27 de abril de 2020

LA ARCHIVERA


         Buenos días, mire señora, vengo a buscar un documento que creo tienen … disculpe, respondió sin levantar la vista, aquí ese documento no lo tenemos. Pero si usted no ha oído lo que le iba a preguntar.
         Se quitó las gafas, miró a los ojos del investigador primerizo y le dijo de forma insolente que ella llevaba allí más de cuarenta años, que sabía de memoria los documentos que estaban guardados, tirados, amontonados, sucios y limpios, los que se habían prestado, los que habían robado y los que nunca, pero nunca, iban a ser enseñados a nadie, porque no iba ella a correr el riesgo de que alguien se los llevara.
         La archivera llevaba allí treinta y siete años. Había faltado exclusivamente los días que le concedieron por la muerte de sus padres, jamás disfrutó de vacaciones porque argumentaba que su trabajo era una auténtica vacación, ya que la puerta permanecía cerrada a cal y canto, ella deambulaba por las salas y retocaba los estantes, recontaba los legajos, ahuyentaba las moscas y depositaba imperceptibles gotas de aceite puro de lemon grass que su hermana, misionera en Thailandia, le mandaba por correo. Esa fórmula, ahuyentaba los insectos voraces del papel y cuando le dijo a la Fundación propietaria del archivo que olía a limón por ese motivo y que necesitaba que importaran el aceite desde Thailandia, la sometieron a una prueba de memoria y comprensión, creyendo que se le había ido la pinza.
         No era agraciada, pero porque nunca tuvo tiempo de fijarse en sí misma, y esa ocupación vital en la que se había transformado el archivo, no le dio paso a otra dedicación. Comía a diario en la pensión que tenía Luisi, la vecina de su casa, que se apiadó de ella en el funeral de la madre y la invitó a comer. Aquel mismo día llegaron al acuerdo y cuando salía del archivo por la mañana comía en casa de Luisi, y cuando llegaba a casa por la tarde noche, tenía en el portal la cena preparada.
         Era de carácter amable, más de lo que parecía con las primeras contestaciones que daba, pero le costaba. Le molestaban las interrupciones, pero al paso de los años aprendió a saber que cualquier pregunta de cualquiera de los que por allí aparecían podía ser la punta del iceberg de algo importante que ella desconocía, y que pudiera albergar el montón de cosas e historias que estaban atadas con cuerdas entre cartones y cintas que apresaban legajos envueltos en papel de estraza, etiquetados como cadáveres en las morgues.
         El investigador insistió. Le contó que lo que iba a buscar era la carta que su bisabuelo le había mandado a su bisabuela desde Filipinas diciéndole cosas que han afectado de tal manera a su familia, que si no encuentra esa carta, que es seguro que está en el archivo que ella custodia, su madre se ve abocada a salir de la casa que ocupa.
         Se desarmó ante el argumento. Pero la archivera rigurosa no iba a consentir que se notara su otro yo de emociones contenidas. Citó al muchacho al día siguiente y le dijo que las carpetas de la época de la guerra de Filipinas se las tendría dispuestas en la mesa frente a ella, a partir de las nueve de la mañana.
         Aquel estudiante creyó que había dado en el clavo. Se fue feliz a su casa, y recogió las fotografías del abuelo vestido con uniforme en Filipinas, tres cartas de la época que su madre conservaba, y la carpeta con las innumerables fotocopias que, durante toda la investigación que había llevado a cabo, había conseguido.
         En punto estaba sentado frente a la archivera junto a los legajos. Miles de papeles sin abrir, sin desmontar, sólo etiquetados de mala manera con la referencia “Filipinas”, y ella dale que dale a la escritura en libros inmensos de documentos que aparecían como por arte de magia, a los pies de su mesa, en un carrito con ruedas de dos estantes, dibujaba los tejuelos que pegaba en la base de los libros, escribía a máquina fichas y fichas que introducía en los cajoncitos del mueble que estaba al lado de la mesa que él ocupaba … un verdadero paraíso de silencio sólo interrumpido por el metal de la máquina de escribir o el deslizarse de los cajones cada vez que depositaba en orden alfabético las fichas de diez en diez.
         Empezó a desatar los legajos y ella, sin levantar los ojos le dijo: “con cuidado”. Así uno tras otro y a lo largo de la búsqueda encontró planos, órdenes militares, alguna cartilla de racionamiento, listas de alimentos, órdenes de guardia dentro de los fuertes militares … una gran cantidad de cosas referidas a la organización defensiva de cada una de las plazas de las que se conservaban en el archivo.
         Empezó a desesperarse y resoplaba con intensidad al abrir uno detrás de otro y no encontrar elementos personales de los soldados. No encontraba siquiera las listas nominales de los soldados ni de los mandos para poder comprobar si su bisabuelo había estado allí, o si allí aparecía alguna referencia suya.
         Sin levantar la cabeza la archivera le preguntó si tenía algún problema. Él le dijo que estaba un poco cansado. Que no aparecía nada de su bisabuelo y que tenía en su poder documentos de otros lugares que le remitían allí, que no entendía dónde habrían podido ir a parar. Mire, tengo la fotografía de mi abuelo, tres cartas y fotocopias que he obtenido en mis investigaciones.
         La archivera se levantó despacio, cogió la fotografía, las fotocopias y luego abrió, para leer con detenimiento, las tres cartas.
         Una vez realizada la inspección, le dijo al muchacho que volviera dentro de tres días a la misma hora y que iba a poder enseñarle otros documentos que no formaban parte de la nomenclatura “Filipinas”, pero que podrían interesarle.  
         En esos tres días, la archivera desmontó la novela que estaba escribiendo. Le habían encontrado el secreto. Nunca pensó que aquello pudiera ocurrir. El legajo que contenía las cartas del bisabuelo del muchacho estaba en su casa. Era la única vez en la vida que había dispuesto de materiales fuera de la estancia oficial. Se los había llevado a casa hacía dos años, y trabajaba en esa novela con emoción, con tal ilusión que hablaba con sus personajes, les sugería formas de comportamiento, les daba noticias de los posibles lugares en los que esconderse en las tierras acosadas por los enemigos en las tierras lejanas, buscaba y encontraba sin cesar nuevos datos, nuevas relaciones entre ellos, se hizo con partidas bautismales, registros de propiedad de tierras del bisabuelo allí, de la nueva familia que el bisabuelo había formado y la razón por la que había desaparecido de la vida que dejó en España.
         Tardó tres días en despedirse. En deshacerse de lo que llenaba sus noches, en desmontar el episodio de amor ajeno que había construido a partir de aquella mañana de Agosto, en la que depositando gotas de lemon grass en las estanterías de los documentos viejos, cayó a sus pies el paquete envuelto en una hoja del periódico El Comercio” de 1877 con un álbum de fotografías, cartas, y la escritura de propiedad de la casa de Zamarralejos, esa casa en la que vivían, desde que se construyó, la familia del investigador que ahora veía amenazada la morada.
         A las nueve de la mañana, el legajo estaba en el banco del investigador, y las lágrimas del muchacho se confundieron con las de ella cuando, al cerrar la puerta y llevarse la copia del documento, desapareció con él la ilusión de ser autora de algo, en lugar de archivera.

Matilde Muro Castillo.

2 comentarios:

Anaggl dijo...

Qué tierno...

Anaggl dijo...

Qué tierno...