12 de abril de 2020

HACE CIEN AÑOS



En Cuenca nació un caballero, de los caballeros de verdad. Cuando le preguntaban de dónde era, siempre decía: De Cuenca. ¿De qué Cuenca?, ¿conoce usted algún otro sitio en el mundo que se llame Cuenca? – respondía – pues sí, le decían, Cuenca de Ecuador – y él contestaba – no recuerdo haber mencionado nada de Ecuador a su pregunta. Yo soy de Cuenca.
         Participó, por razón de edad y circunstancias brutales, en la Guerra Civil española, en la Segunda Guerra Mundial, fue preso en campos de concentración, de donde escapó por su gran facilidad para los idiomas, y resultó ser una cabeza prodigiosa, inteligente, enamorado de la vida y de sus posibilidades, porque en medio de la desazón de la dictadura que a España se le anunciaba, pudo viajar para volver a casa, a Cuenca, y vio qué era la Europa de entonces, cómo se hablaba, qué hacían para sobrevivir y cómo nadie le importunaba… y descubrió que ahí fuera había libertad.
         Un lector compulsivo de todo lo que caía en sus manos, estudió Montes y aprobó la oposición al Estado. Se casó a los seis meses de conocer a su novia, a la que conquistó con cartas de amor imposibles de olvidar, aunque no consiguió conquistar a su suegra.
         Compró lotería el día de la boda y le tocó. Con ese golpe de fortuna hizo el viaje de novios a Marruecos. No, no podía ir a Granada, donde habían ido los suegros. A Marruecos, que estaba un poco más allá.
         Para él, el matrimonio fue la libertad absoluta. Ya su madre no imponía comportamientos. Él era el hombre de la casa y se hacía lo que decía. Tuvo unos primeros hijos que murieron y él enterró en los jardines del Generalife, porque le pareció el sitio idóneo, para que los niños tuvieran siempre el acompañamiento del ruido del agua y no sintieran miedo. Luego seis más que vivieron con él, aunque los hijos eran cosa de la madre (¡y vaya madre increíble que tuvieron sus hijos!), mientras él pasaba más de doscientos días al año en el campo trabajando, proyectando repoblaciones, deslindando montes, trazando dominios y recomendando especies para cultivar o plantar. Se agenció como animal de compañía un oso, que un ingenio aficionado a la caza y con escasa puntería le mató de un tiro, aprovechando que el animal estaba enjaulado. Compró minas de oro que sólo tenían escorias. Se arruinó mil veces por dejar dinero a los que no lo devolvían. Hacía gala de la frase: “los pobres no podemos comprar barato” y se presentaba en su casa cuando había poco de dónde tirar con la mejor batería de cocina del mundo, harto de ver a su mujer trajinar sin descanso con cazos infectos. Imaginó operaciones de dinero insólitas, que hoy hubieran hecho felices a los locos de la bolsa, e invitaba a su mesa a cualquiera que pasara por allí con tal de hablar de algo, porque la charla le conmovía.
         En su casa se instaló la costumbre de los desayunos de fin de semana. Empezaban a la hora en la que cualquiera de la familia se levantaba y ponía la mesa, y se iban incorporando los miembros dormilones a la conversación, hasta la hora de comer, en la que se cambiaba la vajilla y la charla seguía.
         Cuando los niños eran pequeños él acogía en su cama a la tropa a contarles cuentos, mientras la madre ponía la música de fondo para la conversación, que era el motor de la máquina de coser, de donde salían los vestidos, pantalones, cortinas y faldillas de la casa. Caperucita Roja con su cesta de herramientas para arreglar la casa de la abuela, Blancanieves que intentaba hacer crecer a los enanos cogiendo frutas del árbol a saltos, La Bella Durmiente que roncaba como él, los Tres Cerditos que tenían el nombre de compañeros de su oficina … en fin, que el mundo se abría más allá de los cánones establecidos, porque esa cabeza no paraba.
            Hizo lo que quiso y dejó hacer a los hijos, porque “eran cosa de la madre”, pero nunca levantó la vista ni la vigilancia de los que merodeaban por la casa, encantados de vivir con él.
         Sus nietos creyeron que era muy pobre, porque nunca les daba propina ni un regalo, “eso es cosa de la abueli”, decía, pero daba igual. Los nietos eran felices echados en su tripa a la hora de la siesta, o leyéndole el periódico cuando perdió la vista o, como su nieto mayor, paseándolo por el parque en la silla de ruedas hasta el último día.
Fue lo mejor que ha pasado por la vida de mucha gente que, a pesar de no ir a verlo cuando se quedó viudo y hubo que ingresarlo en una residencia por su enfermedad grave, no lo han olvidado.
Ese ser excepcional fue mi padre, y hoy hace años que murió. Siento que se lo hayan perdido.

Matilde Muro Castillo.
        

7 comentarios:

Unknown dijo...

Me hubiese encantado haberlo conocido.

Susana dijo...

Precioso homenaje!!

Anaggl dijo...

Y fue mi padrino,el mejor,todos mis hermanas y hermano querian tener uno como el mio,pues no,lo tuve yo.Ea.

Unknown dijo...

Precioso homenaje a tu padre. Yo lo quería, mucho y el a mi te mandaré fotos de cuando estaba en Marruecos lo recuerdo con cariño 🧡

Manuel de la Cruz dijo...

Un gran homenaje a vuestro padre, lo conocí pero solo de vista pero no tuve trato personal. 👍

Unknown dijo...

De tal palo tal astilla

Unknown dijo...

Matilde, qué bien¡.Conocí a tu padre y a toda tu familia . Para nosotros, venidos de fuera,Cáceres nos regaló haberos conocidos.Todos sin excepción sois excepcionales;inteligentes,cariñosos, deferentes ,curiosos, atrevidos, amantes del arte y de la vida,preocupados por los demás, cultos, tertuliosos y un sinfín de adjetivos que ennoblece la condición humana. Sólo nos falta decirte que os queremos, Que recordamos con mucha ternura a tus padres.Un abrazo