10 de abril de 2020

LA SOLEDAD DEL E.P.I.




Matilde Muro Castillo.

            Siete de la mañana. Empieza el día que se promete complicado. A las siete y media hay que estar en el hospital porque tienen que empezar a ponerse las sucesivas capas de protección que exige el maldito virus. Uno a uno entran en espacios de desinfección previos para que un experto comience a vestirlos. A las ocho de la mañana se produce el cambio de turno y hay que estar listos.
            Un compañero ayuda a otro a vestirse sin tocar demasiado los elementos, y empieza la ceremonia del encierro dentro de una cobertura tras otra. Cuando han terminado, dejan de verse hasta el día o la semana, o el mes siguiente, dependiendo de los turnos, porque luego no puede desvestirlo el mismo. Tienen que protegerlo de posibles contactos malignos.
            Así, uno tras otro, metidos dentro de fundas, gafas, guantes y pantallas empiezan a trabajar, se acercan a los enfermos, se sientan frente al ordenador y escriben, leen y comunican como pueden, atenazados por la imposibilidad de movimientos que esta situación genera.
            Transcurre el día entre sufrimiento, alegría, resultados negativos, falta de resultados ante los tratamientos, conocidos que ingresan, desconocidos que fallecen en sus brazos, con miradas perdidas buscando a los hijos … y no pueden abrazarse entre ellos, entre los propios sanitarios, entre ellos que ven en primera persona lo que ocurre alrededor. No se pueden coger la mano, se confunden las lágrimas con el sudor, la alegría con las lágrimas de miedo frente a la carga viral del último que han atendido. No pueden saludarse. No saben con quién están trabajando, si son aprendices, estudiantes, expertos, veteranos jubilados, compañeros de todos los días o de quién se trata.
            Es difícil soportar esa soledad que el desconocimiento del que te rodea, produce. Es tener la sensación de viajar por un lugar donde no conoces a nadie, donde no sabes cómo se llama nadie, donde no puedes expresar con libertad lo que sientes, pero es imprescindible viajar, moverse, tomar decisiones, no parar, no dejar de dar indicaciones o dejar rastros de que antes has estado allí y que no se debe repetir la operación que otro va a hacer si no has dejado la muestra, porque no se puede prácticamente hablar. La mascarilla y la visera no te dejan.
            Esa soledad del equipo de protección individual es lacerante.
            Cuando acaba la jornada te reciben de nuevo para ayudarte a quitar lo infectado. De nuevo en soledad, poco a poco, capa a capa, sin conocer al que te manipula, sin saber con quién has trabajado, sin tener ninguna referencia de a qué equipo has pertenecido, si no es a la primera línea, al que está en contacto directo con el enfermo más grave, sin poder dar marcha atrás porque se han acabado las reuniones de los médicos, ni los comentarios después del trabajo.
            A casa, solos, sin contacto con la familia, con una carga emocional que se mide por toneladas, con mascarilla todo el rato, con gafas rayadas de lavarlas, con ganas de llorar y sin poder. Algo más que añadir a la lucha en el frente. Si no lo escribo, reviento: GRACIAS.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Conmovedor y acertadísimo. Enhorabuena!

Unknown dijo...

Como siempre, defines sin ambages y con enorme sensibilidad la terrible situación actual! Genial!

Unknown dijo...

Qué patética y triste realidad. Tan bien contada que uno se introduce no sólo en ese asfixiante uniforme sino también en la piel del sanitario.