15 de abril de 2020

EL REGALO


























                                                                                                                  A mi tío Pepe.

El 5 de marzo de 1942 llaman a la puerta del domicilio en Madrid de los hermanos Pilar y Rafael, y les depositan una enorme caja de madera agujereada, perfectamente construida y sólida como para resistir cualquier tormenta, con una etiqueta que reza: “para Pilar y Rafael, de vuestra prima Rita Hayworth”. La recepcionista fue la fiel Felisa, que no sabía leer ni escribir, pero quedó tan anonadada ante el envío, que pidió se lo dejaran los transportistas en el suelo de la entrada, “con cuidao de no engorrinar, si son tan amables los señores”. Los despachó con viento fresco y esperó a que los señoritos llegaran a la casa a ver qué tenía tal aparato, desde el que salían ruidos raros y de vez en cuando parecía que picaban desde dentro hacia afuera.
         La fiel Felisa estaba acostumbrada a ver, oír y callar, y así se mantuvo hasta que doña Pilar volvió de la calle dando gritos, como era habitual en ella, porque el cartero le había entregado una invitación en mano para una cena a la que no podía asistir, porque ya tenía otra comprometida.
-       ¿Qué es esto? – dijo a gritos cuando vio el monumento fallero en la entrada. Felisa, ¿qué has puesto aquí?
-       Nada señorita. Yo no he puesto nada. Esto lo han traído unos señores desde muy lejos. No me he enterado bien, pero dicen que ahí están los nombres del señorito y usted puestos.
-       ¿Qué mas han dicho?
-       Que si les daba propina por el cargamento, y yo no he contestado. Al verme la cara se han ido sin decir más.
-       ¿Y el señorito Rafael?
-       No se ha levantado todavía. El señorito se levanta para la comida.
-       ¡Levántalo! Que me ayude a abrir esta cosa.
-       No señorita. Yo no lo despierto. Ya he tenido bastantes disgustos con despertarlo antes. Prefiero que sea usted la que lo llame. Yo no. Si quiere me echa a la calle, o me pega, o me grita, o me aparta de aquí, pero yo al señorito no lo despierto.
-       Bueno. No te pongas tan dramática. Esperamos a que se levante.
Transcurrieron unas horas y se levantó Rafael. Vio el monstruo de caja que emitía ruidos, lo rodeó, miró fijamente, desprendió la etiqueta del remite y por detrás encontró una tarjeta de su prima Margarita, la hija del hermano mayor de su padre. La tarjeta estaba escrita para su hermana Pilar, pero él se la leyó en alto:
         “Mi querida Pilar. No nos conocemos. Soy hija de Eduardo, el hermano de tu padre que emigró a Estados Unidos. Él ha muerto, pero siempre tuvo la ilusión de que recibieras este regalo, porque era tu padrino y nunca te había mandado nada, ni pudo decirte que se acordaba de ti.
         Ahora que yo puedo, te mando esta pareja de loros para que a lo largo de la vida te hagan compañía. Me han dicho donde los he comprado que aprenderán a hablar si les enseñas, que te darán muchas alegrías y que, pasado el tiempo, no entenderás la vida sin ellos.
         A lo mejor, a lo largo de los años nos vemos y conocemos. Al fin y al cabo somos familia.
         Recuerdos a todos.
         Margarita.”
Los deseos de Rita Hayworth de larga vida a los loros, se cumplieron. Se transformaron en la compañía y la alegría de aquella casa, por la que transitaban toda suerte de personajes de la época, y en la que, dada la ocupación del señorito Rafael de darse a la traducción de lenguas muertas, aprendieron a hablar sánscrito, español e inglés. De los loros no se sabe si fueron pareja sentimental, porque nunca hubo descendencia, aunque dicen que es fácil que se reproduzcan, siempre y cuando haya tranquilidad en el ambiente y falta de sobresaltos. Allí era imposible porque cualquier cosa se transformaba en drama y Pilar enseñaba a los loros a insultar al que le molestaba, con lo que la reproducción de la especie pasó a un segundo lugar.
         Una mañana del mes de diciembre de 1963 Felisa bajó a casa de la vecina, la señora del abogado que vivía abajo y donde, a espaldas de los amos de arriba, bajaba a comer caliente.
         Llamó con fuerza y le abrió la señora:
-       ¿Qué le pasa Felisa?, ¿a qué viene este llanto y estas prisas?
-       ¡Hay señora! Los loros se han muerto.
-       ¿De qué?, ¿cuándo?
-       Se han muerto de muerte y anoche.
-       ¿Y qué van a hacer?
-       Pues eso. Vengo a pedirle ayuda. La señora Pilar está en la cama llorando. Se ha vestido de negro y me ha dado estas dos cajas de zapatos, los loros muertos envueltos en el papel de seda de las cajas, y una nota para que los entierre, pero como no sé leer, no sé qué pone. Me ha dado un dinero que no conozco, que no lo he visto en mi vida y no sé qué hacer.
La vecina abrió las cajas y allí estaban los loros tiesos y acomodados entre sedas de papel. Una nota que decía: “Enterrar por favor en el Panteón de Hombres Ilustres”. Calle Julián Gayarre, 3. Se entregan 200 pesetas para el entierro”
La vecina miró fijamente a los ojos a Felisa. Luego recorrió el aspecto miserable de la fiel empleada, sin zapatos, sin abrigo y sin cariño en aquel mes de Diciembre que preconizaba la Navidad.
Se vistió con prisa y le dijo a Felisa:
-       ¡Andando! A la calle. Vamos a enterrar a los loros.
-       ¿Dónde dice doña Pilar?
-       ¡Exactamente!
Salieron a la calle, y la vuelta de la esquina depositaron las cajas de zapatos en el primer contenedor de basura de metal que encontraron.
-       ¡Este es el panteón!
-       ¿El qué?
-       Nada. Aquí es donde dice doña Pilar. Ahora vamos a hacer lo que dice en la nota con el dinero.
Echaron a andar hacia Pontejos, y allí, donde se compraban y vendían los mejores paños, abrigos, camisetas, calcetines, lanas, mantas, medias, bufandas y zapatos de piel, se proveyó a la fiel Felisa de todo lo necesario.
-       ¿Usted está segura de que la señorita quiere que yo me compre todo esto?
-       No lo sé Felisa. Lo que sé es que usted lo necesita. Ya hemos enterrado a los loros y hemos cumplido con lo mandado.
-       ¿Y cuando me vea con todo esto nuevo?, ¿qué me va a hacer?
-       Nada Felisa. No va a hacerle nada. La señorita a usted no la ve.


Matilde Muro Castillo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Digna de la mejor comedia, sigue así.

Susana dijo...

Triste pero real¡