10 de mayo de 2020

POMPILIO

                  

A mi queridísima María Teresa Pérez Zubizarreta.


-       Padre, ya me han dado las notas del instituto y quiero irme a Madrid a estudiar ingeniería naval.
-       No. Tú te vas a Salamanca a estudiar Derecho.
-       ¿Porqué?
-       Porque lo digo yo. Eres el único heredero de esta casa y tienes que saber de leyes para defenderlo. Cuando acabes la carrera en Salamanca, y tienes cinco años, ni uno más, te vuelves a casa al campo y administras todo lo que tenemos. Yo estaré pendiente de lo que haces y deshaces. Te orientaré en las amistades con las que conviene que te relaciones, y las que tienes que abandonar. Harás lo que yo te diga para mantener e incrementar el patrimonio, y aquí no hay discusión posible.
Pasarás este verano con tus abuelos en Los Baños, en el balneario, como siempre, y te vendrás una semana antes para preparar el equipaje con tu madre y marcharte a Salamanca.
-       Padre, quisiera pasar el verano aquí con los amigos. Como cada uno nos vamos a ir a un sitio distinto el año que viene, me gustaría estar con ellos.
-       Y a mí me gustaría tener un aeroplano, y no lo tengo. Las cosas se hacen como yo digo y no se discuten. Hijo, tienes que aprender que la obediencia en nuestras vidas es lo que nos hace seres educados, distintos, sin problemas. Tu madre y yo nos casamos un doce de septiembre de 1917 a las diez de la noche, porque el padre de tu madre lo quiso así. Pues muy bien. ¿Que me hubiera gustado una fiesta con familia en casa de tus abuelos?, ¿que hubiera querido ver a tu madre antes de casarnos?, ¿que me hubiera gustado conocerla?, como decirte que no, pero mira, la obediencia me ha servido para sobrellevar la vida con la comodidad que tenemos, sin discutir con nadie, apreciando los bienes de los que disponemos, con casa propia, respetándonos sin necesidad de molestarnos, y aparentando esta vida de orden y bienestar que nos hace ser apreciados en la localidad. Tú te vas a Los Baños, y cuando seas padre, comerás huevos.
Pompilio agachó la cabeza y se fue del salón donde el padre continuaba con El Imparcial en la mano, abierto por las páginas de los precios en lonja, que era lo único que consultaba, y fumando sin parar en zapatillas, hasta la hora de la cena.
    En la mesa, Pompilio contó a su madre las buenas notas del instituto y le dijo que quería ser ingeniero naval en Madrid, pero que su padre le había dicho que no, que tenía que estudiar en Salamanca para ser abogado.
    La madre le miró, asintió sin decir nada, le cogió la mano sobre el mantel, y se la apretó con fuerza.
Los dos agacharon la cabeza y en silencio cenaron servidos por la fiel Felisa, que era madre de su mejor amigo, Fidel, con el que siempre había jugado y aprendido las bondades de vivir en un pueblo pequeño, el que le había enseñado a montar en bicicleta, a tirar piedras con tirachinas, acertar a cazar ranas por la noche, hacer refugios con zumaques en la laguna, y aprender la hora que es mirando el cielo, para no faltar nunca a la hora en la que su padre le exigía estar sentado en la mesa.
Se llamaban por sus nombres de pila, excepto cuando aparecía el padre, que Fidel llamaba a Pompilio señorito, y así también aprendió que era mejor guardar las formas para poder hacer lo que a uno le diera la gana.
En la cena, Pompilio le dijo a su padre que porqué no le pagaba los estudios a Fidel para que se fuera con él. Que había sacado muy buenas notas también, y que ahora tendría que hacer como una carrera, como él.
-       Me parece, hijo mío – le dijo el padre limpiándose el bigote con la servilleta entre cucharada y cucharada de sopa – que tú no has prestado atención a nuestra conversación mientras leía el periódico. Te he dicho que tú vas a hacer lo que yo te diga. Que hablarás y ¡dejarás de hablar! – levantando la voz de forma estruendosa – con quien te ordene, y dentro de esta orden está Fidel. Fidel es hijo de Felisa. Se ha criado en esta casa contigo por generosidad de tu madre, que nunca tiene bastante para dar a los demás, y con mi silencio porque no quiero problemas con nadie, y menos con tu madre. Fidel se ha terminado. Fidel se encargará de las ovejas, se le pondrá un salario como corresponde, y tendrá que ir pensando en buscar una vida fuera de esta casa, porque tiene edad para ello. Sin prisas, sin prisas. No digo que hoy ni mañana, pero Fidel ya tiene edad para independizarse, y lo de estudiar, no le corresponde. Eso es sólo para ti, y te repito que cinco años.
La angustia que le produjo la orden del padre, se le clavó en el pecho y le parecía que estaba empezando a dejar de respirar. Pompilio no entendía nada de lo que estaba pasando. ¿Qué había hecho Fidel?, ¿porqué no podía hablarle?, ¿qué tenía que hacer él? Empezó a palidecer y pidió permiso para levantarse. El padre no le miró a la cara y le autorizó, mientras la madre salía detrás de él para tratar de calmar a su hijo, del que sí sabía que se moría.
Pasó tres días en la cama, protegido por la madre, y se levantó para salir de viaje a Béjar, a pasar el verano con los abuelos.
Fidel lo despidió con un ¡hasta la vuelta! y nada más, porque no era consciente de lo que estaba ocurriendo.
