo ha dicho la Manoli, que sabe de los análisis y dice que tenía que venir porque estaba muy mala. Yo sin saberlo, pero cuando me lo ha dicho la Manoli he venido a todo correr. Además me ha salido con lo el azúcar una mancha en la mano izquierda, que me han dicho también que es el final.
-       ¿Ha traído usted los análisis para que los vea? – le pregunta impasible el doctor, como su esa terminología fuera con él.
-       No. Ya los tienen ustedes metidos en esa pantalla y no los tengo. Ni en el bolso ni nada. Mi hombre les metió fuego para que no los leyera y como yo sé que los guardan en la pantalla de los ordenadores, me quedé tan tranquila.
El médico accede a su historia y ve una analítica estupenda, que ya la quisiera para él. Pero el médico sabe más de gente que de medicina, por la experiencia. Y le dice:
-       Santiaga, Manoli tenía razón. De azúcar debe usted comprar algún kilo más para tener en casa, porque no tiene bastante. De los tricronios, no debe preocuparse demasiado. Está muy cerca del límite, pero está muy bien. De la respiración es normal que se ahogue porque tiene un poquito de sobrepeso, pero no es mucho tampoco. No tiene que ponerse a dieta. De lo que sí tiene que cuidarse es del marido, porque si les da fuego a los papeles, a ver si van a salir ardiendo. Que queme lo que quiera, pero en la calle.
-       ¿No me va a dar receta?
-       ¡Por supuesto que sí!
Le recetó caramelos de menta para la respiración, y le pidió que no se comiera el paquete en un día. Nada más.
-       Gracias doctor. Entonces no me muero. Compro azúcar, y echo a mi hombre de casa.
-       Eso es.
-       ¡Antonio Macho González! – grita el altavoz.
-       Al box número 3 por favor – le dice la enfermera.
-       ¡Hola doctor! Estoy muy malo. ¿Me puedo tumbar en la camilla?
-       Espere un momento. Quítese el sombrero y dígame, estando de pie, ¿qué le pasa?
-       Que tengo la sangre gorda y no puedo pestañear.
Ahí el médico le miró a los ojos. Le cogió el sombrero que tenía en la mano, y le pidió que se tumbara en la camilla.
-       Repítalo por favor.
-       Que se me ha puesto la sangre gorda y no puedo pestañear.
-       ¿Le duele?
-       No
-       ¿Cómo se ha dado cuenta?
-       Pues porque si quiero cerrar los ojos, no puedo y pensando yo creo que es porque la sangre que va por el cuerpo humano se ha puesto espesa y no deja que los ojos se abran y se cierren.
-       ¿Le lloran los ojos?
-       No. No me lloran. Sólo que no los puedo pestañear.
-       ¿Me deja que se los mire de cerca?
-       ¡Claro hombre! Ya verá cómo no se cierran.
El médico le hizo la inspección correspondiente, y aquellos ojos funcionaban con la apertura y cierre correctos, sin irritaciones, sin lagrimeo, sin nada extraordinario.
-       Siéntese por favor. ¿Tiene alguna otra parte del cuerpo que usted note que no le funciona bien por lo de la sangre gorda?
-       No. Los ojos sólo. ¿Me voy a quedar ciego?
El médico pensó darle una respuesta lógica, pero ante aquel disparate, decidió corresponder con otro:
-       No. Usted no se va a quedar ciego porque ha tenido la suerte de que, cuando los ojos se han parado de abrir y cerrar, porque la sangre se le ha puesto gorda, se le han quedado abiertos. Otra cosa sería que se le hubieran cerrado. Entonces ya la cosa iba a peor. Tendríamos que abrirlos a la fuerza, y hacerle la sangre flaca. Ha tenido usted mucha suerte.
-       Gracias doctor. ¿Tengo que hacer algo?
-       Nada. No piense usted en nada, porque este efecto de usted, en algún momento desaparecerá. Ahora lo que ocurre es que con los ojos tan abiertos como se le han quedado, se va usted a enterar mejor de las cosas.
-       Por eso he venido a urgencias. Notaba yo que estaba un poco más espabilado y me asusté. Gracias doctor.


Matilde Muro Castillo.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Doctor si llevo sin venir al médico tanto tiempo, es porque he estado enfermo.

Unknown dijo...

Matilde, me ha gustado. Imaginativo y asombrosa la empatía de los sanadores con tan variopinta clientela.
Ánimo, no dejes de escribir que es muy fácil entenderte y disfrutar tu pluma.
Un abrazo

Anaggl dijo...

Buenísimo, pero no sé cómo eres capaz,xq me pega q tú a urgencias...poco!!