16 de mayo de 2020

TRINCHERAS

Ecommerce en las trincheras: estrategias y tácticas que funcionan
Foto: Pablo Renaud.

         Querida madre:
         Me han dejado esta noche de guardia en el torreón de la trinchera. No hace falta que le diga que no la olvido, ni a usted ni a padre ni a los muchachos.
         Le escribo porque me lo pidió cuando me llevaron los del cuartel. Han pasado dos años y hasta ahora no he podido madre.
         El Crispín, el que vivía en la montaña con las cabras, está en este batallón mío desde hace tres meses, es muy tozudo. Dice cuando me ve que le escriba a usted, que lleva desde que me fui preguntando al cartero si hay carta mía. Que usted ha ido a la iglesia a decirle al cura que le paga lo que le pida para que él me escriba cartas a mí, porque usted no sabe dónde mandarlas. Que está usted inquieta porque no le he dicho nada a ninguno de ustedes.
         Madre, lo que aquí veo no es cosa de contar. No puedo decirle a usted que esto es para presumir de haber estado aquí. Sólo hay mucho hambre, mucho miedo y mucho frío. No somos personas, madre, somos animales vestidos de personas a los que nos llevan de un lado a otro, a cavar zanjas que llaman trincheras, para que nos metamos ahí y esperemos a que el enemigo, que son los de los pueblos a los que usted, padre y yo íbamos a vender con el burro lo de la huerta, a esperar a que esos amigos pasen para matarlos, o que nos digan que aquí está la noche y que las zanjas que hemos cavado es la cama en la que hay que dormir, y cuando el cansancio nos puede, dormimos en lo que, es lo más seguro, que sea nuestra propia tumba que nosotros mismos hemos fabricado.
         Madre, esto es muy difícil de explicar. No podemos hablar entre nosotros porque nos ponen al frente. Te quitan la pala de cavar y te la cambian por pistola, balas y un casco de hierro y se acabó la tranquilidad del rato del trabajo de la tierra. Mejor el silencio madre, y con las miradas nos entendemos. Yo no sirvo para matar madre. Prefiero cavar las tumbas de los hermanos y andar de un lado a otro, obedeciendo a muchachos que son más jóvenes que yo, y que se creen que por mandar van a ganar tiempo a la vida de una bala, que atraviesa la cabeza cuando menos te lo esperas. ¡Cuántos hombres muertos madre!, ¡cuánta gente conocida a la que he cerrado los ojos después de un disparo certero, cuando se asomaron a mirar si el sol estaba de frente! No puede usted creer que esto que está leyendo sea de verdad y que, después de dos años yo siga vivo. Es como algo impensable. Los jefes dicen siempre que es porque no llevo fusil, que llevo la pala y no me estoy quieto en el sitio. Pero eso me lo enseñó usted madre, a no estar quieto. A tener siempre cosas que hacer para uno y para los demás, y usted siempre decía que la vida sin movimiento no es vida, y yo ahora lo comprendo. Cuando era más pequeño a usted no la entendía con tanto hacer, hacer y hacer. Ahora lo digo a los compañeros, cuando tenemos un rato que nos avisan que no hay peligro y podemos fumar. Si madre, fumo. Fumo mucho y sé que a usted no le gusta, pero he empezado y quiero decirle que no se enfade, que cuando volvamos a vernos lo dejo, pero que ahora me sirve de tranquilidad y parece que paso menos hambre.
         Cuando me ponen la cucharada de la comida del rancho en la escudilla, es cuando más me acuerdo de usted madre. Esto que nos dan no hay quien lo coma. Dicen que son lentejas, o dicen patatas, o dicen arroz. Es porque lo dicen. No sabe a nada, no se puede casi tragar. Siempre está frío y pastoso todo. Lo único que se parece un poco más a lo que es, es el pan. Duro, negro, pequeño. No es como el de usted, desde luego, pero por lo menos la forma la tiene. Es todo triste y me recuerdo cuando estábamos todos sentados en la mesa de la cocina, con el fuego encendido y usted nos hacía sopas de menudillos con arroz, o los garbanzos con tocino mojado en el pan, o el repollo con el poquito de vinagre y frito con ajo… no sigo madre, porque me voy a poner malo sólo de pensar que nunca más lo voy a comer.
         Le digo lo de nunca más porque aquí cada día que pasamos vivos es como un milagro. Pero no quiero que esto le ponga a usted triste. Yo voy a hacer lo necesario para volver con ustedes, pero está la cosa muy difícil.
         Ahora que es invierno y hace mucho frío, dicen que nos llevan a las tierras del norte porque es donde hay más lío, que lo del sur parece que lo han solucionado. Yo, si quiere que le diga la verdad madre, ya no sé ni con quién ni contra quién ando peleando. Unas veces que si somos malos, otras que hay que matar al alcalde del pueblo que la noche anterior nos dio cobijo, otras que si los cinturones que aguantan las herramientas y las armas hay que cambiarlas, que si las botas, que si las hombreras. Mire madre, ninguno sabemos ni dónde estamos, ni con quién.