El verano fue tan atroz y aburrido como todos. Desayunos en silencio porque el abuelo leía el periódico. Acompañar a la abuela al balneario y estar sentado y callado, sudando sin control por los vapores que salían de la habitación, comida con los grupos de los abuelos, tarde de paseo a la carpa que había montada en el parque para que los bañistas se relacionaran. Pompilio llegó a contar las rayas de la carpa, y aquel verano faltaban tres de la cúpula. Le preguntó al guarda del parque por las tres rayas y le dijo que era muy observador. Que nadie se había dado cuenta, pero que un rayo cayó cuando la estaban retirando el verano pasado y han tenido que recortarla y pegarle un remiendo, ya sin rayas. En el parque le dejaban correr con los amigos, jugar a la pelota, llevar algún entretenimiento, pero a la edad de ese último veraneo, sólo quería estar sentado en el banco de las chicas, del que sólo salían risas, manotazos, buen olor, rizos entrecruzados, lazos de todos los colores… una especie de frenesí, que él a esa edad entendía como vida. Pero no era posible. El abuelo le impedía abandonar el banco que desde hacía catorce años ocupaba cuando iba al parque a relacionarse con otras personas.
Pasó el veraneo, y se fue a Salamanca. Estaba todo organizado en casa de una conocida de su padre, viuda, que acogía estudiantes. No era mal lugar. Salamanca le pareció desbordante, emocionante de gente, divertida, había músicos, existía la tuna, no le controlaban las salidas ni las entradas, en la Universidad no pasaban lista en las clases y le dejaban ir si quería o no, comentaba lo que quería sin tener que pedir permiso, y poco a poco las cosas fueron cambiando, los años fueron pasando con felicidad poco explosiva, y se acabó la carrera.
Ya era licenciado en derecho, y como en la universidad había visto muchas cosas y aprendido a expresar argumentos, con motivo de su carrera de letrado, quería ir a decirle a su padre que ahora, que ya había obedecido, iba a ser ingeniero naval.
Fidel le quitó la idea.
-       Mira Pompilio. Tenemos una edad y tu padre también. Ha estado malo y no te lo han querido decir, pero no se encuentra bien del corazón, dicen los médicos. Yo lo que creo es que tiene sífilis. Es normal porque pasa todas las noches cuando pasea en casa de La Perlita, y así lleva muchos años. Ahora la sífilis le está atacando fuerte y no hay remedio, dicen. Creo que lo mejor es que te enteres de sus negocios, de lo que hay y no hay, de lo que puedes y no puedes disponer, y eso de la naval, lo dejas para más adelante. Ya sé que siempre has querido hacer un barco, pero no es el momento. Te prometo que si te quedas aquí, yo te ayudo y hacemos uno juntos, pero no debes marcharte otros cinco años por lo menos, porque tu madre te deja sin un céntimo con sus obras de caridad.
-       ¿Me prometes que me ayudas?
-       Nunca te he faltado a las promesas. Si tú haces lo que te digo me ayudas a mí. El ganado es cada vez menos, tu padre gasta poco en medicinas para ellos, no le da la gana de sembrar pastos y dice que yo tengo que andar más con las ovejas para que coman, pero yo solo no puedo ser pastor, vaquero, gallinero, los cerdos, las vacas de leche y ahora jaulas de faisanes que ha puesto para que criemos para cacerías. Si sembrara pastos para las ovejas y las vacas de carne, yo iría mejor.
-       De acuerdo. Me ayudas con el barco.
-       ¡Hecho!
Pasó el tiempo y el padre de Pompilio murió. El ramo de flores más grande que había sobre el féretro decía: “La Perlita no te olvida” y se quedó tan fresca. La madre de Pompilio creyó que era una obra de caridad dejarlo, y así hizo el último paseo el señor de los improperios.
    Pompilio se hizo con el campo sin mucho problema, porque contaba con la ayuda de Fidel para cualquier cosa que desconociera, y además empezó a levantarse al amanecer para ayudarle en todas las tareas y poder dedicarse los dos a la construcción del barco soñado, en el tinado que habían vaciado de paja.
    Días y días. Meses, años, planos, maderas, barnices, telas para las velas, la madre de Fidel cosiendo a máquina lo inimaginable, el talabartero del pueblo feliz con tanto trabajo de cueros, cuerdas enceradas, amarres a las lonas… y llegó el día en el que el barco se terminó.
    Habían hablado mucho de la botadura. Lo más cercano con agua era el regato de la Culebrilla, y no tenía el fondo suficiente para el cabotaje del barco que habían construido. Había que llevarlo a Lisboa y construyeron el remolque que los llevaría hasta allí. Una plataforma de madera, con seis ruedas de carros, el barco encima y sujeto con lianas para que no se moviera. Calzado con troncos de encina y tirado por mulas.
    Un mes de viaje. Llegaron a Lisboa y empieza la odisea para botarlo. No es fácil por los papeles, pero sus conocimientos de derecho y todo lo que había leído para poder llegar a ese fin, acaba consiguiendo un pantalán para que el barco se deslice hacia el agua y comprobar que flota.
-       ¡Fidel! Sube, que nos vamos.
-       ¿Pero quién estrella la botella en el casco?
-       No se estrella nada, no vayamos a romperlo. ¡Suelta el amarre y embarca de una vez por dios!
Fidel hizo lo que el señorito le mandaba, no muy seguro de los resultados y frente a una ensenada que no le daba mucha confianza. Fidel no conocía el mar, era la primera vez que lo veía, pero el señorito Pompilio tampoco. Era la primera vez que se enfrentaba al mar.
    El barco se deslizó suavemente hacia el agua. Flotaba. Navegaba. Iba hacia el infinito. Algún golpe de las olas contra el casco, asustaron a los dos tripulantes que se hicieron a la mar, lejos, al fondo, muy lejos, alta mar, océano … y la nada.
    No se supo nada más.


Matilde Muro Castillo.

1 comentario:

Anaggl dijo...

Terminaron juntos como querían.
Que bonito...!!!