7 de mayo de 2020

LA MUDANZA


-                He terminado de recoger los libros. Ya están marcados en sus cajas para que las lleven con el orden que he puesto y las dejen en el mismo orden que salen.
-       No creo que pueda ser así. Las irán poniendo en la furgoneta según haya hueco, pero lo vamos a intentar.
-       Es que si no lo hacen así, va a ser complicado luego moverlas por el piso de habitación en habitación, porque lo dejan todo como les viene en gana.
-       Ya, pero es lo que tiene hacer la mudanza con poco dinero. Si pudiéramos pagar a Gil Stauffer, nos lo dejaban todo colocado, pero como tenemos que recurrir a tus amigos de la furgoneta, la cosa no es tan fácil.
-       ¿Me estás diciendo que el desorden es culpa mía?
-       No empecemos. Llevamos dos meses y veinticinco días haciendo cajas. Estamos los dos cansados como perros. La situación no puede ser más desoladora. No empecemos.
-       Eres tú la que ha empezado diciendo que es culpa mía lo de las cajas y lo de la furgoneta.
-       ¡Que te den!
-       Eso, así se arregla todo, dándome no sé qué cosas a todas horas. Los libros están, es lo que quería decir y nada más. Ya no hago nada más, porque como a la señora le molesta cualquier cosa que digo, y no le conviene lo que hago, mejor me quedo quietecito y lo haces tú todo a tu gusto.
-       De eso nada caballero. Tú sigues desmontando tu laboratorio de sonido, arrancando los corchos de las paredes, colocando y marcando todo pieza por pieza y dejando todo en el orden que tú quieras. Los cables, perdón, el millón de cables que tienes tirados, los recoges y numeras y metes en cajas, los enchufes lo mismo, los micrófonos los envuelves en plástico de pompas y les pones pegatinas para que sepas de qué se trata lo que sacas, la mesa de mezclas la desarmas y envuelves y marcas, los bafles, los cientos de bafles, los empaquetas y marcas… ¿sigo?
-       No. No hace falta. Mira, creo que es mejor que no sigamos enfadados. Vamos a descansar, a tomar una cervecita en la cocina y a hacer las paces.
-       ¿Cuánto va a durar la cervecita? La de ayer empezó a las once de la mañana y hasta ahora. Se nos echó la hora de la comida encima, vinieron tus amigos a grabar, vinieron las mías a charlar, y aquí estamos como ayer. Creo que es mejor que sigamos, porque esto va a ser eterno.
-       De acuerdo, pero no te enfades. Creo que lo mejor es que dejemos el estudio de grabación para el final, por si viene alguien a pedir algo.
-       ¡De eso nada! Cierra ese estudio de una vez y no me provoques. Empieza a desmontarlo todo. Pero todo. Que no se reconozca el sitio a lo largo de esta mañana. Te lo pido por favor. Si lo haces así, yo me encargo de mi estudio de pintar.
-       ¿Me lo prometes? ¿Vas a desmontar tu estudio hoy? No me lo creo. Apuesto a que no eres capaz. ¿Tienes cajas suficientes?, ¿tienes cinta adhesiva?, ¿tienes plástico de embalar? Imposible. Si tú desmontas tu estudio, yo me encargo del resto de la casa.
-       ¡Hecho! Aceptada la apuesta. Tú te encargas de lo que queda de la casa.
-       ¡Ya!, pero si tú hoy embalas tu estudio. Fíjate en lo que te has metido.
Llegó la noche y se reencontraron en la cocina. Ella había desmontado y embalado el estudio, llevando un día de perros. Pidió ayuda varias veces para poder mover los trastos, pero el silencio fue la respuesta. Cajas, paquetes, embalajes, mantas atando cuadros, muebles. Diecinueve bolsas de plástico de las enormes y negras llenas de objetos varios, sillas plegadas y atadas, cajones embalados llenos de pinceles, todo etiquetado y en perfecto estado de revisión. Pero había colocado una muralla en la puerta para salir. Había amontonado todo fuera sin darse cuenta. Vuelta a acarrear cosas, a colocar los paquetes por orden numérico y a poder abrir la puerta para llegar a la cocina.
Allí estaba él, asolado, con la cara verde, sin haber hecho nada en todo el día. Se había bebido once cervezas desde que lo dejó y, como un zombie, las había colocado en la encimera.
-       ¿qué te pasa? ¿porqué no me has llamado?, ¿qué ocurre? Estás borracho. No lo comprendo hijo. Quedamos en el desayuno que desalojábamos nuestros respectivos estudios, y no has hecho nada. Te has dedicado a beber. No entiendo nada.
-       Ven conmigo al estudio por favor – le dijo tambaleándose y con lengua de trapo – acompáñame y mira qué es lo que he encontrado detrás del mueble de las cintas para remasterizar.
Fueron los dos al estudio, y allí, sobre la mesa de mezclas, había un tibor de color morado, con tapa gris e incrustaciones doradas. Una placa dorada con la grabación “Celinda Marcos Prou. 1929 – 2000” completaba el encuentro.
Se miraron asombrados, se encogieron de hombros a la vez y no articularon palabra en el momento.
-       ¿La conocías? – pregunta ella con voz temblorosa -  ¿porqué tienes ahí eso?