         No comprendemos porqué hay dinero para tanta pistola y fusil y nos tienen mataditos de hambre. Por la mañana, cuando sale el sol, nos espabilan a patadas el que cambia la guardia, y si no le es de su conveniencia que nos echemos una taza de achicoria caliente a la garganta para empezar a andar, con las tripas vacías arrancamos en la nieve a caminar y bebemos de la propia nieve derretida para lavarnos los dientes y enjugarnos el mal sabor de la noche en vela, o de los malos sueños, que nunca faltan.
         Cuando el Crispín me habló de usted el primer día, no le contesté. Tuve que dejar pasar un tiempo para volver a verlo, porque reconozco madre que me he hecho mayor, y he aprendido cosas malas. He aprendido a que si no pienso en usted no sufro. Que si no pienso en padre, tampoco lo paso mal. Que si de los muchachos no sé nada, mejor. Y así he pasado días hasta que he vuelto a encontrarlo y aquí me tiene contándole las cosas que no quería que usted supiera.
         Hay días en los que pienso que volvemos a casa, pero hay otros en los que no tengo ni ganas de andar. Además, madre, se ha quedado tanto allí por aprender, y ahora que me hablan de cosas que tampoco entiendo mucho, no sé yo si ustedes habrán salido bien librados de estas batallas de los pueblos. El Crispín dice que a ustedes se les quiere, pero que es verdad que en el pueblo ha habido de todos los colores. Ahora tengo yo el afán de saber de ustedes y que me escriba si recibe esta, porque mire madre, aquí una vez a la semana reparten cartas que no sé cómo saben dónde estamos, porque no lo sabemos ni nosotros, como le digo.
         Yo estoy recibiendo una de una muchacha de Alcalá de Henares, que no conozco de nada, pero que dicen que hay mujeres que se dedican a escribir a los que estamos en el frente y vamos solos. Yo no hablé de ustedes a nadie, porque ya le digo que he aprendido a no pensar para no sufrir, y uno de la cocina le dijo al que trae las cartas que yo no tenía a nadie y ahora me escribe esa muchacha de Alcalá de Henares que se llama Julia, y me cuenta que hacen calcetines, que si necesito me manda en la próxima carta, que hacen vendas y que hacen camisetas. Yo no le contesto, pero ella escribe todas las semanas y el cartero me lo entrega como si me conociera de algo.
         Mire madre, otra cosa que he aprendido en esta guerra es a tener miedo. Antes no tenía de nadie, pero ahora me dan miedo hasta las hormigas. Tengo el pecho encogido a todas horas y me asusta cualquier cosa. Si me piden subir a un árbol lo hago por obedecer, pero el miedo madre, me cambia el color de la cara, y no lo puedo decir porque entonces me quitan la pala y me dan la pistola, que no quiero madre como le he dicho, porque yo no sirvo para matar y usted lo sabe.
         Ahora que le escribo se me viene al pensamiento que no la obedecí a usted cuando me pidió que le llevara a la señorita Andrea la garrafa del aceite que le teníamos que dar a cambio de haber recogido sus aceitunas. Madre, no se la llevé. La garrafa la dejé escondida en el pajar para que, cuando a nosotros nos faltara, tuviéramos, porque como la señorita Andrea tiene esas cantidades grandes de aceite que hasta vende, nuestra garrafa no le iba a hacer nada y si a nosotros. Me tiene que perdonar madre, y si usted quiere se la lleva y le pide perdón de mi cuenta, que si vuelvo ya iré yo a disculparme.
         Dicen que estas cartas les llegan seguro. Es otro de los misterios que tiene esta guerra para mí, porque todos se conocen entre ellos y parece que se dicen lo que van a hacer. Es como si estuviéramos elegidos para ir al matadero o a la gloria, según el capricho de los que han organizado esto.
         Ya ve madre. Pocas alegrías le puedo dar. Es la guerra, pero no sé contra quién ni para qué. Si usted me va a escribir lo hace a las señas que ponga el sargento en el sobre que yo le entregue.
         Si no me puede escribir, no se preocupe madre, porque haré lo posible por volver vivo. Dígale a padre que le respeto y a los muchachos que la cuiden a usted, que lo único que vale en esa casa.
         Madre, si muero por razón de la guerra y le devuelven mi cuerpo, hágame el favor de enterrarme al pie del árbol grande que está en la esquina del cementerio del pueblo. Allí aprendí a leer y a escribir con el maestro, hace corriente siempre y los pájaros anidan todos los años.
         Si le dan dinero por mi muerte cójalo madre. A nosotros en dos años que llevamos en la guerra, no nos han pagado por este trabajo.
         Su hijo que la quiere.

Matilde Muro Castillo.


1 comentario:

puerto dijo...

Ay que ganas de llorar!!