22 de abril de 2020

ÓSCAR



Querido mío:
            Ha pasado tanto tiempo que no es fácil explicar lo sucedido. Antes de escribirte estas líneas he comprobado que me esperas, que no me has buscado, que sabes de mi tendencia a desaparecer y lo respetas. No es fácil encontrar a alguien como tú, que me ha permitido compartir una vida plena de libertad, sin reproches ni agobios.
            Sabes de mi afición a los museos, y me quedé dentro del de Ciencias Naturales el otro día. Cuando quise salir todo estaba cerrado. Asombroso. No era la primera vez que me ocurría, pero en este caso la encerrona se prolongó más de lo normal. Era un miércoles y he tenido que permanecer hasta ahora, que te escribo desde las Islas Canarias.
            El interés del museo es tremendo. Está lleno de toda clase de curiosidades dignas de relatos independientes. Me pasé la mañana apuntando, dibujando, tratando de establecer comparaciones entre un objeto y otro, porque creo que el museo no está bien montado, es poco didáctico, y si tienes la suerte de permanecer muchas horas en él, te das cuenta de que la disposición de las piezas dista mucho de lo que debería ser. A lo mejor es porque yo he visitado muchos, pero creo que en este caso ha primado más la estética a la rigurosidad. Los huesos atribuidos a animales de distintas especies están dispersos, mezclados unos con otros. Los vasos de recepción y conservación de restos, como los canopes egipcios, no se corresponden a los tiempos que dicen que pertenecen. Es verdad que no forma parte de la supuesta ciencia natural la asignación de cerámicas a unos u otros tiempos, pero digo yo que, ya que forman parte de colecciones museísticas, deberían de tener un cierto comportamiento digno.
            La taxidermia, que ha sido desde un tiempo a esta parte, denostada por la creencia de que los animales han de permanecer en su ambiente vivitos y coleando, no deja de ser un arte, y en este caso, en el caso de este museo, deja mucho que desear. Los animales aparecen en hermosísimas vitrinas de cristal biselado y madera, con paisajes recreados al efecto, pero los animalitos están penosos. Los pájaros casi desplumados, un hermoso león de la sabana africana, ha perdido casi el pelo, le faltan dos colmillos (creo que alguien los ha arrancado para hacerse un colgante de guerrero mursi, y el ambiente recreado de tierras, piedras y plantas desérticas, poco a poco se le ha ido posando en el lomo, con un aspecto de gatazo moribundo que da pena. No creas que el tema de los lagartos es menor. Esos colores magníficos que muestran en vida, se han apagado. Han dejado de brillar y los ojos, permanentemente abiertos, distan mucho de la realidad de esos animalitos huidizos, corretones y dispuestos a perder la cola con tal de escapar. Por cierto, nunca he sabido si la cola se regenera. Sé poco de naturaleza, pero expuesta así, me crea muchas dudas. Sin embargo, las serpientes ahí las tienes: gordas, brillantes, con unas bocas abiertas llenas de dientes y unas lenguas viperinas que dan miedo de verdad. En el ambiente de la vitrina permanecen unas enrolladas, otras agazapadas, en grupos, manadas o como se llamen, huevecitos reventados y cáscaras pateadas en medio de tierra y piedras. Ellas, las más feas, las que más reparo producen en la población, son las que mejor se conservan.
            El recorrido por los minerales ha sido estremecedor. ¡Vaya mareo! En sus miles de cajitas colocados con respectivos nombres que no se pueden ni escribir. Las piedras me fascinan, pero aquí decir piedra me parece que está mal visto. Son minerales dignos de estudio. Una vez estuve en Bangalore, no me acuerdo si te lo he contado, y de la mano de una guía fui a ver lo que decía el libro que eran los restos más antiguos de minerales que tiene la tierra. Como todo en India estaba invadido por miles de personas, que pateaban, tocaban, rascaban, y disponían de aquellos minerales negros, con aspecto de basalto recubierto. Estaba en unos jardines que se llaman Lal Bagh y ellos, los indios, para que la gente suba y baje, han tallado unas escaleras sobre una roca más dura de lo normal. Es un lugar hermoso el de esos jardines atestados de gente que pasea sin parar, aparentemente sin saber muy bien qué es lo que pasean.
            Pero a otra cosa. Me voy de un sitio a otro.
            He permanecido en el museo porque encontré la zona en la que los funcionarios tienen para descansar y comer. Fue fácil. Como ya me había ocurrido en otra ocasión, al comprobar que todo estaba cerrado, y las vitrinas y pasajes se iluminaban con las luces de seguridad, que muchas veces brillan más que las propias del lugar, fui a los departamentos en los que pone “sólo personal” y allí encontré café, unas galletas, refrescos y restos de bocadillos que me proporcionaron lo suficiente para sobrevivir el tiempo que el museo ha permanecido cerrado, sin entender yo bien la razón. Es verdad que los lunes no abren y que me quedé un domingo, cuando la entrada es gratis, pero cuando salí y me dijeron que era viernes … no sé, algo ha ocurrido que aún no puedo explicarme, pero tampoco tengo ganas de ello.
            Durante el tiempo encerrada he aprendido mucho de esas cosas que nos parecen inútiles al común de los mortales, pero que en los museos cobran una cierta importancia. El orden de las cajas con los minerales, los armarios cerrados que contienen todo lo que los visitantes no vemos, esos preciosos archivos llenos de fichas de papel escritas amorosamente y hoy denostadas en favor de los ordenadores, las gavetas de elementos de la naturaleza muertos por razón del paso del tiempo, los miles de escarabajos, mariposas, mosquitos, moscas… perfectamente ordenados en cartulinas y atravesados por el centro con alfileres, las semillas de todas las plantas del orbe, aún sin ser plantas y a lo mejor sin que vayan a serlo, las acuarelas, ¡ay Óscar!, eso fue mi perdición. Esas acuarelas que representan lo que el ojo del que las hizo vio en el momento. Esas acuarelas encuadernadas con el amor de quien guarda el tesoro que son, las acuarelas que nadie ve si no se queda encerrado días, meses… acaso años en el museo.
            He salido, pero no sé qué día es ni dónde estoy. Me sorprendió el ofrecimiento que me hicieron al poner el pie en la calle, y desde una isla, a la que me han transportado en barco con una mascarilla, te escribo. No sé qué pasa, pero estoy feliz, porque quien me acompaña en esta supuesta soledad, entrena delfines.
            Aunque no me esperes, a lo mejor alguna vez te mando un dibujo de la naturaleza viva de este lugar, en cuanto sepa cómo se llama.
            Siempre tuya.

Matilde Muro Castillo.

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