9 de mayo de 2020

EL GUÍA



Llegamos a Afrodisias al anochecer. Hacía más de un mes que viajábamos por Turquía en un coche alquilado en Estambul, que nos había dado toda clase de problemas, pero siempre se quedaban reducidos a nada, ante la grandiosidad de los paisajes, monumentos, ruinas y personas que trufaban el camino.
         Nadie nos podía haber dicho que, como consecuencia de una avería tremenda en la dirección, íbamos a pasar tres días en Nicea, visitando la basílica inolvidable, las ruinas griegas de los alrededores, un teatro que no figura en las guías de turismo, unos mercados de artesanías dedicadas a los adornos para caballos que quitan el hipo, y unos talleres, unos talleres mecánicos que ponen a prueba el corazón de cualquiera, porque en dos horas desguazaron el coche, lo dejaron colgado sobre cuatro troncos de madera, desperdigaron las piezas por la calle, y así estuvo dos días, hasta que, en la madrugada del tercero, vinieron a la pensión a buscarnos para darnos la alegría de que a las doce de la mañana podríamos recogerlo, (supongo que para compartir la alegría de la buena noticia, que ni ellos mismos se creían).
         Afrodisias es una ciudad pequeña.  Dicen las guías escritas que, descubierta su extensión con radiografías del terreno por departamentos americanos de excavaciones, y que los investigadores decidieron levantar en su totalidad, desplazaron para ello, unos kilómetros más allá, a los habitantes que se asentaban sobre las ruinas, creando la actual ciudad turca de Geyre.
         El resultado, real o ficticio, de aquella excavación, de esa obra americano – faraónica, es espectacular. Paseas por una ciudad griega en todo su esplendor y empiezas a explicarte la razón de viajar. La Grecia de cuando era Grecia. De cuando poco a poco el pensamiento se asentó en los comportamientos. La regularidad primigenia de las calles. El comportamiento lógico de la arquitectura al servicio de la población, y no al revés. La importancia de las creencias, de los espacios de reunión para el debate. La hermosura de los templos y sus adornos, inspirados en la naturaleza que los rodea. Las calzadas lo suficientemente anchas como para no molestarse. Los jardines… todo está en Afrodisias como se dejó, digamos que por una pandemia, o porque el sueño invadió a los habitantes, porque el flujo de las poblaciones los desplazó a otros lugares más bulliciosos (la Grecia vaciada de entonces), algún terremoto, la falta repentina de agua por invasiones vecinales. Indudable la presencia posterior de Roma, la evolución del diseño de la vida, de la presencia de los lugares de diversión: teatro en un estado de conservación que dan ganas de esperar a que empiece la temporada, el anfiteatro que acogía (y creo que ahora también) a treinta mil personas vociferando, el ágora reformado y ampliado, y ese maravilloso tetrapilon erigido por Octavio, que nada tiene que envidiar al de Éfeso.
         Nos había conmovido lo pequeño de la ciudad y esa historia que alberga del arqueólogo que se enamora del sitio y no deja de estudiar, preguntar, publicar y recabar fondos para que esa maravilla forme parte del acervo mundial.
         Queríamos ir a ese sitio especial, a ese lugar del que todas las rutas organizadas decían que era de poca monta, que el acceso es complicado y que lo que vas a ver allí no tiene mayor importancia, frente a lo que Turquía alberga en los alrededores. Que es mejor dejarlo, que es mejor abandonar la intención, porque además allí no hay restaurantes, no nos hacen los kebabs como se hacen en los bares de carretera y hay poca diversión nocturna, por no decir que ninguna.
         Era justo lo que andábamos buscando. Afrodisias, la ciudad de la que Augusto dijo: “del Asia Menor, con Afrodisias me quedo”. Sabíamos además  que Augusto había liberado allí a Zoilo, su esclavo, el que le acompañó durante muchos años y le ofreció que, si quería elegir alguna ciudad del imperio que no fuera Roma para vivir, eligiera lo que le conviniera, quedándose Zoilo en Afrodisias y engrandeciéndola por sus buenas relaciones con el emperador y las altas esferas romanas en general.
         Habíamos leído que el arqueólogo que conservó las ruinas como nadie desde el año 1970 que se produjo el desplazamiento de los habitantes hacia Geyre, Kenam Erim, profesor turco de la Universidad de Nueva York, el ideólogo y realizador de esa obra faraónica de despejar las ruinas de los habitantes de encima, había conseguido a base de esfuerzos sobrehumanos que Afrodisias llegara a ser uno de los lugares más conocidos de Turquía, a pesar de las reticencias de los gobiernos del lugar, a los que les molestaban las injerencias de los americanos en sus cosas.
