1 de mayo de 2020

EL DÍA DE LA MADRE

A career in pictures: MS Dhoni is not only India's but cricket ...
Foto Gulf News.

                                                              Para mi hija Nazeema.


Di a luz yendo de viaje de un lado para otro, sin tiempo siquiera para dormir un poquito después del evento. Agotador pero reconfortante.
         Viajaba con mi hermana Maite hacia la India con destino Hyderabad, una inmensa población de ocho millones de habitantes, un lago central que provee al ambiente de unos mosquitos de aguijón certero y maldito, mezcla de religiones entre las que predomina la hindú, como en casi toda la India, pero con notable presencia de árabes que se las traen a enfrentamientos entre ellos y los demás, sin que yo haya entendido nunca muy bien esto de los follones que organizan estas personas allá donde van, pero eso es harina de otro costal.
         Madrid, París, Bombay en un día. No había entonces vuelos directos a Delhi y fuimos con Air France con todo lo que se nos había ocurrido que a la niña pudiera gustarle, amén de los regalos que los tíos, primos, abuelos y conocidos nos dieron para el encuentro. Yo iba a dar a luz en medio del campo, en el que había un orfanato en el que estaba prevista la salida por una puerta de la menor para que me la entregaran y recogerla, pero no fue fácil.
         Al llegar a Bombay, Air France nos había perdido las maletas. Allí iba toda la ilusión de años acumulando cosas pequeñas e imprescindibles, emociones personales, cuadernos, lapiceros, muñecos pequeños, ropas hechas por la abuela, y encima tuve que dar gracias porque en el último momento en Madrid, cuando la maleta se iba por la cinta de facturación, le pedí a la azafata que me la devolviera para sacar el expediente de adopción que había metido allí, y que contenía la burocracia del último lustro hasta llegar aquí.
         Bombay. Noche y con lo puesto. No pasa nada. El fin que perseguimos es más importante que los medios con los que nos hallamos, y mañana, viernes, hay que volar a Hyderabad a recoger a la muñeca.
         Eso sí, como India vive por la noche, salimos a pasear por los alrededores del hotel, a recorrer esos mercados que me emocionan, a vivir el aire que necesito desde hace más de cuarenta años que visito la India, a enseñarle a mi hermana lo que me gusta y lo que me hace vivir. Los olores a fritangas, los gritos callejeros, la complicidad con la mirada, el pulso de los que allí habitan con nada, y cuando digo nada es … nada. Si das algo, malo, pero no pasa nada porque siempre recibes de ellos cosas que merecen la pena: una mirada, te tocan la mano, te quieren sentir cerca, si les compras una torta de maíz hay una fiesta, si repartes samosa a cuatro niños, hay un festival, si compras sin regatear no compras. Si regateas y ríes con ellos, entonces compras bien. En fin, que me voy a otro lado y me quedo allí.
         El viernes, que era cuando volábamos a Hyderabad, se celebraba la final de la copa de criquet de La India. A la niña había que recogerla antes de las cinco de la tarde, pero como el vuelo era a las doce, teníamos tiempo.
         Aeropuerto, controles, como no tenemos maletas todo es rápido. Seguimos con la misma ropa desde que salimos de Madrid. Como si nada: impecables. Llegamos a la sala de espera y resulta que dan la noticia de que el vuelo se retrasa, porque la final de la copa de criquet empieza a la una y todos quieren verla. El aeropuerto se llena de gente que sale de no sabemos dónde, y se sienta una multitud en el suelo de las salas de embarque a ver la televisión que transmitía el evento.
         Yo empiezo con las contracciones literalmente. ¿Cuánto dura un partido? Le pregunto al primero que veo. No entiende mi inglés ni yo su lo que sea. Pasa el tiempo y aquello se me hace eterno. Mi hermana dice que me estoy poniendo pálida, pero no quería decirle que si no recogíamos a la niña antes de las cinco, nos tendríamos que quedar allí hasta cuatro días después, porque luego no había vuelo de vuelta a Bombay y Delhi para hacer papeles en la embajada y todo estaba cuadrado así.
         Otra contracción porque piden tiempo muerto los de la televisión.
         Líos, aplausos, follón, discusiones, gritos por doquier, y yo cada vez más nerviosa.
         Le cuento a Maite lo que pasa y me dice que me tranquilice, que los horarios de los aviones se cumplen, ¿o no?, me dice muerta de risa.
         Algo ocurre en la segunda parte, que aquello se alarga más de lo normal. No tengo ni idea de cómo se juega al criquet, y menos aún los tiempos ni las transmisiones de la televisión con subtítulos en hindi.
