29 de abril de 2020

EL RETRATO

Moneda de Reino Unido: Todo lo que Necesitas Saber (2020)
Foto de internet.

Bankside de Londres, Tate Modern, allí se celebra todos los años una exposición maravillosa de la obra de creadores británicos (atención al dato, sólo británicos), que solicitan exponer, después de pasar una criba demoniaca, la obra que ellos (los autores), determinen que es la mejor de la producción anual. Esa obra puede ser vendida al público asistente al precio que determine el autor, o la Tate Modern se queda con ella al precio marcado.
         Allí va Robert a solicitar la exposición de su último retrato de familia. Un grupo de once personas en su salón de la casa de campo de Humber, acompañados por los perros de la familia y dejando entreabierta la puerta por la que asoma la cofia de su fiel Rowena, la filipina que hablaba inglés mejor que ellos, y era además el sostén de aquella casa hermosa, poblada de personajes, que sólo al golpe de vista del maravilloso retrato, eran protagonistas de una novela sin fin.
         Presenta la solicitud, explica las dimensiones del cuadro, la enmarcación, la forma de transporte y el precio de venta. Acompaña una fotografía de la obra y causa pasmo entre los asistentes aquella representación íntima de la campiña inglesa y la belleza suelta de los trazos de Robert, que se descubre como un exquisito pintor que merece, indudablemente, estar en la exposición anual.
         El cuadro mide cuatro metros de largo por tres metros de ancho. No importa. El jurado previo le concede la sala principal y en el momento de la inauguración, a la que suele acudir algún miembro de la casa real, será el orgullo del año, dejando en silencio a los otros artistas que se debaten entre el minimalismo o la voluptuosidad de formas femeninas medio desnudas o desnudas del todo, cuando se trata de las masculinas. Son cientos las obras que se exponen, pero como la de Robert, hay que reconocer que ninguna.
         Él le pone a la pieza el precio de un millón de libras, que al parecer es lo que el propietario de la casa, e integrante del conjunto familiar, había decidido pagarle.
         Se inaugura la muestra un lluvioso día de septiembre, cuando en Londres la luz natural empieza a decaer a partir de las diez de la mañana, y dada la fama del evento y la casi segura presencia de alguien de la casa real, la Tate Modern estaba llena de asistentes, provistos de cuadernillos con lapiceros que regalaban a la entrada, el catálogo perfectamente editado y la lista de precios de lo expuesto. El bullicio era tremendo. Se saludaban unos y otros, chocaban las alas de las pamelas intentando besarse las señoras y caían los guantes al suelo tratando de saludarse los señores. Se intercambiaban tarjetas de visita, se citaban para futuros eventos o posibles celebraciones campestres en sus correspondientes fincas e, inevitablemente, se hacía el silencio al llegar a la sala principal presidida por el cuadro de Robert, que permanecía de pie, a la izquierda del lienzo, vestido con un traje de twed y chaleco de seda al tono, corbata verde y zapatos beige de cordones. Afeitado como si no tuviera barba, los ojos verdes iluminados por los focos, y serio, además de nervioso, pero con la complacencia de saber que, pasara lo que pasara, de allí salía millonario.
         Llegó como un elefante en cacharrería el dueño de una fábrica de wisky que parecía el probador de todas las marcas, acreditadas o no, de tal bebida. El tipo era multimillonario, porque además se había hecho con una fábrica de cristal en la que se diseñó la copa Glencairn, que recibió el premio de Su Majestad al mejor diseño empresarial para la degustación de wisky, y se había forrado aún más.
         Como buen irlandés era tacaño, y como campesino triunfador sin estudios, un maleducado que consideraba que sólo el dinero podría acarrearle el éxito en ambientes que desconocía.
         No saludaba, y su esposa, una mujer de una belleza indescriptible que se casó con él por problemas económicos de su familia, iba detrás tratando de soslayar las meteduras de pata del sujeto, disculpando las impertinencias, sujetándole la mano cuando apretaba demasiado, o evitando que se detuviera ante personas a las que ella sabía, les resultaba insoportable.
         Le repetía constantemente que no sabía qué hacían allí, y ella le dijo que tenía ilusión por comprar un cuadro de paisajes irlandeses para el despacho de él. Ante la pretensión de adornar sus estancias, cedió y con la lista de precios en la mano, repasó las cifras y, como todo estaba por encima de las quinientas libras, aquello le parecía un desmán, para un trapo pintado con una tabla alrededor, pero si tú quieres, compramos éste, señalando el precio y nada más.
