15 de mayo de 2020

EL TESTAMENTO

Cementerio de Niembro: Información útil y fotos
Foto:Derechos reservados Escapada Rural. Niembro (Asturias). 


         Cándido falleció hace siete meses. Las prisas por poner en orden los papeles se toparon con la falta de dirección de muchos de los herederos de esa fortuna que, se suponía por parte de los herederos, atesorada durante largos años de existencia.
         Tuvo empresas de toda clase, y era un sabio negociante a la hora de hacer y deshacer.
Levantaba grandes estructuras de todo tipo: tuvo una ballenera que le dio réditos sin fin. La situó en La Coruña (A Coruña ahora por algo, no sé bien porqué), y de allí hizo rica a su sobrina Carmiña, a la que cedió en vida parte de las inmensas riquezas que aquella actividad proporcionó. En un momento determinado, con motivo de un viaje a Japón se enteró, a través de un administrador de industrias conserveras japonesas, que la caza de la ballena se iba a terminar en todo el mundo, excepto en Japón. Como él confiaba en esa cultura oriental más que en su propia vida, porque los japoneses se clavan una espada afilada en el pecho, antes que mentir, no lo dudó un minuto. Nada más volver A Coruña (ahora no sé cómo se escribe, si A A Coruña o a La Coruña), bien, nada más volver puso a la venta la ballenera. Diecinueve días tardó en vender aquello, contando los plazos legales de firmas en notaría y traspasos de derechos de las propiedades, porque se deshizo hasta de los terrenos y naves que tenía en el puerto. Su táctica siempre fue que cuando vendía, se deshacía de todo, todo lo que tuviera que ver con lo emprendido anteriormente.
         A los treinta y ocho meses se prohibió la caza de ballenas. Había pasado tiempo y le había donado a Carmiña, su sobrina favorita, todos los rendimientos de aquella venta, pidiéndole que renunciara a posibles herencias posteriores, cosa que Carmiña hizo sin dudarlo a la vista del cheque que el tío Cándido le puso al lado del documento de renuncia.
         De Carmiña, que era hasta entonces una jovencita de buen ver, en plena edad de paseo por la Avenida de María Pita al mejor postor, no se supo nada más.
         Cuentan las lenguas del lugar, que se compró una casa en Argentina, se llevó con ella al servicio del que disponía en A Coruña, y no se conoce si se marchó a La Patagonia o al Chaco.
         Se hizo también con la exclusiva de fabricación de globos aerostáticos para toda España. Había visto la maravillosa historia del globo de Betanzos, y decidió que aquello podría ser importante, porque desde los globos se podrían medir temperaturas, hacer fotografías, revisar espacios protegidos para aves por ejemplo, prestar servicios de vigilancia al ejército … un sinfín de aplicaciones que le proporcionaron también buenas ganancias antes de que se modificara el material para fabricarlos.
         Como consecuencia de un accidente ocurrido en una exhibición de globos en Austin (Texas), la normativa internacional cambió, y los tejidos tenían que ser, a partir de entonces, los que los americanos dijeran, porque ellos eran los que los fabricaban. No le gustó a Cándido, y le vendió la empresa al ejército por un buen puñado de billetes, porque estaba en auge el tema de los globos, pero cuando cayó en manos de la milicia la necesidad de tratar con los americanos para conseguir los tejidos, se vino abajo la moda y Cándido no sólo salió indemne, sino rico.
         Lo único que echó de menos era no poder participar todos los años en el festival de Betanzos que, aunque su globo maravilloso está hecho de papel, a él le gustaba estar ahí poniendo los pachuzos o prendiendo los chorizos, pero Cándido ya se sabe que, si se deja, se deja y no hay vuelta atrás.
         En otro momento dispuso de una línea de ferrocarril, que unía directamente dos poblaciones en La Mancha, dos poblaciones alejadas la una de la otra ancestralmente y sin ningún accidente geográfico que se interpusiera en el camino. Ni un molino de viento, ni un riachuelo, ni un puente que derribar ni construir, esas dos poblaciones vivían aisladas entre ellas como enfadadas. Eran lugares productivos de cereales, alguna otra especie comestible y arenas y piedras que se llevaban de un lado a otro para la construcción. Él montó allí el tren.
         Se hizo riquísimo. Fue costoso hacerlo y sobre todo convencer a las autoridades del beneficio que aquel medio de comunicación suponía para los pueblos, y cuando se consiguió, allí estuvo más de veinte años aquel tren de veintitrés kilómetros de distancia, con una vía recta y sin alteraciones superficiales, que comunicó a dos lugares que, hasta la llegada del tren, ni se conocían.
