13 de mayo de 2020

LOS VOTOS

Military Uniform, US Army uniform, Infantry | Uniformes de la ...


Foto Internet.

A las cinco de la tarde era la ceremonia de celebración de la promesa de votos perpetuos en el convento que habitaban monjas de la orden Jerónima. Prestigiosa y de gente, se supone que educada, era esa orden, y sin prejuicio alguno ante la procedencia de las novicias, a las que no se les exigía más que un convencimiento atroz de que la vida en encierro perpetuo, y rezando por las ovejas descarriadas que paseamos a nuestro antojo por la existencia, debe ser protegida por sus rezos inagotables y confusas prioridades de supervivencia (según mi criterio, claro).
         Sor Mediación, con la que me cruzaba todas las mañanas a la puerta del convento, me había comunicado la celebración de la ceremonia, y me había invitado para que asistiera al acontecimiento. No es frecuente, desde luego, que te inviten a una ceremonia así, pero como la hermana y yo nos dábamos las buenas noches a diario encendiendo y apagando dos veces, ella la luz de su celda y yo la de mi salón, que es la que estaba frente a ella, entablamos una cierta amistad. Además me dejó que le hiciera una fotografía del zurcido que llevaba en la toca, por la que me dieron un premio de fotografía callejera que compartimos, cincuenta pesetas para ella y otras cincuenta para mí, y aquello nos unió aún más.
         Llegó el momento de la ceremonia, y allí estoy en la iglesia del convento. Un palacio del siglo XVI, al que le calculo unos dos mil metros cuadrados de edificación, piedras talladas, escaleras, celdas, rincones, claustro superior, huerto, caballerizas, recovecos, zonas imposibles de determinar y calentado en invierno, por criterio de la superiora de entonces, con una estufa de gas butano que estaba encendida a diario mirando al Santísimo en su capilla, por si se quedaba frío.
         Aquellas monjitas pasaban los maitines a cero grados, y mantenían la misma temperatura hasta que anochecía, a fuerza de temblar, enfermar y morir en el más absoluto de los silencios.
         La capilla comenzó a llenarse de vecinos de los alrededores, donantes, padrinos de las monjitas, amigos y un grupo de gente extraño, forasteros con aspecto norteamericano que ocuparon los primeros bancos de la iglesia, que en su día fue un salón del palacio y que las monjas reorganizaron como capilla a su santo entender, que no suele ser muy acertado cuando de conservación del patrimonio se trata.
         Empieza el desconcierto del órgano, y suena una marcha militar. Nos miramos los asistentes entre nosotros y se abren de repente las puertas de la iglesia, apareciendo por ellas una marine americana, con sable, pistolas, gorra de plato, guerrera, medallas, espuelas… un compendio total de armamento, seguida por una tropa escasa de militares también, que la acompañan hasta el coro bajo, donde estaban las monjitas de toda la vida, que asistían impávidas a aquella ceremonia impuesta por las circunstancias y la madre superiora.
Rezos, cánticos temblorosos, armónium desacompasado y empieza un lío de telas, trapos, tijeras, armas y demás cosas, que a los asistentes nos inmoviliza, porque no sabíamos si ayudar a sor Rosita con la espada, a sor Mediación con las pistolas, qué hacer con la guerrera y dónde poner la gorra, además de ver que nadie acertaba a cortarle el pelo, porque venía afeitada de casa, como buen marine.
Esa militar tenía que tomar los votos y aparecer desde el círculo que habían formado las monjas, vestida con el hábito de la orden, habiéndose despojado de pantalones, guerrera, zapatos deslumbrantes, medallas de guerra y todo lo que se pueda uno imaginar.
         Ante la impresión de los asistentes, ocurrió el milagro, y aunque el ante coro se quedara lleno de ropa tirada por el suelo y toda la cacharrería militar,, la monja se marchó hacia el grupo de hermanas que la esperaban detrás de la reja, que se cerró como si allí no hubiera pasado nada, dejando a la marine transformada en sor.
         El capellán del batallón americano al que pertenecía la ahora sor, fue el que nos dijo la misa correspondiente, que sólo entendieron ellos, porque de inglés, y menos del americano, los allí asistentes no entendimos nada. El tono era fuerte. Aquel capellán era guapísimo, vestido con una sotana planchada como si no hubiera un mañana, un alba de lino que parecía de papel de seda y unos andares, que válgame dios.
         En el orden que indicó la madre superiora, abandonamos la capilla los invitados sin dejar de mirarnos, encoger los hombros y no saber si llorábamos de risa, miedo o pena. ¡Vaya ceremonia!
         Pasaron los meses y la hermana marine se empleó a fondo para poner en orden ese convento. Desde mi casa se oían al amanecer marchas militares a todo gas, y cuando pasaba por la puerta, como siempre, le preguntaba a sor Mediación y me decía que aquello iba de mal en peor, que las hermanas estaban agotadas. Que la marine las había puesto a hacer gimnasia al ritmo de la música, y que tenían que dar vueltas al claustro superior corriendo hasta que ella lo ordenara.
         Quería darles clases de inglés a todas, ponerlas a trabajar en electrónica, y a que hicieran cosas que resultaran productivas, porque ese rezar y limpiar el palacio, que no era ni de ellas, no resultaba para nada obra divina.
         La edad media del convento eran los 87 años. Casi todas llevaban más de cincuenta años tras aquellas paredes, con idas y venidas desde su auténtica casa madre al palacio, por el que pagaban una peseta al año al marqués de turno, señorito que las consideraba sus esclavas, y así las trataba sin empacho alguno.