         Cuando se aproximaron a la obra, se trataba de una línea negra que atravesaba diagonalmente el lienzo y en otro lugar del cuadro había un punto rojo.
         Aquello desató la ira del comprador, y como trató de pedirle explicaciones al artista, que milagrosamente estaba conversando con un colega en la sala de al lado, ella pudo reconducir la furia y hacerle pasear por las estancias viendo los cuadros, que no mirando, para decidir qué iba a comprar.        
         Lógicamente los paisajes eran lo que le llamaba la atención, porque era de ideas fijas, y nada que tuviera otro motivo, podría ser objeto de compra.
         En el recorrido llegaron a la sala principal, y allí estaba el cuadro de Robert.
         Ella quedó atrapada por esa escena. Nunca había visto nada igual. Nunca hubiera creído que alguien podría hacer algo tan hermoso, tan fresco y natural, tan increíblemente real. Los niños leyendo en el sofá, jugando con Play Station, hablando por teléfonos móviles, los perros echados en la alfombra, el padre sacando libros de la librería, la madre sentada frente a la chimenea, el jardín pleno de flores detrás de los ventanales de cristales biselados en cuadrículas, por las que la luz tenue ilumina de repente la puerta por la que asoma la sirvienta… algo indescriptible de verdad.
         Quiero un cuadro así, le dijo ella al marido. Y él, que se encontraba henchido de poder en medio de aquel tropel de gente elegante, convencido de que era el rey, porque le apuntaban como el inventor de la copa de wisky, le dijo que muy bien, que de acuerdo.
-       ¿Cuánto cuesta?
-       Un millón de libras señor.
 Le respondió Robert desde la esquina en la que aún estaba apostado, como esos guardias de casaca roja que vigilan la entrada de la Torre de Londres, sin moverse, sin gesticular y con la única misión de dar la bienvenida a los visitantes.
-       ¿Qué? ¿Un millón de libras? ¿Está seguro?
-        Si. Lo he pintado yo, y yo le he puesto el precio. Cuesta un millón de libras.
-       No hijo, no. Usted no tiene ni idea de lo que cuesta ganar un millón de libras.
-       Si. Pintar este cuadro.
Entonces, el caballero furibundo, se dirigió a su mujer y le dijo: no hay cuadro.
Ella quería, pasara lo que pasara, una obra de él. Y apartó a su esposo a un lateral. Le pidió que no formara un escándalo, que si no había cuadro, no pasaba nada, pero que ella quería que ese pintor le hiciera a él un retrato. Que necesitaba ver a todas horas el cuadro que ese pintor había ejecutado, que la obra de ese pintor quería verla en su casa, y que si llegaban a un acuerdo, podría hacer que, aunque fuera sólo un pequeño paisaje, unas flores, un bodegón… se lo compraran.
         Cedió el gañán y empezaron las negociaciones. Que si un retrato de ella, que si de él, que si un interior de la fábrica de wisky, que si un pollo, que si unos gallos porque a él le gustaban mucho, que si tenía algo por ahí en su estudio que fuera a deshacer, que si podía retratar a su mujer de espaldas sería más barato, que si sus pies, que si sus manos fuertes y poderosas, que si él sujetando un billete de una libra en el que se viera bien a la reina, que si un paisaje sin especificar, que si una miniatura … nada bajaba de quinientas libras.
         Agotador, pero Robert se mantenía firme en sus tarifas y no estaba dispuesto a ceder ante aquel rufián que no entendía de nada que no fuera el dinero y los centímetros de los lienzos. No conseguía empatizar con él. Sabía que no era posible retratar a aquel hombre sin trasladar a la obra un personaje adusto, vociferante, increíblemente soez y descarado con el tema monetario. Prefería no tenerlo delante un minuto más y decirle que jamás haría nada para él, pero su presencia en la Tate Modern, los contratos que ya había firmado y la idea de que de allí iba a salir triunfando y con trabajo para el resto de su vida, le impidió decir lo que pensaba.
         Aguantó el chaparrón del sujeto y cuando ella le agarró el brazo para que se marcharan, descansó por fin y se dedicó a atender a quienes amablemente le felicitaban por la obra expuesta.
         Salieron de la exposición él enfadadísimo por no haber conseguido su objetivo, que era ganarle la batalla del dinero al pintor, y ella disgustada, porque conocía las posibilidades de su marido y nunca, nunca le había pedido nada que él no pudiera justificar como útil y necesario.
         Al verla tan callada, y sentirse culpable de no sabía muy bien qué, le dijo:
-       Mira, no te disgustes. Si esto no ha podido ser, no tienes que preocuparte. Vamos a tener lo que quieres y te hace tanta ilusión. Sigamos un poco más adelante, y nos vamos a hacer los dos juntos una foto en la máquina del fotomatón que hay en la calle. Así tienes un retrato de los dos juntos. Pago yo.

Matilde Muro Castillo.  

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