         De nuevo lo vendió cuando rendía, y Renfe lo arruinó.
         Así hasta los ochenta y nueve años de la vida de Cándido, que ahora descansa eternamente en el cementerio que también construyó él, en un acantilado maravilloso. A la orilla del mar, pero en un alto, altísimo, donde el viento rompe sin piedad a cualquier hora del día o la noche, con la intención de ventilar las ideas de los que allí quieran reposar en silencio y sin quietud. Nunca quiso la quietud, no le gustó el sosiego porque las ideas le bullían y pocos eran capaces de seguirle.
         Dejó escrito el epitafio que aparecería en el testamento cuando se abriera, y aquí nos encontramos, en el despacho el notario, que ha tardado más de siete meses desde el fallecimiento, para juntar a los posibles herederos.
         Juan, el sobrino sacerdote, que hace más obras de caridad para él que para los demás, apareció impoluto con sotana de botones forrados y clergyman almidonado.
         Marisa, la profesora de latín que se casó con un pescador de Sanlúcar de Barrameda y abandonó el latín por las sevillanas. Apareció por la notaría con sus dos hijos mellizos de 19 años, porque ella no sabe conducir y le acompañaron, se suponía, a llevar el dinero en el bolso.
         Julia, la técnica bancaria, acababa de aterrizar desde Ginebra. Hacía transacciones comerciales para otros y andaba diestra en negocios y confabulaciones dinerarias. Tenía las cejas levantadas permanentemente. Era como un perrillo ratonero, dispuesto a cazar a cualquiera que se moviera sin su permiso.
         Sergio, el dueño del supermercado del pequeño centro comercial de su localidad, no esperaba nada del tío. Le había dado dinero para emprender el negocio, y por supuesto no iba a recibir. Se daba con un canto en los dientes si en el testamento no aparecía su deuda y salía por pies del envite.
         Y por fin la pequeña Laura, a la que todos esperaban que el tío le dejara la fortuna por edad, y porque le había hecho mucha ilusión que su hermana andrajosa, se decidiera a adoptar a una niña de El Salvador. Laurita era un bombón, pero la hermana de Cándido se decidió a tal menester teniendo 76 años, y en medio de una de las miles de crisis existenciales que arrastraron su vida. En sí no podía adoptarla por edad, y realmente en los papeles Laurita aparecía como hija de su madre de verdad, pero la hermana de Cándido se hizo cargo de la menor porque la madre, al servicio de la casa, se fue a vivir a Madagascar con un hombre del que se enamoró en la pizzería del Arco Nuevo. Un hombre negro enorme, que lanzaba las masas de pizza al aire como si fuera un número circense. Las recogía con esas manazas y esos brazos sin fin, que volvieron loca a Estirlicia, y dejó a Laurita con la señora una noche de abril de hacía seis años, cuando la niña contaba meses de edad.
         El notario da paso a la lectura del testamento, ordena silencio y pide que los comentarios que haya que hacer acerca de las disposiciones que se lean, se produzcan cuando la lectura termine, sin interrumpirle.
         En el testamento, para resumir, se dispone que:
Uno – Todos los dineros prestados a quien fuera o fuese, quedan resueltos. Nadie ha de devolver ni pagar nada.
Dos – Los dineros de las cuentas corrientes que están a su nombre exclusivamente, se reparten a partes iguales por todos los que son sus herederos, menos Carmiña, que ya ha sido servida y se aporta el documento de renuncia.
Tres – De entre esos dineros a repartir, se va a sacar como heredero al cura. Él, ni la Iglesia van a heredar nada de nada de sus trabajos.
Cuatro – Todos los bienes inmuebles, excepto su enterramiento, que es a perpetuidad, y el Ayuntamiento ya tiene depositado el dinero para que así sea para los próximos cien años, pasan a ser propiedad de quien ha sido su amante desde que contó con veinte años de edad, su adorado Rafael, que yace en la sepultura que está debajo de la suya en el mismo cementerio.
Cinco – Que como su amado Rafael ha fallecido antes que él, todas las propiedades inmobiliarias, muebles y bienes que no sean dinero efectivo, pasan a ser propiedad de Leocadio, el fiel secretario de Rafael y él mismo, que a los dos ha prestado servicio en cuerpo y alma desde el principio de sus días, al final de su existencia.
Seis – Que en su lápida figurará el siguiente epitafio: “No hagan preguntas, porque no hay respuestas”.


Matilde Muro Castillo.

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