         La marine quiso poner fin a ese espectáculo más propio de Kentucky que de España, y lo primero que determinó es poner en forma a la tropa de religiosas, que caminaban con dificultad y comían en pisteros.
         Empezó la comunidad a sentirse molesta con estas palizas. Sor Mediación me contaba a diario las andanzas, y era patético. A ella le dijo que no se moviera de la puerta y recibiera a los visitantes a cualquier hora. Imposible hija, mis oraciones no puedo abandonarlas. Ella cree que no la entiendo, pero los gestos se comprenden muy bien. Yo no voy a estar en la puerta porque ella quiera. ¿Qué me importa a mí el dinero? Nunca he pedido, sólo he rezado para todos y así es como se ayuda, no con dinero. Tiene esta hermana extranjera una cosa con el dinero, hija mía, que me está matando.
         Continuamos con las comidas. Les quitó del menú las patatas cocidas y se las puso fritas. Empezaron a encontrarse mal porque ellas comían más verdura que carnes, de toda la vida, y llega ella con las salchichas, las patatas fritas, no guardar los viernes, no querer comer garbanzos ni alubias. Sor Mediación se negó a comer. Sor Rosita también y la hermana Ángeles enfermó de la vesícula y tuvo que salir del convento, por primera vez en cincuenta años, al hospital. Casi no vuelve.
         Llegó una mañana y no presté atención a que no había música. Cuando salgo a la calle me encuentro a sor Mediación en la esquina esperándome, y me dice que la americana se ha ido. Mira hija, no sabemos a dónde se ha ido. Me ha dicho la madre superiora, que como hablo contigo todas las mañanas, a ver si nos puedes ayudar a saber dónde está. Ha amanecido, ha hecho la maleta y sin decir nada, se ha ido.
         Le dije que a lo mejor estaba en la estación de autobuses, porque aquí otra cosa no hay para marcharse. Que si tenía coche ella y me dijo que no, que se lo había regalado al cura que vino a la ordenación, y que a ella, sor Mediación, le pareció fatal porque ese coche le hubiera venido muy bien a la comunidad para hacer los recados, aunque nadie de entre ellas sabe conducir, pero podían haberlo usado con un chófer. Muy bien hermana, yo preguntaré en la estación a ver si la han visto irse.
         Mediodía y de nuevo sor Mediación me dice que ha vuelto. Que lo que le ha pasado es que le ha dado una pataleta porque a la hora de la gimnasia no había nadie en el claustro, y digo yo hija mía, ¿cómo vamos a estar en el claustro en manga corta, sólo con las calzonas y los zapatos a dos grados bajo cero? Ella dice que entramos enseguida en calor. ¿Qué calor?, si no nos podemos mover. ¿Cómo vamos a correr por el claustro a nuestras edades?,¿cómo vamos a ducharnos, lavarnos o bañarnos con agua fría? A ella todo le viene bien porque tiene una fortaleza impresionante, pero nosotras somos muy mayores y ella no lo acepta.
         Le pregunté el origen de la monja americana, y me contó que, según ella había entendido a la superiora, la militar estuvo en una guerra con los golfos, que le estalló una bomba muy cerca y que tuvo una visión estando en el hospital. Como había salvado la vida, se le apareció dios mismo y le dijo que tenía que su segunda misión en la vida, ya que él la había casi resucitado después del bombazo, era venir a ser monja de clausura de las Jerónimas de aquí. No se lo pensó dos veces hija mía, miró dónde estaba este pueblo en el mapa y aquí la tenemos. No sé yo si dios ha estado acertado, que me perdone, no es que yo quiera violentar su autoridad, pero hija, nos va a matar o de la gimnasia o de los disgustos que nos da.
         Pasaros los meses en más guerra que paz, y aquella relación entre las monjas no mejoraba. Ahora había mañanas que eran otras las monjitas que estaban en la puerta, porque no veían el momento de escapar de aquella tiranía productiva que les había montado: que si hacer circuitos eléctricos impresos, que si dulces, que si vender libros de la vida de San Jerónimo, que cuidar el huerto, cavar sin cesar… no era posible llegar hasta donde ella quería, pero como la madre superiora se lo consentía todo, y la susodicha señora tenía un carácter endemoniado, era mejor escabullirse con excusas, y la portería se transformó en el mejor destino dentro del convento. Por lo menos les daba el aire.
         Ocho de la mañana de un viernes. Sor Mediación de nuevo en la puerta. Hija, ven que te cuente. Se ha ido hace una semana, pero como no te he visto, no he podido contártelo. Se ha marchado y no sabemos nada de ella. No queremos que la busques. No queremos que preguntes a nadie. Si te dicen que está por ahí, pues tú te haces la loca y dices que no sabes.
         Al ver mi cara de asombro sor Mediación se acercó y me explicó, en voz baja, que hacía una semana había ido celda por celda a las cinco de la madrugada a levantarlas. Se reunieron todas en el claustro de arriba y ella tenía hecha ya la maleta. Habló, chilló, pataleó, gesticuló, y a ella le parece que las insultó. Nadie entendió nada, pero el tono no les gustó a ninguna, y cuando vieron que bajaba por la escalera con la maleta en la mano, sin volver la vista atrás, y comprobaron que había rebasado la puerta principal, la madre superiora le dijo a ella: sor Mediación, cierre la puerta por favor, que aquí no entra nadie sin que yo lo ordene. Una semana de ejercicios espirituales para todas y no vuelve a entrar nadie. Por eso, hija, llevo una semana sin abrir la puerta, y no te lo he podido contar.

                                                                              (Historia basada en hechos reales.)

Matilde Muro Castillo.
           
           




1 comentario:

Unknown dijo...

Menudas son las monjas con sus cosas!