25 de abril de 2020

ALTA MAR

Foto Laurence Chapuis.




            Nos habían invitado unos amigos a pasar el día navegando. No me gustaba nada la idea, porque a mí los barcos me producen una sensación de inseguridad tremenda. Primero porque se mueven sin parar, luego porque es mejor andar descalzo o con zapatos que resbalan a muerte, además porque son pequeños y entro mal por las puertas de las habitaciones, y ya finalmente, porque el lenguaje marinero se me atraviesa.
            Mi marido es lo contrario. Le gusta el mar más que a las sardinas. Tuvo la bendita idea de comprar un apartamento en plena costa, y cerca de los astilleros de reparaciones para poder asomarse a esa terraza diminuta, y estar viendo y escuchando lo que dentro de ese receptáculo de ruidos y olores insufribles pasaba.
            Las horas muertas viendo cómo trabajadores vestidos con monos y cascos, provistos de herramientas siniestras, limpiaban los cascos, pintaban, soldaban, repintaban, les daban barnices, enganchaban los trapos de las velas… en fin, un placer para él que para mí no dejaba de ser una tortura, además de esa humedad espantosa que se cuela en los huesos y no eres capaz de controlar en pleno invierno.
            Por no tenerla parda, como todos los veranos, accedí al paseo en barco con esos amigos nuestros que, para decir la verdad, conmigo eran más que complacientes y no insistían jamás en el paseíto. Pensaron siempre que yo no sabía nadar, porque había nacido en Segovia, y que con el asunto del acueducto tenía bastante dosis de agua. Respetaban mis paseos por los mercadillos de la zona mientras ellos disfrutaban en ese barco que se habían comprado hacía años, y que yo notaba que les daba más trabajo que alegrías, pero la compostura hay que mantenerla, cueste lo que cueste.
            Llegamos al puerto con buena hora, nos recibieron encantados, ya sudando los dos como gitanos, porque habían estado haciéndole algo a la cubierta, que por la noche había sufrido los embates del terral, y nos invitaron a acomodarnos.
            Yo con zapatos de barco y mi almirante como corresponde a su afición, ataviado de alta mar. Impresionante.
            Aportábamos a la jornada una cesta de alimentos que yo había preparado, pero claro, no estoy yo muy acostumbrada a lo de las comidas en los barcos y llevaba tortilla de patata, filetes empanados, una ensalada de tomate con orégano, cebolla y pimiento verde, y un pan de kilo y medio del horno de la filipina, que se había asentado en el pueblo hacía seis años, y cocía un pan de Burgos, de esos que te mueres. Botellas de vino tinto para ellos, los capitanes del barco, y agua mineral para nosotras, las dos grumetes a las que el asunto de los barcos, no digo que no nos guste, pero la verdad, podríamos prescindir de ello.
            A mi amiga le dije que me orientara si decía disparates, y que no se molestara, porque a veces mis expresiones marineras eran más de arqueólogo imperfecto que de avezada corsaria. Ella, que me quiere como soy, lo entendió y me dijo que levantaría una ceja cuando el término no encajara.
            Nos hicimos a la mar. Ellos, dale que te pego a las cuerdas, venga a estirar telas y a encogerlas, corre arriba, corre abajo, a gritos se daban órdenes entre ellos y mi solivianto crecía por momentos.
            No sabía qué estaba pasando y tuve la sensación en muchos momentos de que nos hundíamos y que no me lo querían decir. Ellos iban y venían sin parar. A mí me mandaron a la terraza donde estaban las tumbonas y mientras, ellos tres consiguieron salir del puerto y nos lanzamos a alta mar, con mi oportuno terror.
            De repente, en medio del ruido espantoso que hacen las velas cuando las azota el viento, se llegan los tres hacia donde estoy y dicen que, ¿qué me parece?, que si me gusta la experiencia, que si la travesía me está gustando. Pero ¿qué hacéis aquí? ¿Va solo este barco? ¡nos hundimos!, ¡nos perdemos seguro! Los tres, poseídos de esa autoridad que les da el conocimiento del medio, casi se mueren del ataque de risa y me dicen que no pasa nada, que todo está controlado, que la suerte que tenemos de ese día casi en calma, del mar tranquilo, de la visión que nos proporciona la ausencia de nubes a ras de agua … ¡vamos!, que aquello era el paraíso, pero yo cada vez estaba más asustada ante la idea de la lejanía del puerto que, por cierto, había dejado de ver en medio de la confusión de trapos y cuerdas que volvió a desatarse cuando uno de los hombretones gritó algo, como una orden, que no entendí.