-       ¿Cómo que si la conocía?, ¿pero quién te crees que soy? ¿pero qué pregunta es esa? ¿tú te has vuelto loca?
-       No te pongas así. Está en tu estudio. Eres tú el que lo ha guardado.
-       ¿Yo? Pero ¿cómo puedes pensar que yo he guardado ahí cenizas desde el año 2000? No te entiendo, de verdad. No te entiendo.
-       Algo habrá que hacer. ¿De quién pueden ser si tú no conoces a esta señora?
-       Estoy destrozado. No puedo creer que haya estado compartiendo mi vida durante los últimos veinte años con esas cenizas ahí. Ahora dime tú cómo justifico y ante quién este tema. Habrá que enterrarla, habrá que hacer algo. No sé qué lío es este.
-       Mira. Lo que no vamos a poder hacer es nada, mientras sigas borracho. ¿Cómo se te ocurre beber como un loco porque haya aparecido este frasco en tu estudio? Lo encuentras, lo coges y me lo llevas, o me llamas y me dices qué ha pasado, pero sin necesidad de beber. Ahora hay que esperar a que se te pasen la borrachera y la resaca y, cuando te hayas duchado y tomado un café, nos sentamos a pensar qué hacemos.
Obedeció como un corderito. Se metió en la cama y durmió profundamente hasta la mañana siguiente en la que, al salir de la ducha, se encontró a su mujer en la mesa de la cocina con el desayuno puesto, y el tibor presidiendo el amanecer.
-       ¿Qué hace eso ahí?
-       No he pegado el ojo dándole vueltas al asunto.
-       Pues yo he dormido muy bien.
-       Menos mal, me alegro. Yo me levanté, cuando te oí que respirabas profundamente, a intentar saber qué ha pasado con este asunto y, no tengo ni la más mínima idea. He buscado con su nombre en internet, para saber de dónde podría ser, con quién vivía, si conocíamos a alguien que pudiera tener relación con ella. Nada. No he encontrado nada, y también he buscado qué se puede hacer y no imaginas el lío que hay que organizar para demostrar que no tenemos nada que ver con este asunto. Estoy fatal y preocupadísima.
-       Mira, creo que es mejor que cojamos esta cosa y la apartemos de nuestra vida. No podemos detener ni un día más la mudanza. Nos van a cobrar lo que no podemos pagar. Cuando tengamos todo metido en la furgoneta, y descargado en el otro piso, nos dedicamos a ver qué podemos hacer.
-       ¿Dices que lo dejemos aquí en la casa, como si se nos hubiera olvidado?
-       No. Digo que acabemos la mudanza de una vez y luego nos dedicamos a enterrarla.
-       De acuerdo. Ponte con lo que queda mientras yo voy organizando viajes, porque desde luego en un porte, ni muertos hacemos el cambio.
Llamaron al primer viaje, mientras el tibor seguía presidiendo la mesa de la cocina. Se cargó la furgoneta de los amigos y la descargaron como quisieron en la nueva vivienda, para desesperación de ellos, que se habían empeñado en numerar las cajas y poner el nombre de las habitaciones en las que iban. Dio igual. Como siempre, los pobres comprando pobre, y no hay mayor error en el mundo. El pobre sólo puede comprar caro para sobrevivir, pero es difícil entenderlo.
      La aparición del tibor desnortó a la pareja. Ya no había posibilidad de sacar a flote las apuestas, ni decir quién hace esto ni lo otro. Todo se transformó en una tarea común: enterrar a la difunta desconocida, con la que habían convivido veinte años. Imposible alejar el pensamiento de lo acontecido, y como por arte de magia, después de tres viajes de furgoneta, ella metió el tibor en una bolsa de rafia de Eroski, cogió el bolso y las llaves, y se montó en el coche con él, que la esperaba en el garaje para ir definitivamente a su nuevo hogar.
         En la puerta del nuevo piso estaban los transportistas esperando cobrar. Él se dirigió a ellos a darles las gracias por el desaguisado de la mudanza, y el esfuerzo redoblado que ahora les iba a costar montar el piso, pero sabiendo que todo había terminado, que no era poco.
-       No te quejes tío, que te hemos cobrado muy poco – le dice el jefe de la tropa.
-       El trabajo no lo habéis hecho como lo contraté, pero toma el dinero. No creo que os pueda recomendar a nadie.
-       No te pongas así. – Se dio la vuelta y le dijo a uno de los empleados que estaba detrás de él - ¡Caminero!, coge la bolsa a la señora, que se quejan de que no hemos hecho bien las cosas.
Caminero recogió la bolsa, ella le pidió cuidado con lo que llevaba, y cuando el hombre abrió mara mirar el contenido gritó: ¡mi abuela! ¡por fin!, ¡mi abuela! Son los restos de mi abuela. Los perdí cuando les hicimos la otra mudanza. ¡Mi abuela! Gracias señora. Es usted una buena persona. ¡Mi abuela!
No hubo más que decir. Subieron los ocho pisos de la casa en el ascensor en silencio. Se cogieron de la mano para entrar y se miraron, no muy seguros de que allí no hubiera alguien más que ellos.
Veinte años más, y se lo cuento.

Matilde Muro Castillo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Ay, mi abuela.

Anaggl dijo...

Mira x donde apareció, hombre!!