20 de abril de 2020

DON BAUDILIO









Fue durante mucho tiempo, creo que más de cien años sin exagerar, el jefe de contabilidad de uno de los sindicatos verticales franquistas. Como buen contable era tacaño, miserable, agarrado, salvajemente desconfiado y un fumador empedernido de las colillas de los demás, aunque a veces se marcaba la fantasía de regalar a los hombres del departamento un purito de la marca La Española, que conseguía que le trajeran desde Canarias directamente sin pagar las tasas correspondientes. A  diario, tomaba el café a la misma hora, con el mismo grado de temperatura y sin hablar con nadie, porque tampoco era de gastar palabras. Fumaba y de nuevo de vuelta al trabajo, donde levantaba la cabeza para controlar el aposento del personal que dependía de él, cada diez o doce minutos. El resto del tiempo era comprobar, puntuar y sumar sin parar los inmensos listados que le ponían sobre la mesa, y que él distribuía con esmero entre las víctimas que caían a su paso.
            Santi acababa de aprobar la oposición y entró en su departamento con aires nuevos. Creyó que iba a arreglar aquello en un abrir y cerrar de ojos, y le propuso con inmensa energía a don Baudilio que se reestructurara el trabajo para hacerlo más ágil. Que sería bueno abrir las cajas de ordenadores que llevaban cerradas al fondo dos años, que se informatizara el departamento, que se eliminaran las sumadoras, los ábacos, las libretas y las reglas que cortaban los listados con poca precisión.
-       Siéntese a mi lado joven – le espetó don Baudilio – aquí, a mi lado, en esta silla y míreme a los ojos.
Santi se sentó, inocente, mirándole a los ojos y presto a aprender de aquella, se suponía, sabiduría adquirida por el paso de los años.
-       Dígame.
-       Para empezar, usted se calla hasta que yo acabe de hablar. Vamos a ver. Este departamento lo he creado yo, lo he hecho yo a mi imagen y semejanza. Tengo seis cartas de la superioridad dándome las gracias por los resultados obtenidos en la contabilidad del sindicato. No hay una sola mancha en mi expediente, no hay nada que se pueda reprochar a mi comportamiento. Soy generoso, dejo que se levanten y deambulen por el departamento de vez en cuando. Cuando es el momento hablan, se miran, levantan la vista de los papeles y yo no digo nada, como si no lo viera ni lo supiera. Ahora usted, barbilampiño y mogigato, ¿cree que va a remover las estructuras del sindicato porque ha estudiado en una escuela de tres al cuarto? Pues no joven. Está usted muy equivocado. Aquí, hasta que yo muera, las cosas se hacen como yo digo, porque para su información, yo no me jubilo. Yo ceso por defunción, le guste a usted o no. El orden en España está en mi mano, y usted no es nadie para desmontarlo. ¿Lo ha entendido?
-       Perfectamente. Pero los ordenadores se van a colocar en su sitio, las cajas se van a abrir. Vamos a enchufarlos y empezarán a funcionar. Si le gusta a usted como si no le gusta. Mire don Baudilio. Yo tengo ahora mismo una presión en el pecho que me va a estallar, pero me voy a aguantar. Y quiero decirle que me parece muy bien que no se jubile, que salga embalsamado desde aquí en su silla y que lo entierren sentado, pero por mis narices que esos ordenadores se montan y empiezan a funcionar.
-       Va usted a tener que escoger otro sitio para colocarlos, o mejor, colóquelos, enchúfelos y haga lo que quiera con ellos, pero el sistema de trabajo es el mismo desde hace lustros y no tiene que cambiar. Y a mí me enterrarán como a mí me de la gana, no como usted, mequetrefe, decida.
Don Baudilio se jubiló de forma inmediata. Se colocaron los ordenadores y aquello empezó a parecer una oficina, aunque en el ánimo de los empleados, quedó siempre la obediencia, humillación y esclavitud proporcionados por Don Baudilio, amén de la poca eficacia.
Se enteraron de que se había dedicado al campo con el mismo orden, disciplina y tacañería que aplicaba a la administración, y tenía de compañera silenciosa a su mujer, una desgraciadita a la que casaron por razón económica con aquel siniestro personaje que no le dedicó la más mínima atención jamás, o al menos eso parecía porque no nunca se supo de su existencia física.
Una mañana apareció la esquela de don Baudilio en la puerta de la oficina, donde sólo aparecía la hora y lugar del funeral.
Los trabajadores de siempre acudieron al entierro y contemplaron cómo no había ni una sola flor en el féretro. No había corona de la funeraria, no había nada más que una hija doliente con pinta de haber salido de un retiro budista de quince años, y una viuda con la ropa de andar por casa.
            A Santi aquello le sobrecogió. Recordaba la estúpida conversación del recibimiento que le hizo el contable, que fue la primera y última que tuvieron, y pensó que aquella miseria presencial hasta el último momento, estaba programada.
            Se acercó a dar el pésame y a la salida de la iglesia esperó a la salida del féretro para que se lo llevaran al cementerio, y le preguntó al funerario:
-       Oiga. ¿no tiene flores este muerto?
-       Si. Tenía.
-       ¿Cómo que tenía?
-       Si. Era un hombre raro. Al parecer siempre tuvo la costumbre de pasear por el campo con el coche y su señora sentada al lado desde que se jubiló a ver las vacas que fue comprando con el esfuerzo de muchos años. Era muy rico, aunque parecía un vagabundo, sobre todo los últimos años. La mujer nos pidió al sacar el féretro que lo lleváramos a la finca a dar la última vuelta a ver las vacas, y ya ve usted. No vamos a decir que no a esa pobre mujer. Fuimos al campo y al querer entrar las ruedas del coche se quedaban en el barro. Bajamos las coronas y las dejamos a la entrada. Dimos la vuelta a la finca y al ir a salir, las cabras del vecino se habían comido las coronas. Nunca la vida es completa, y la muerte menos – sentenció el funerario.
-       ¡Vaya historia! – le dije.
-       ¿Historia? – me respondió – esto no es nada. Si yo le cuento lo de muchos que se mueren y que parece tan normal. ¡Usted no tiene ni idea de las cosas que pasan y que no tenían que pasar! El mundo es una pila de fregar, pero llena de cacharros sucios.
-       ¡Qué cosas!
-       ¿No le gusta? Pues pregúntele a la hija del muerto de hoy, pregúntele a ver si le cuenta la verdad de porqué se comieron las cabras del vecino las coronas de su padre. Pregúntele. Yo, ya me callo que se hace de noche y hay que enterrarlo.

Matilde Muro Castillo.

2 comentarios:

helianasanchez dijo...

Me ha encantado Matilde!!
Pero no me dejes con la incertidumbre de por qué se comieron las coronas de flores?? Beso inmenso

Unknown dijo...

Buenísimo, Matilde, como todo lo que escribes!