         Esa multitud se enfervoriza. El héroe nacional ha hecho algo imprevisible, algo que pasará a formar parte de los anales del deporte indio y ha conseguido no sé qué punto, dando la victoria al equipo del que eran hinchas la mayoría de los allí presentes.
         Otra contracción. Tienen que desalojar la sala de embarque para que pueda salir el avión a Hyderabad. En ese momento me llama mi amigo Vinay, dueño de la agencia de viajes con la que había contratado todo, y me pregunta si hemos aterrizado ya. Le cuento lo ocurrido y se pone más nervioso que yo. Me dice que cuando llegue a Hyderabad, salgamos por la escalerilla delantera del avión, que como no tenemos maletas, él va a hacer que delante del avión haya un coche con un conductor que nos espera y que, sin pasar por los controles de entrada, nos lleva a toda velocidad al orfanato, que está a cuarenta kilómetros del aeropuerto, en plena selva.
         Todo en “indinglish” que es el idioma que hablamos los dos. El avión aterriza, cogemos las mochilas y salimos por las escaleras a todo meter. Efectivamente, allí estaba aquel conductor flacucho, en chanclas y con dhoti recibiéndonos sacudiendo los brazos en alto.
         No preguntamos nada acerca de los trámites oficiales. Eran las tres y media de la tarde, y cuarenta kilómetros en La India son dos horas de camino mínimo.
         Otra contracción. No llegamos, le digo a Maite. Tranquila, si Vinay ha dicho que sí, llegamos. Inexplicablemente para mí, se abrieron las verjas de salida del aeropuerto, el chófer iba repartiendo rupias a cada vigilante y sin control de pasaportes, ni nada que se le parezca, emprendimos la carrera hacia el orfanato.
         Empezaba a caer el sol. A mí me parecía que era de noche ya y no veía más que el horror de la descomposición del viaje por un partido de criquet. La complicación que aquello suponía, porque las citas con jueces, abogados, embajadas, controles documentales, encuestas y todo lo que uno pueda y quiera imaginar, se caían como un castillo de naipes que me había costado cinco años armar.
         Nos adentramos en una selva de verdad, dando saltos dentro de aquel coche desvencijado, vadeando riachuelos, desempolvando callejas y aquel claxon sin dejar de sonar al paso por aldeas en las que los niños se apartaban muertos de risa al vernos, y los hombres guiaban a los búfalos a casa, con un paso parsimonioso que obligaba a frenar a ese conductor, que había hecho de la llegada el objetivo de su vida.
         Al fondo de una vereda vemos una especie de guarda cerrando una cancela: ¡era nuestra cancela! El chófer acelera y esa especie de guarda vestido de marrón sucio camisa y pantalón, con cinturón de cuero, botas militares, gorra de bóers y una vara larga en la mano, frena el cierre y, después de hablar con el chófer, nos deja pasar.
         Otra contracción. Le pregunto al chófer que dónde vamos, que allí pone “cáncer hospital”, y ni me responde. Sólo sonríe y levanta la mano para que me tranquilice.
         En una explanada de tierra rojiza, rodeada de plataneras, palmeras, bambú, perros famélicos y sarnosos, y un grupo de niños vociferantes de edades imposibles de determinar, emerge un edificio de una sola planta pintado de blanco, y subrayadas las ventanas y puertas con rojo.
         Sale una mujer joven con un sari blanco impoluto y al bajarnos del coche, el chófer le dice a qué venimos, con un papel que le había dado Vinay cuando contrató el viaje con nosotras desde el aeropuerto.
         La mujer de blanco, sin decirnos nada, se adentra en el edificio y transcurridos unos diez minutos (los de mi última contracción), aparece por la puerta con una niña de la mano. Pelo corto, rizado, traje de plexiglás blanco y rosa, descalza, con una herida en el talón, una bolsa de plástico que contenía dos fotografías, una diadema, pendientes negros, y sonrisa de miedo atroz.
         Cuando me la acercaron de la mano, miraba a todos menos a mí. Querían hacernos fotos todos. La coloqué delante de mí y le puse la mano en su corazón, que latía tan aterrorizado y fuerte como el mío.
         Acababa de ser madre.



Matilde Muro Castillo.

7 comentarios:

Unknown dijo...

El embarazo es una enfermedad cuya convalecencia dura toda la vida. MERECIÓ LA PENA.

Unknown dijo...

Maravillosa historia, la tuya.

Unknown dijo...

Qué bonito relato.

Unknown dijo...

Qué impresionante experiencia!!!

Anaggl dijo...

Siempre merece la pena un parto,los hay mas faciles pero con el mismo amor.

Smuroconcha dijo...

Me has tenido en un sinvivir todo el embarazo. Crei que no llegaba a tiempo, porque desde la primera palabra lo he vivido contigo y con la misma emocion que si hubiera estado alli. Muchas gracias por estos relatos maravillodos.

Smuroconcha dijo...

Me encantan tus relatos. Sigue,sigue que es un gustazo leerte.