24 de abril de 2020

NEGOCIOS


Su vida era el fiel ejemplo del orden. A veces orden se confunde con monotonía, pero en este caso era serenidad. No a todo el mundo le gustan las fiestas sorpresa, ni los telegramas con noticias inesperadas, ni que le llamen a la puerta a horas inoportunas. Hay personas a las que el orden les proporciona seguridad. Saber en qué momento va a caer la última gota de la ducha de la bañera cuando se cierra el grifo, comprobar que la pisada del otro pie sigue siendo distinta a la del primero cuando sale del baño, que la toalla esté colocada de forma que con alargar el brazo pueda usarla, que las lentejas comiencen a oler en el pasillo a las doce y media de los martes para estar listas a las dos y media, que el crujir del frito de las croquetas suene antes de que se empiece a poner la mesa, que el reloj de cuco de la vecina siga dando las horas desordenadas, porque el pajarito se desnortó en una limpieza general, que la revista de moda sobresalga lo suficiente del montón de papeles como para tener que ordenarla cada día al paso por el lugar en el que se sienta su madre, objeto de la devoción del hijo que decidió en un momento cerrar su vida en torno a ella, dedicarse a llevar el negocio familiar con pulcritud y sin desasosiegos al margen de actos sociales ni amistades que, en algún momento, pudieran importunar su existencia.
            Tenían, de toda la vida, una zapatería. Era el negocio perfecto para su carácter. Acaso fue lo contrario, no lo sé. La zapatería doblegó el carácter de Bernardo porque en ella nació, se educó y creció, y parece que en torno a ella podría llegar a fallecer.
            La verdad es que Bernardo, hijo único de Luisa y Francisco, fue un niño adorado. Con todos los caprichos cumplidos, receptor de una educación exquisita que él administró como le vino en gana porque, como nunca daba problemas de comportamiento, se le autorizaba el flojeo en los estudios siempre que, antes o después, alcanzara la meta propuesta. Aquel fin era el bachillerato y lo terminó con bastantes años de retraso, pero lo acabó. Siempre tenía la excusa de la ayuda al padre en el negocio, y si por un lado el comportamiento eximía de las broncas en casa, el negocio le eximía de las broncas en la academia de educación libre a la que acudía, ya que el padre y la madre nunca se pronunciaron acerca de religión alguna, ni necesidad de recurrir a la escuela pública. Aquel centro era una cooperativa de profesores que enseñaban más vida que materias escolares, artes aplicadas, música, filosofía, amor a los libros … además de lo que el Ministerio proponía, pero con una relajación que fue lo que de verdad doblegó el carácter de Bernardo.
            Una fatídica mañana el padre falleció de un derrame cerebral siendo aún un hombre joven. Bernardo acababa de terminar el bachillerato y se debatía en la familia cuál iba a ser su futuro. Aquella muerte repentina lo solucionó: el negocio de la zapatería.
            No hubo problema. Se hizo cargo del negocio y lo atendía con una dedicación proverbial. Descubrió que el asunto de los zapatos era lo que de verdad tenía sentido en este mundo desordenado que nos ha tocado vivir.
            Empezó a pasear entre esas estanterías inmensas del almacén del fondo del local, que ocupaban unas antiguas caballerizas del edificio en el que vivía él, ahora sólo con su madre. Inmensas estancias con arcos de ladrillo visto, suelos de granito de enormes piezas cuadradas, donde su padre había ido acomodando estanterías de madera que le hacían en la carpintería El Pájaro de la calle Zabaleta número 9. Eran perfectas. Cada estantería albergaba 144 pares de zapatos. La raíz cuadrada de doce. Perfecta. Alineadas, una tras otra, como un ejército obediente, y limpio. Luces que colgaban del techo con cables forrados por hilos y portalámparas que encendía y apagaban las bombillas tirando de la correspondiente cadenilla. Orden memorable de un lugar mágico en el que él se sentía el amo.
            Disfrutaba como nadie paseando por aquel lugar donde era imposible que nada se perdiera. Su padre así lo dejó y así lo iba él a mantener.
            Los pedidos de las nuevas temporadas respondían a la capacidad del almacenaje, y a la posibilidad de ocupar nuevas estancias de acuerdo con la productividad de la carpintería El Pájaro. Todo estaba medido y calculado.
            Cuando a media mañana algún cliente entraba en el local, los movimientos eran perfectos. Siéntese, pruébese el derecho, coja el calzador, dé un paseo y mire si le sienta bien, aquí tiene el espejo del suelo, ¿quiere probarse el izquierdo? No hay problema, le acerco unas calzas de plástico, buenos días, otra vez será.
            Al rato entraba alguien más, y volvía la ceremonia a ponerse en marcha. Siempre los dos pies, los dos zapatos, la caja cuadrada, el papel de seda, la caja registradora, la recogida ordenada de los dieciséis que había tenido que sacar antes de que se decidiera por el diecisiete. No pasaba nada porque todo estaba en orden.   
Esas cajas rectangulares pasaban de nuevo a su lugar y, como se había producido un descuadre en el almacén ante la venta matutina, la línea se corregía y empezaba de nuevo por la otra a colocar el almacén y anotar en el libro de registro la necesidad de recurrir a ese proveedor si las ventas se repetían.
Daba para comer, para vivir con orden, para comprar lo necesario si se terciaba algún día ir al teatro, al cine o a tomar un chocolate con la madre, que era lo único que se permitía después del fallecimiento de Francisco.
Se hicieron los dos mayores en compañía. La madre se daba cuenta de que su hijo no tenía vida propia, y se quejaba siempre a él de eso, reprochándole al pobre hombre que estaba solo por ella, sin preguntarle nunca si acaso la soledad se la había proporcionado él mismo con mucho placer.
Al cabo del tiempo la madre enfermó y falleció. Ley de vida. Con la misma indolencia que aceptó la muerte de su padre, aceptó la de la madre.
La rutina del conteo diario, el orden, la disciplina, el saber que todo estaba en su lugar, le llenaba el alma. Los pagos hechos, los cobros, las comisiones, los viajantes, las facturas… nada que reprochar, hasta que una mañana entra en la tienda una persona que le pide el pie izquierdo de un zapato que hay en el escaparate. Un mocasín castellano del número 43 de color marrón, cosido a mano y hecho en España.
-       Perdone, vendemos pares completos.
-       Ya, pero yo sólo quiero el pie izquierdo. ¿Me lo vende?
El mundo se derrumbó. El castillo de naipes construido durante más de sesenta años se vino abajo.
-       ¿Qué hago con el otro zapato? ¿Cómo lo contabilizo? ¿Me puede dar la razón?
-       No. No hay razón alguna que quiera explicarle. Quiero el 43 de ese zapato del escaparate. Sólo ese zapato. Con el otro, puede usted hacer lo que quiera.
Se lo vendió y se quedó con un zapato en el almacén, sin caja, sin referencia, descabalado, en desorden.
Dos meses después, cerró el negocio.


Matilde Muro Castillo

2 comentarios:

Unknown dijo...

Hay muchos Bernardos por la vida!!!

Unknown dijo...

Pobres de espíritu...