            Me bajé a la habitación de la mesa, que me dijo mi amiga que tenía que decir camarote, y dispuse las viandas, porque había leído en un libro de Pérez Reverte, avezado marinero, capitán con fortuna, almirante de los sueños suyos y de los demás, que si ibas comido, te mareabas menos. Aquello se movía mucho y dejé la cesta con la comida sobre la mesa para que ellos, cuando quisieran, bajaran a tomar lo que quisieran. Mi amiga había llevado una bandeja de sándwiches de pepino y mantequilla, una sidra El Gaitero, que por lo visto estaba de moda entre los navegantes ocasionales, y un kilo de salmón noruego ahumado con hierbas medio venenosas. Todo muy rico creo, pero yo me dediqué a mi tortilla (que las bordo, por cierto) y lo del filete empanado era más seguro a la hora de morderlo en aquel movimiento constante, que las lonchas de salmón envenenado. Del pepino con mantequilla, como ven no hablo.
            Volví arriba (a la cubierta, me rectifican) y me tumbo en medio de ese ir y venir de esta gente, que jadeaba sin cesar. Les ofrezco agua, vino, agua y vino, porque lo de la sidra no se me ocurrió, pero ellos a lo suyo: vueltas a las ruedas, atar y desatar las cuerdas, embravecidos con las manivelas, que no sé a qué conducen, asomados al borde del barco, cubos de agua que van y vienen, de repente se quedan quietos los tres, como muertos, y allí no pasa nada. Pregunto y me dicen que hay una calma, pero que el impulso nos va a llevar de nuevo a la marcha. ¿No vais a comer? No, ahora no, luego, ya bajaremos poco a poco al camarote. ¿Te gusta?, me preguntaban, ¡oh! Me encanta, les respondía. De nuevo el ruido del aire (se llama viento en el mar) contra los trapos (se llaman velas en el mar), y yo empiezo a darle vueltas a qué se puede hacer de utilidad con esas telas tan inmensas que suben y bajan, mientras mi almirante se desloma dándole a la manivela que pone en marcha un artilugio que, digo yo, podía tener un motorcito que ayudara a evitar tan magno esfuerzo. Ellos dale que dale. El capitán del barco, el propietario, aparece de repente con una fregona para quitar agua. ¡Una fregona para quitar el agua del mar! ¡Me estoy volviendo loca o me están haciendo luz de gas! Como lo cuento. Con una fregona limpia el suelo (cubierta, perdón) porque se había manchado con aceite que impregnaba una ola que chocó contra el barquito. ¿Pero qué quería?, ¿Qué el agua que chocaba contra su barco fuera destilada?, pero si el agua del mar está como ellos la han puesto. Estos navegantes espantosos de todos los tamaños que hacen del mar, el fenómeno de la naturaleza más poderoso de todos los conocidos, hacen de este monstruo su sala de juegos. Mira, de verdad, porque no sé escribir, pero este día es como para una novela.
            Como el viento era flojo, y las velas iban levantadas, aquello no paraba. Nosotros cada vez más lejos, ellos cada vez más exhaustos y en apariencia felices, y al fondo empieza a verse de nuevo la costa. Bueno, pensé, por lo menos podré llegar a nado si ocurre algo imprevisto. Si, si. La costa estaba a no sé cuántos kilómetros y me dijeron que iban a bordearla, porque el aire (viento) lo permitía. Allá vamos. En esas hamacas no se podía dormir. El ruido constante, el bamboleo, los pájaros cercanos sobrevolando el barco con intención de tirarse y atacarnos, y el espectáculo que mi almirante me tenía reservado: tirarse desde el barco en alta mar y tratar de pescar un pez luna con la simple ayuda de sus brazos.
            Así fue. Esos tres idiotas pararon el barco, me hicieron bajar por donde se duchaban cada tres segundos, y me taparon los ojos con ¡sorpresa! El imbécil de mi marido, que en casa no sabe poner el microondas, se tira en alta mar, nada en sentido contrario alejándose del barco y me saluda como un héroe. Casi me muero. Me sujetaron para que no me tirara a ahogarlo. Pero lo más asombroso es que se sumerge en el agua, saca los pies y desaparece mientras mi angustia continúa, y a las tres horas que me parecieron a mí, aparece con un pobre pez luna enorme en brazos, al que había dado un susto de muerte (del porte del que me dio a mí), y me lo exhibe como trofeo del día y me lo dedica. Lo suelta y vuelve al barco a intentar que lo abrazara y aplaudiera.
            El pez luna siguió merodeando el barco unos minutos, porque no sabía qué le había pasado ni dónde estaba.
            Mi almirante hizo lo mismo. Siguió merodeando por el barco, toda la travesía de vuelta, porque yo me metí en la habitación del sótano y me comí los filetes empanados, las tortillas y me bebí una botella de vino.
            Cuando bajé de aquel cascarón en el puerto, era una mujer feliz.


Matilde Muro Castillo.

1 comentario:

Unknown dijo...

Pepino con mantequilla, ufff!