         La nacionalidad del arqueólogo facilitó las cosas, pero no sin muchas fricciones por ambas partes. Kenam Erim en sus estudios arqueológicos demostraba que el asentamiento allí de la ciudad de Afrodisias no fue un hecho casual, sino que, a la luz de los hallazgos de piezas paleolíticas, dioses, exvotos, figurillas de devoción y algún arma, el lugar había sigo siempre utilizado para las manifestaciones espirituales de los pueblos, alrededor de cuyas instalaciones, en la antigüedad siempre creció la cultura. Quiso demostrar que los pueblos no se asientan en lugares de acceso complicado porque sí. Que hay motivaciones más allá de las económicas para seguir ocupando espacios dedicados al alma. De ahí su obsesión por levantar a los ocupantes de la zona dedicada a Afrodita (cosa que sigue por demostrarse), y evitar la destrucción de todo lo que pudiera ser huella del pasado, de Grecia sobre todo, dada la habilidad de los pueblos otomanos y siguientes, para borrar las huellas de lo que pueda transformarse en devoción que no sea la suya.
         En 1990 Kenam Erim falleció y había sido tan importante su contribución al engrandecimiento y conservación de aquella ciudad, al conocimiento de las razones y la filosofía del asentamiento, que el gobierno turno legisló especialmente, arbitrando una medida única en la historia del parlamento, que fuera enterrado en Afrodisias. Allí está su tumba frente al tetrapilon, a mitad de camino entre Grecia y Roma. Plantándole cara a los bárbaros de Roma frente a los cultos griegos, sin molestar, aceptando el destino que la vida le propuso en nombre de la historia, y feliz de la orientación decidida por los enterradores mirando a la Meca, por si las moscas.
         Recorrimos la ciudad, caminamos durante días por los hallazgos de unos y otros, identificamos los escritos de Octavio en el tetrapilon, la carta que dejó escrita en uno de los muros. Comprobamos las esquinas trazadas para provocar corrientes de aire, cómo los acueductos se habían desplazado por los terremotos que la región ha sufrido a lo largo de los tiempos, vimos cómo las cabras invadían las ruinas y dejaban impecables de hierbas los intersicios de las calzadas y más que abonados de estiércol. Vimos cómo mujeres barrían las calles de las ruinas, las que nos llevan al templo de Afrodita con escobas hechas de plumas de pavos reales que campan por sus respetos. Pasamos horas ¿reposando el alma? ante la contemplación de ese entorno que nos había precedido y llegado para nuestro disfrute. Escribimos cuadernos sentados en las gradas del teatro romano. Leímos en voz alta las referencias que nos parecían oportunas en medio del foro, de columna en columna. Buscamos inscripciones. Fotografiamos todo lo que se nos vino al paso, en la más absoluta soledad durante cinco días inolvidables.
         El viernes decidimos marcharnos, porque si no, nos empadronamos en aquel lugar, y antes de emprender la salida dimos un último paseo porque yo quería ponerle unas flores a Kenam Erim, mi ídolo allí enterrado.
         Un grupo grande de turistas ingleses se acerca a las ruinas. Un señor con paraguas para protegerse del sol les orienta y empieza a contarles la importancia indudable del lugar:
-       Es una ciudad pequeña, sin importancia, que en parte la han hecho los americanos reconstruyéndola para una película me parece. Se llevaron a la gente que vive unos kilómetros más allá para la película, y no han vuelto. Hay un teatro, que si quieren vamos a verlo, pero es como todos los teatros romanos, y un arco de cuatro puertas, pero como vamos ahora a Éfeso y hay otro igual o mejor, si quieren no lo miren. Pueden pasear por aquí veinte minutos, y les espero en el autobús. No hay bares, ni sitio para ir al baño. Si quieren pueden ir a ver la tumba del director de la película que les digo, que está frente al arco de las cuatro puertas, y que murió aquí y no se lo pudieron llevar por problemas de papeles. Les espero en el autobús a todos en veinte minutos.
Sin palabras.


Matilde Muro Castillo.

4 comentarios:

Unknown dijo...

El guía me recuerda a algunos no muy lejanos.

Anaggl dijo...

Que interesantísimo viaje!!

Otracarola dijo...

Qué maravilla de viaje. Cuánta vida pasada, presente y futura. Ah, y respecto a ciertos guías turísticos, solo cabe decir: ojos que no ven, corazón que no siente.

Unknown dijo...

Que viaje tan bonito